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mucho más lejos

Llegué a ti convencido de mí mismo.

Cuando llegué a ti estaba convencido de tener un
beso en cada labio
y un dolor en cada daño.

Te cogí las manos para contarte mi derrota
como si fuera lo que es,
y dentro de tus ojos,
dentro del olor de tus pupilas,
en esa franja de tiempo que ya no es tiempo,
me di cuenta de que no tenía nada que contar.

Nada que no pudieras asimilar con creces.

Así de sencillo me di cuenta de que el daño estaba hecho,
pero no había ningún dolor.

En tus ojos vi una pistola apuntando a mi sien.

En tus ojos vi que podías comprenderlo todo sin esfuerzo.

En tus ojos vi que podíamos amarnos como perros
si eso fuera algo.

Que podíamos golpearnos perdiendo el sentido,
podíamos llegar tan lejos como quisiéramos.

Comprendí que eres capaz de acompañarme en mi derrota
hasta que hoy no queden guerras santas que librar, comprendí
que eres capaz de ir conmigo allí donde mi
ignorancia
quiera llevarme. Comprendí toda la huída, todo el dolor,
todo el camino. Mi camino.

Comprendí que lo harás por mí,
que tú has comprendido ya, pero yo no.

Comprendí por qué las tardes con la cerveza,
por qué los días persiguiendo el sueño de no acabar nunca,
por qué me miras cuando bebo como si no hubiera mañana alguno.

Por qué me coges del costado y me peinas.
Por qué me aprietas la mano cuando me pierdo.
Por qué después de hacerme el amor sólo quedan más y más besos.

Por qué me dejas tu regazo como si aún fuera un niño.

Por qué me acompañas hasta que no quedan calles,
borrachos por Tribunal,
ahíto e insatisfecho al mismo tiempo,
lleno de calles y de caras,
falto de calles y de caras,
por qué dejas que mi rabia te impregne,
a ti y a todo.

Por qué nos miramos cuando estamos esperando el metro
y me dices
«te quiero, niño». Después de vomitar
las esquinas
y perder el sentido y remontar la corriente de los bares que cierran
y de esperar no esperar
y de gritar cientos de pérdidas en brazos y abrazos
y de aferrarte
para llorar,
para no dejar de llorar en tu regazo.

Estás esperando que llegue.
Sabes que lo haré, que sólo necesito escupir tan lejos
que jamás pueda pisar mi saliva.

Y, mientras tanto,
me abrazas, me acompañas y esperas.

Después de comprender eso,
sólo pude abandonarme a ti.

Dejar que tus cuidados
curen las heridas que siempre tuve.

Dejar que tu lengua limpie.

Mientras tanto, tú me miras.
Estoy aquí, he comprendido.

Lo sabes, tus ojos brillan.
«Estás tan cerca, niño…»

Mientras te quiero Madrid amanece
entre las toses, las flemas y los ronquidos
de la gente que compone todo.

Estoy cansado después de toda la noche bebiendo.
Me acuesto en tu hombro en el autobús.

Cierro los ojos.
Estoy tranquilo.

Poema 1 de “A la izquierda, el Coliseo”.
Libro primero de “Pares sueltos”
© 2006 café & cigarro editores.

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