«Ha puesto una cerca alrededor de ella, como si fuera el hueso sucio y hediondo de un santo. Si al menos tuviese el valor de decir: «¡Tómala!», quizás ocurriera un milagro. Sólo eso: ¡Tómala!, y juro que todo saldría bien. Además, tal vez no la tomase… me pregunto si se le habrá ocurrido eso alguna vez. O podría tomarla por un tiempo y devolvérsela, mejorada. Pero eso de poner una cerca alrededor de ella no servirá de nada. No se puede poner una cerca alrededor de un ser humano. Ya no se hace… Tú crees, pobre y mustio imbécil, que no soy digno de ella, que podría mancillarla, profanarla. No sabes lo apetitosa que es una mujer mancillada, la lozanía que puede dar a una mujer el cambio de semen. Tú crees que un corazón lleno de amor es bastante, y quizá lo sea, para la mujer adecuada, pero tú ya no tienes corazón… no eres sino una gran vejiga vacía. Te afilas los dientes y cultivas tu gruñido. Corres a sus talones como un perro guardián y orinas por todas partes. Ella no te tomó por un perro guardián… te tomó por un poeta. Dijo que en tiempos fuiste poeta. Y ahora, ¿qué eres? ¡Valor, Sylvester, valor! Quítate el micrófono de los pantalones. Baja la pata trasera y deja de mear por todas partes. Valor, te digo, porque ella te ha abandonado ya. Te digo que está mancillada y lo mejor que podrías hacer es derribar la cerca. De nada sirve que me preguntes, cortés, si el café sabe a ácido fénico: no me vas a ahuyentar con eso. Ponme raticida en el café y un poco de vidrio molido. Pon a hervir orina caliente y echa unas cuantas nueces moscadas…»
¿Y si el tipejo tímido se gasta los cincuenta francos de una noche mientras espera a su Lucienne? ¿Y si le entra hambre y se compra un bocadillo y una caña de cerveza o se para a charlar con la fulana de otro? ¿Creéis que debería estar cansado de esa rutina noche tras noche? ¿Creéis que debería pesarle, oprimirlo, matarlo de aburrimiento? Supongo que no pensaréis que un chulo de putas no es humano. Un chulo de putas también tiene su aflicción y miseria privadas, no lo olvidéis. Quizá nada le gustaría tanto como plantarse cada noche en la esquina con un par de perros blancos y verlos mear. Tal vez le gustaría, al abrir lapuerta, verla ahí leyendo el Paris-Soir, con los ojos ya un poco pesados por el sueño. Quizá no sea tan maravilloso, cuando se inclina sobre su Lucienne, sentir el aliento de otro hombre. Puede que sea mejor tener sólo tres francos en el bolsillo y un par de perros blancos meando en la esquina que saborear esos labios lastimados. Apuesto a que, cuando ella lo aprieta con fuerza, cuando ella le suplica que le dé esa pequeña ración de amor que sólo él sabe dar, él lucha como mil demonios para empalmarse, para aniquilar a ese regimiento que ha desfilado entre las piernas de ella.
Cuando él toma su cuerpo y practica una nueva melodía, quizá no sea todo pasión y curiosidad lo que
siente, sino una lucha en la obscuridad, una lucha asolas contra el ejército que ha forzado las puertas, queha pasado por encima de ella, la ha pisoteado, la ha dejado con un hambre tan devoradora, que ni siquiera un Rodolfo Valentino podría saciarla. Cuando oigo los reproches que hacen a una muchacha como Lucienne, cuando oigo que la denigran o desprecian porque es fría y mercenaria, porque es demasiado maquinal o porque tiene demasiada prisa o por esto o por lo otro, me digo: «¡Un momento, chaval, más despacio! Recuerda que vas muy atrás en la procesión; recuerda que todo un cuerpo de ejército la ha asediado, que la han devastado, saqueado y pillado». Me digo: «Oye,chaval, no le regatees los cincuenta francos que le das porque sepas que su chulo está derrochándolos en el Faubourg Montmartre. Es su dinero y su chulo. Es dinero ganado con sangre. Es dinero que nunca será retirado de la circulación porque no hay nada en el Banque de France con qué redimirlo».
Henry Miller, Trópico de Cáncer.