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decálogo del perdedor, uno, el falso esfuerzo

«Tuve que abandonarle para que dejara de ser imbécil». Suenan las voces en la cabeza, como en una autopista sin rayas pintadas en el suelo, con el rencor derivado de la demora. Odio los comentarios autocomplacientes de los que confunden no hacer nada con la inmovilidad, de los que quieren enseñar su presunta movilidad para que todos la vean y les sonreír. Quieto e inquieto, y así estuve toda la vida. Observando. «Día tras día con las cervezas, encerrado en el ordenador, haciendo tonterías absurdas y estúpidas, pasando la vida sin que la vida pasara por él». Lugares comunes del absurdo, puntos de encuentro referentes para que nadie se pierda. Una fuente tranquila donde pueden dedicarse a mirar al suelo y pastar.

La elegía del pasto, sí señor. La elegía de alabar el desastre común para cambiarle el nombre por otro menos ilustrativo y más narcótico. Yo, mientras tanto, tenía muy claro dónde iba. Había momentos duros de desconfianza, momentos terribles de duda. Pero seguí, en parte por gusto y en parte por la fuerte sensación de estar justo donde quería estar. Eso justifica la vida, y no ningún tipo de logro. No sin eso. Ahora no he logrado nada, pero sigo estando justo donde quiero estar. Eso es grande. Sigo con las cervezas, que son parte del estigma y parte de la clave. A todos les parece que estoy en un lugar mejor. A mí no especialmente. Estoy donde estoy, y donde quiero estar.

No he notado el cambio. Vivo mejor, seguramente, pero no he notado el cambio. Estoy aquí, en el mismo punto. Todos intentan llegar a alguna parte durante toda su vida. Yo llegué al principio, y no me he movido de ahí. Mejor, peor… no son conceptos relevantes, ni significativos. Se está o no se está, simplemente.

No hay que pasar por nada para llegar a ninguna parte, ni destrozarse el cuerpo y la mente con estupideces que nos salvarán la vida más adelante. Si quieres hacer algo lo haces, y es eso lo que después se encadena con otros lugares, que siguen siendo el mismo. Lo que hago hoy lo hago porque quiero. Mañana servirá para algo, seguramente, pero eso es otra historia. Quizá para ti sea un esfuerzo, para mí, ahora mismo, es hacer justo lo que ahora mismo quiero hacer. Ese es el matiz, que se diluye en las palabras. Ese, justo, es el matiz, ahí radica lo importante de todo esto.

Los autocomplacientes siempre están torturándose. Lo desean. El dolor les justifica, la épica del esfuerzo mal entendido, de anular la voluntad y lo volitivo. Les genera placer torturarse el tiempo al igual que a otros golpearse el cuerpo. Eso no me parece mal, lo que sí me lo parece es que además generan un rasante con ello, una medida de la grandeza humana. «Eh, yo me torturo más que tú, soy más grande». No, yo disfruto todo el tiempo, y al final… ambos vamos a morir, según parece. Olvídate. Conoce.

Si hay una especie de recuento final después de pasar a engrosar los productos de manutención de gusanos, me gustaría ver su retrospectiva, cómo justificar entonces tanta tortura.

Sin contar con que los autocomplacientes están tan convencidos de sus tretas que han perdido la capacidad de disfrutar y todo, hasta lo que más desean, se convierte en tortura. Se convierte en tedio. Se convierte en no deseado. Ya son incapaces de disfrutar excepto en el último momento, en el que observan todo lo que han sido capaces de hacer frente a la adversidad y…

justo en ese momento, lo cuentan. Ahí son felices, ahí son grandes. Ahí son. Yo estoy aquí todo el tiempo, haga lo que haga. Tú vive como quieras, pero guarda tu rasante cuando hables conmigo. Conmigo no te vale. No creo que tenga mérito lo que haces, y no me voy a dejar medir por ti.

Limítate a ser lo tuyo. Yo seré lo mío. Yo no pongo problemas, no los pongas tú.

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