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la calma de la necesidad


(No está mal escucharlo mientras se lee).

Después de tanto tiempo sentado me largué de juerga. Fue más bien por despecho, o por variar, o por hacer algo. No le encuentro mucho sentido a la vida, pero le encuentro todavía menos a la muerte. «Eso sí que tiene sentido», me decías, y yo pensaba con ello que esto del sentido de las cosas es algo tremendamente retorcido. «Has dado con la clave, ¡la muerte tiene todavía menos sentido!». Bueno, sea por eso entonces.

Estuve años de juerga, no digo que no, y tampoco digo mal, ni bien. Aprendí muchas cosas, aunque no sé si interesantes o importantes para algo. Dormí en portales, me fumé las colillas de tabaco de liar refundidas en un cigarro nuevo, reutilicé los posos del café y, en resumen, hice todas esas cosas que te parecen patéticas cuando suceden y que sin embargo son las que añoras cuando recuerdas. Que te parecen el límite de algo que se rompe o se acaba cuando suceden y que después sobas con añoranza desde tu nueva cómoda vida. O incómoda de otro modo. O diferente. O distinta. O disyunta. Desmembrado como un tipo estirado por un caballo en cada extremidad.

A veces uno se siente como el producto de un lifting extremo. Estirado. Ralentizado en lo básico, estirado en lo demás. Recuerdo que olvidando juré recordar un par de cosas. Sé que las recuerdo, pero no sé si significa algo recordarlo. Uno quiere seguir siendo el tipo con cinco años que jugaba con un par de coches sobre una ciudad de plastilina, pero lo va demorando por los rollos que siempre se cuentan en lo que ya es un atajo formal de denuncia social (trabajo, lo que no fui, esperanzas rotas, obligaciones variopintas). Me han contado que hay tipos que hacen algo con eso. Qué grandes. Hacer una victoria de la más absoluta de las derrotas. Es paradójico, demorar al tipo de cinco años porque uno tiene que escribir una novela llorando por el tipo de cinco años.

Sentarse en el porche, al final de la vida, y echar un vistazo atrás con orgullo mientras ya se sabe que lo que queda, mientras quede algo, es el porche, el café que estás tomando, el cigarro que enciendes. «Los críos vienen este verano». Los críos tienen cuarenta años. Vendrán este verano y desearé con todas mis fuerzas que se vayan justo después de que hayan llegado, para quedarme con mi porche, mi café, mi cigarro. Mis recuerdos de lo que fue cuando el más puro azar se ha convertido en necesidad pura. El componente inesperado del azar se actualiza en necesidad con la llegada del presente. En el presente se despeja la duda, la incertidumbre. Y lo substituye la tranquila calma de la necesidad. Su obligación firme. Mi abandono cuando todo es definitivo y ya no puedo hacer nada.

No en vano dije la calma de la necesidad. La muerte no tiene sentido. La vida tampoco. Este presente sí lo tiene. No es grandilocuente, pero tampoco tiene por qué serlo.

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