¿Qué quedó de la gente que moría en Camboya?
Una gran fotografía de la actriz norteamericana con un niño amarillo en brazos.
¿Qué quedó de Tomás?
Una inscripción: Quiso el reino de Dios en la tierra.
¿Qué quedó de Beethoven?
Un hombre huraño con una melena inverosímil que afirma con voz profunda: Es muss sein!
¿Qué quedó de Franz?
Una inscripción: Tras tanto andar errante, el regreso.
Etcétera, etcétera. Antes de que se nos olvide, seremos convertidos en kitsch. El kitsch es una estación de paso entre el ser y el olvido.
[…]
Si Karenin hubiera sido un hombre y no un perro, seguro que hace tiempo ya que le hubiera dicho a Teresa: «Haz el favor, estoy aburrido de llevar todos los días el panecillo en la boca. ¿No puedes inventar algo nuevo?» En esta frase está encerrada toda la condena que pesa sobre el hombre. El tiempo humano no da vueltas en redondo, sino que sigue una trayectoria recta. Ese es el motivo por el cual el hombre no puede ser feliz, porque la felicidad es el deseo de repetir.
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Einmal ist keinmal. Lo que solo sucede una vez es como si no hubiera ocurrido. De ahí la insoportable levedad del ser. No es un cuadro, es un boceto sin cuadro. No tiene relevancia ninguna porque las cosas pasarán y después se desvanecerán para siempre. Porque sólo suceden una vez.
Retrato de un hombre privado de sueño.
«Si el periodo de tiempo es largo el índice de supervivencia se reduce a cero». Ya, pero el periodo es corto. Te acostumbras, te conoces. Estás en tu guarida escribiendo relatos y capítulos de novela, sin orden aparente, según tu estado de ánimo. Te queda un cigarro, así que te obligas a salir, y lo haces, pero más bien como un depredador pequeño que es las más de las veces víctima y casi nunca verdugo. Te preguntas cómo no es visible como tubos de neón en tu frente, pero nadie parece darse cuenta. Estás acostumbrado ya, así que lanzas una preciosa sonrisa al camarero y expeles un sonoro y jovial «buenos días». Miras el televisor camino de la máquina de tabaco y asientes al eterno partido de fútbol que siempre se está retransmitiendo en ese momento. Estás conviviendo, dejando señales de normalidad que has aprendido a hacer con soltura. Temes que se vean los tubos de neón, así que los cubres con gestos cotidianos que no sientes en absoluto, pese a comprender su tremenda importancia. O por eso mismo.
Regresas, escondiéndote en las esquinas, rehuyendo las caras que pueden hacer preguntas, esquivo. Juegas a ser agente secreto de incógnito en un mercado de frutas. Coges una pera, la sopesas, la vuelves a dejar en su sitio y los contactos han pasado a dos metros de ti, sin darse cuenta. Entras en la guarida, repleta de otras señales que te ubican en el fin de semana que está terminando, y recuerdas: una puerta abierta a ayer mismo. Todo se configura en un juego de puntos, unes las líneas siguiendo el orden y tienes una figura: esta es tu vida. El café arde, la vida también, más o menos por lo mismo. Un poco de música, pero no por ella misma, sino por su habilidad de escandir el tiempo. Tomas el café, cuanto más caliente mejor. Fumas un lento cigarro que hace llorar al ojo izquierdo, mientras el derecho ríe. El cenicero repleto ya no acepta más instancias, todos los demás se quedarán fuera, de momento.
Quizá has releído algunas de tus cosas, de las antiguas, entre uno y tres años. Y te ha parecido extraña la simetría de las palabras con la realidad presente misma. Su adecuación. La metáfora es ahora la de un hilo conductor. Sabes que las palabras tienen esa fuerza, y más. Sabes que estás construyendo un personaje, un kitsch en el que Lo Que No-es se esconde. Sólo es visible la parte que el kitsch considera, todo lo demás bajo la alfombra (¿qué estás dejando ver, Miguel?). Pero a eso ya jugaste antes, ¿no? En las palabras, lo recuerdas también. Escribiste este presente de tal modo, con tanta fuerza, que se hizo realidad sin que fueras capaz de darte cuenta. Tú sólo estabas jugando tu personaje. Pero los demás no. Los demás estaban viviendo su propio kitsch al mismo tiempo que el tuyo. Cien mil kilómetros de distancia sería decir poco. Pero también sabes que eso es mentira, Miguel. Lo que empezó como un juego se convirtió en la realidad misma de tu realidad misma, que sólo despertaste tras la gran ostia, abriste los ojos, y viste el resultado tras algunos años de amnesia. El resultado era devastador. Pero también sabes que eso es mentira, Miguel. Que buscaste conscientemente un momento en el que todo convergiera para poder meterlo en una novela, estabas buscando la vida que tenía que caber dentro. Pero también sabes que eso es mentira, Miguel. Que simplemente estabas ahí y pasó lo que pasó, porque las cosas no se toman la molestia de tenerte en cuenta. Pero también sabes que eso es mentira, Miguel. Porque conoces a la perfección lo que es y conlleva la entropía, que también es mentira. Hablar sobre la pureza sería encontrar lo irreductible, que no es nada al fin y al cabo, porque no existe. El mínimo común denominador, aquello que ya no permite simplificar el número sin alterar la proporción. Pero sí sabes, ahora y no antes, que la vida, como tal, está en el máximo, y no en lo mínimo, en la contingencia efímera, y no en la esencia (si es que se puede hablar de algo así como una esencia). La contingencia es apresable con palabras, puede cifrarse en signos. La esencia es escurridiza, porque es un cuento que nos contamos alrededor del fuego en las noches de frío.
Porque 6/12 es equivalente a 3/6, o a 1/2, ¡pero no es lo mismo 6/12 que 3/6 o que 1/2!
(Me acuerdo ahora de la teoría de la personalidad de los números de Hare) Es fácil hablar del 6/12, pero es más difícil, en el juego de las personalidades que interactúan, trabar un lazo sobre la relación esencial que mantiene con sus equivalentes. La contingencia, repito, es apresable, la esencia es escurridiza. Si reduzco 6/12 a una proporción, todos los números puestos son sólo sinónimos, distintos nombres para aludir a 0’5, que es otro nombre de lo mismo. Pero no puedes reducir a la esencia sin perder la realidad de la diferencia (una puñetera tautología simple, por simple definición de los términos).
La contingencia es el kitsch. La gran realidad de cualquiera configurada como vital y restituida a la marcha de los que interactúan, recibiendo y dando flujos vitales de datos y reconfiguraciones en su contacto con los demás kitsch. Pero habla de equivalentes, si puedes, y recítate la relación esencial de todos tus kitsch, presente y pasados, hazlo porque no puedes. Y sabes que es importante, que lo cambia todo. Pero no puedes. Así que seguramente sabrás que uno de tus personajes, desenfocado y viviendo un autoimpuesto regalo, escribió lo que tenía forzosamente que suceder después. Y ahora, ¿qué vas a hacer? ¿Vas a castigarle? No puedes tampoco. Sólo puedes castigarte ahora, cada personaje contrae deudas que nunca paga. Se lo deja a los siguientes, que no comprenden por dónde vienen las ostias. No pueden hacerlo nunca.
(Sabes que te estás volviendo loco, un tarado dando vueltas en una habitación sin puertas ni ventanas, con paredes acolchadas).
Las palabras levantan edificios de metáforas. Hay que tener cuidado con ellas. Es tu cara, es la cara que ofreces al juego del kitsch, nadie conoce a nadie, al menos no a fondo, lo que se ve son los edificios que levantas con palabras (oh, la metáfora de la facultad, de los fines de semana, del curro, de las tardes largas tomando cerveza y riendo en tu nombre, siempre en tu nombre, movido por agradarte o desagradarte, aunque tú no te puedas llegar a saberlo nunca, simplemente no estás aquí, conmigo), tu mirada, la forma en la que mueves las manos (¿qué estás dejando ver, Miguel?), la recreación del personaje que juegas o vives (el ver el reflejo en el espejo no es sinónimo de reconocerte en él, y por lo mismo ver el juego no significa forzosamente que lo estés jugando, no hay una frontera nítida).
Eludir una realidad terrible o intentar explicarla, pegarle etiquetas sobre su funcionamiento, es una tontería. Te sigues sentando aquí para no perder el hilo. Una verdadera bitácora (una habitación sin puertas ni ventanas y con las paredes acolchadas). Y lo sabes.
Un animal. Sólo existe el presente. Sólo se vive el presente. El presente es semiinterpretación, porque no controlas todas las variables. El pasado es interpretación pura. Puedes cambiar los acontecimientos, hacer que te justifiquen, borrar un diálogo, poner frases nuevas en bocas que jamás las dijeron. Puedes intentar ser escrupuloso en el proceso, tener cuidado con lo que haces, pero sigues levantando edificios que realizan una ciudad comprensible, o habitable al menos.
(Pero no paras, no vas a parar nunca, porque sabes que pensar eso y aceptarlo hasta asumirlo te reduce a mero presente, y en el fondo crees que puedes entender el pasado con todas tus fuerzas, un tarado dando vueltas a una castaña pilonga contra el velo del paladar. Al final creerás haber dado en el blanco, o habrás dado en él, y te sucederá que la tranquilidad estabilizará las cosas mientras no dudes haberlo hecho).
Al fin y al cabo todos jugamos con los kitsch y los edificios, los presentes y los pasados. Sólo tienes que desprenderte de la conciencia de hacerlo, porque es esa conciencia la que multiplica las realidades posibles. Si olvidas el juego, sólo hay una posible, férrea e inamovible. Una personalidad posible (es decir, inquebrantable, sin dudas), que existe (y no que es construida a voluntad), una vida que existe (con sus justificaciones claras, sin dudas). La diferencia entre tener que escoger entre trescientos caramelos y sólo poder coger uno y tener un caramelo y sólo poder coger uno. Esto retrotrae mi mente a Berkeley, me sitúo en un par de párrafos del comienzo de la introducción a «Los principios del Conocimiento Humano» (mayo de 1710):
«No siendo la filosofía otra cosa que el estudio de la sabiduría y de la verdad, se podría con razón esperar que aquellos que le han dedicado más tiempo y esfuerzo deberían distrutar de una mayor tranquilidad y serenidad mental, de una mayor claridad y evidencia en el conocimiento, y estar menos perturbados que otros hombres por dudas y dificultades.
Sin embargo, vemos que la masa no culta de la humanidad que sigue la senda del simple sentido común y se rige por los dictados de la naturaleza se encuentra en su mayor parte tranquila y despreocupada. Nada que sea familiar les parece inexplicable o difícil de comprender. No se quejan de falta de evidencia en sus sentidos, y están totalmente fuera del peligro de convertirse en escépticos. Pero, tan pronto como nos separamos de los sentidos y del instinto para seguir la luz de un principio superior, para razonar, meditar y reflexionar sobre la naturaleza de las cosas, surgen miles de dudas en nuestras mentes en relación con aquellas cosas que antes nos parecía comprender totalmente. Por todas partes se descubren ante nuestros ojos prejuicios y errores de los sentidos; y al tratar de corregirlos por medio de la razón desembocamos, sin darnos cuenta, en extrañas paradojas, dificultades e inconsistencias que se multiplican y nos desbordan, a medida que avanzamos en la especulación, hasta que, al fin, después de haber vagado por muchos intrincados laberintos, nos encontramos exactamente donde estábamos, o, lo que es peor, situados en un escepticismo desolador.»
Presión, temperatura, longitud, distancia, bitácora (una habitación sin puertas ni ventanas y con las paredes acolchadas), distintos nombres para aludir a una relación proporcional. Y en cada nombre hay una puerta o una ventana. Lo que está detrás es lo que importa. No creo que sea revelador saber lo que alguien hace, sino saber por qué. Detrás de mi vida hay un velo que a veces es transparente. Y detrás del velo hay una fotografía que no quiero ver. Nada duele más que esa fotografía. Si no puedo mover la fotografía de ahí, quizá pueda tupir el velo hasta que deje de ser, de cuando en cuando, cristalino.
(Ya, Miguel, ya. Pero sabes que te estás volviendo loco, un tarado dando vueltas en una habitación sin puertas ni ventanas, con paredes acolchadas).