En el fracaso hay una planta al sol que mira hacia arriba. No sé qué espera. Está mirando, casi sin más. El viernes reventó el disco duro. Sonaba como una maldita pua bucal, apagué el bicho. No encendía. No encontraba disco duro en el sistema. Lo miré un rato y lo volví a apagar. Di paseos nerviosos de la habitación al salón, del salón a la habitación. Al rato lo volví a encender. Y hasta ahora. Ha vuelto. Se tomó unas pequeñas vacaciones, un tiempo de reposo. Se sintió cansado. No tenía fuerzas. Me asustó. Pensé que todo lo que había en él había acabado.
Y fue extraño.
El sábado fui a por tarima a una tienda de esas cositas, dentro del polígono de sanse. No había coches aparcados, debía haber unos cien, desorientados, por todo el espacio de aparcamiento, dando vueltas, los ocupantes mirando por las ventanillas. Había gente que se acercaba a las puertas de las grandes superficies como si el mundo hubiera acabado y se estuvieran enterando en ese preciso momento. Caras de incredulidad, pero sobre todo caras desorientadas. Desorientados todos, yo también. Recuerdo que cogí la mano de N. como si algo se hubiera roto y fuera tarde para todo. Como si no nos hubiera dado tiempo a despedirnos antes del ya no más y me quedasen un par de preciosos segundos para realizar lo pendiente. Entonces le cogí la mano.
Y fue extraño.
El disco duro reventará definitivamente en un par de meses, supongo. Algo se ha roto, algo imperceptible a simple vista que tarde o temprano se actualizará. Potencia pura del desastre. Era festivo en sanse el sábado 20, por eso todo estaba cerrado. Lo vi en un cartel, en la puerta de una de las tiendas.
La esencia de perder, que es una planta al sol que mira hacia arriba, es que todo tiene que volver a reescribirse a partir de ese preciso momento en el que uno pierde algo. Quizá si perdiera las novelas y todo lo demás irremisiblemente escribiría novelas que no se parecieran en nada a las perdidas. Quizá si hubiera un gran desastre todo volvería al punto cero.
Es una planta al sol que mira hacia arriba. Y no espera. Simplemente está intrigada por lo que vendrá. Todo es nuevo. La inocencia de los niños radica precisamente en la novedad. No saben lo que van a ver antes de mirar.
Y cogí la mano de N., en un fugaz segundo en el que todo estaba perdido para el mundo.
Si todo hubiera sido la mitad de estupendo de lo que es, quizá no hubiera tentando inopinadamente ese gesto.
Qué tonto, y qué bonito.