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quieto e inquieto

Al anticuario le gustan los espejos. Ha aprendido que es el lugar donde puede ver su cara. El anticuario disfruta con los museos, porque es donde la vida se fija, aunque cuando la vida se fija muta y es otra cosa (gracias, principio de indeterminación, por tu labor indestructible de defensor de lo que es), aunque cuando alguien se pone a hacer un museo discrimina lo que para él lo es, y desde luego lo que no lo es. Cuando uno hace un museo, aunque sea de metralla, de un modo o de otro no consigue hablar más que de sí mismo, aunque la intención sea muy otra.

El anticuario aprendió hace tiempo a hacer de la derrota una victoria, y de la depresión un motor vital. No sé si llamarlo depresión o llamarlo angustia, o llamarlo agujeros, o ponerle un nombre nuevo para divertirme un rato. A lo que quiero aludir con depresión es a ese estado de vacío en el que nada significa más que otra cosa, que te detiene. La resultante de ese estado es la desesperación, la angustia, los agujeros. El causante del estado es el, en principio, sin sentido de vivir.

Escribía hace más de diez años:

Susana abre las cancelas
de su tímido, tórrido y
elocuente imperio.

(Ella en realidad no quiere esto, pero
el sacrificio de su cuerpo es
el único que entiende y el
único único al que estoy dispuesto).

Todos los cerrojos se liberan, y
todos aquellos que soy en sus umbrales
ahora franqueables saludan con
estentórea risa los horizontes
descubiertos.

Y cada uno de mis inventos
toma posesión de su reino.

Y cada uno de los juegos sale
de su caja y extiende el
tablero.

Tras largo tiempo, todo está ya
bien dispuesto.

Y corro uno aunando mis cuentos
para salvar aquel otro que ahora es
el punto cero de estas nuestras
distancias.

Tiro el dado, y cuento.
La partida ha llegado desde tu
infinitud transitable hasta todos
tus más renuentes escondites.

Te tomo la mano y lucho por
soslayar tu espejo, que es aquel
lugar donde tan fiel y
terriblemente me reflejo. Construyo
otro que me dice que soy el
señor de tu tiempo. El maldito
amo de nuestro universo.

Así puedo ver y veo
cuando Susana abre y
sólo sin ver lo que no veo
abrazar abrazar todo su
esfuerzo inútil e inmenso y
amarlo con fuerza y
olvidar olvido el sopor del
olvido y que todo y
la casa los gestos los
cuadros los rostros son sólo el
cristalizar de las reglas que
invento y aplico en un
cuento que cuento y me cuento
jugando cretino a vivir
en este como en cualquier.
En otro. Sitio.

En cualquier otro sitio.

Vivir no tiene sentido, pero tampoco lo tiene no hacerlo. No hay cosa más que otra. No es más relevante insertarse en un nirvana de vacío gracias a la muerte. No es que vayamos a ir a mejor, simplemente a lo mismo. De acuerdo, allí no nos vamos a enterar de nada, pero esto es una alegría insignificante. Estar aquí, en mi cuarto dentro de mi casa, no tiene sentido, tampoco lo tiene estar en cualquier otra parte. Por tanto, escojamos un sitio y construyamos algo, por el mero placer de construir.

Cuando uno acepta la derrota conoce el verdadero sentido lúdico de las cosas. La derrota no se acepta cuando uno piensa que no puede merecer la victoria, sino cuando se da cuenta de que no hay victoria en sí. Esto es, la victoria no existe. Toda victoria es en el tiempo y cae con el tiempo, por ejemplo (hay mucho más). La victoria es una convención. La victoria y la derrota son lo mismo. Para no inventarme un término nuevo a la resultante de la fusión de ambas la llamo derrota, porque me parece más aproximado a la realidad. Es una opinión, nada más. O quizá es que la palabra me gusta más, no sé.

Me gusta pensar que nos hemos encontrado un estado de cosas, sobre el que tenemos un poder variable de cambio, pero un estado de cosas al fin y al cabo. Cuando uno comprende que esto es lo que hay comprende a su vez esta historia de jugar con los elementos para producir un cambio. Y entonces comienza la diversión, que no es sino otro el sentido de la vida.

Por mucho que me coma la cabeza, voy a terminar en el mismo punto de partida, del cual no me he movido nunca a lo largo de los años. Siempre he estado en el mismo sitio, ¿cómo voy a hablar de victoria o de derrota?

Y ahí comienza el juego. Cuando llegan los agujeros me invento algo. Algún juego, alguna chorrada. Me invento un juego. Me invento una campaña de sensibilización, por ejemplo. Hago los logotipos, diseño una web con ello. Redacto formularios y documentos, hago toda la papelería de la campaña. Me divierto un rato. Lo importante no es lo que se hace, sino cómo se encuentra uno cuando lo hace. Y yo, mientras invento, estoy feliz. Que me digan lo que quieran, a mí eso me basta. Una forma de vida de la depresión y la derrota. Lo único exasperante de la depresión y la derrota es que paralizan. Lo que hunde es el estar paralizado, como un conejo ante los faros de un coche. Da igual estar aquí o en cualquier otra parte. Así que, ya que estoy aquí, voy a hacer algo. Todo será perfecto si me echo unas risas mientras tanto. Algún día podré decir «he hecho todo esto». Porque esa es la depresión final de los agujeros cuando uno no se pone en movimiento, que con tanta tontería del sentido de las cosas y la vida, han pasado los años y se han ido vacíos. Y eso es desaprovechar la fuerza que contienen, porque cuando uno es feliz no quiere más, no quiere cambios, no quiere dejar de serlo, pero cuando uno siente la angustia no sólo quiere más, sino que necesita más. No hacer nada sería ir en contra de los agujeros, del combustible de la angustia. La angustia es lo único que nos lleva a buscar, la felicidad busca continuar, mantenerse en el tiempo todo el tiempo posible.

Es mejor jugar. Es mejor no quedarse quieto, tampoco moverse demasiado. Quieto e inquieto, eso es lo mejor. Con el tiempo, pasar el rato se convierte en un modo muy fecundo y jovial de vida. Me podéis decir que es frívolo, pero esta es una conclusión tremendamente superficial, porque cuando uno hace algo está realmente implicado con lo que hace. No es substancialmente importante que uno cambie de ocupación según vayan viniendo. Vivo todo a lo bestia, pero nada para siempre. Cuando uno determina un juego de una vez y para siempre, se convierte irremisiblemente en esclavo de las cosas.

En un necio.

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