Todo va muy acelerado. Como el conejo de Alicia en el País de las Maravillas, voy corriendo a todas partes mirando el reloj del móvil, tropezándome con todas partes y bufando porque me duelen las espinillas, todas las tardes delante del ordenador quemándolo, todos los días en un viejo corsa blanco desgastándolo.
Así no se va bien. No se ve el paisaje.
Intentar echar el freno es como intentar que no se hunda el Titanic a base de colocarle salvavidas atados a la quilla. Se le echa ilusión, pero no sirve para nada, no frena. Cuando apago un fuego tengo que ir corriendo al siguiente. Cuando me siento a disfrutar una cerveza me tiembla la botella en la mano, por miedo a que el cielo se desplome sobre su casco. Tengo la sensación de que el tiempo vuela, porque lo hace. Siempre tengo cincuenta cosas al mismo tiempo en la cabeza, y todas quieren sus putos quince minutos de gloria constantemente. Todas reclaman. Recibo presión. Normal, por otra parte, pero presión. Siento, a veces, que voy a reventar en pedazos.
Y encima me pierdo el paisaje.
Si no fuera por la puñetera pasta, me quedaría quieto. Abriría una cerveza. Me sentaría en la cama, mirando la ventana. Qué gustito.
«La humanidad, partiendo de la nada y con su sólo esfuerzo, ha llegado a alcanzar las más altas cotas de miseria.»
Groucho Marx.