No hace mucho tiempo, estaba en un aeropuerto en medio de ninguna parte en el Atlántico, sintiéndome feliz precisamente por no figurar en lista alguna. Leía mis apuntes de pedagogía con un café con leche fumando chesterfield. Hacía tiempo para coger el siguiente avión.
Años después/años antes, acabé COU sin tener ni puñetera idea de dónde ir ahora.
Recuerdo que dejé mi maqueta en alguna parte y me llamaron, y me fui con la guitarra a un estudio de grabación. Me metieron en un despacho y pusieron mi maqueta (grabada con un micro colgando de la lámpara en la doble pletina de mi hermana), y después me dijeron que le hacía falta más calidad, y que ponían a mi disposición (previo pago) un grupo y un estudio. Me olió mal y me largué de allí para no volver nunca. Hasta hace un par de años siempre recordaba el nombre del tipo, un italiano regordete y medio calvo.
Cuando derrapaba sobre los talones en las cárcavas de la montañita de al lado de mi casa siempre me sentía peor que todos los demás, menos malo, menos sabio. Intentaba no escuernarme al mismo tiempo que bajaba más rápido que nadie sólo por llenar ese agujerito en mi orgullo que me dolía más que estar ileso.
Álvaro me hablaba de los griegos en su casa y yo deglutía copas de ron con coca-cola, simplemente por causar buena impresión. Quería el curro de camarero en una sala de bailes de salón. Salí de allí tranquilo, pensando que el tipo era un imbécil, pero que el curro no estaba mal para seguir estudiando un año más.
Cuando conocí a Goyo mi vida cambió, de una vez y para siempre. Me metí en la Gregoria después de haber jurado y perjurado que jamás volvería a trabajar en hostelería. Allí conocí a gran parte de lo que es mi círculo actual de buena gente. Viví cosas que no olvidaré jamás, aunque me empeñe, y conocí a Nati, que después se despeño con su clio en una carretera perdida de Galicia. Me negué a entrar en la sala del tanatorio, y seguramente hice bien.
En Castilblanco me tomé el primer botellín, que me supo a victoria. Nunca lo he entendido, pero esa sensación nunca me ha abandonado del todo. Se ha hecho más cotidiana, pero sigue igual de potente.
Caminaba con Margarita por Alcobendas, y siempre veíamos a un vecino suyo o a un vecino mío. Yo me cambiaba de acera y le echaba miraditas indecentes que ella me respondía con nerviosismo. Después, cuando la alarma vecino había pasado, nos cogíamos de la mano. Paseando por el parque Cataluña, ví a mis colegas en lo alto de la torre, mirando. Recuerdo que pensé que eran unos imbéciles, pero siempre he tendido a pensar demasiado. No recuerdo por qué la dejé, sin embargo.
Recuerdo una noche en la terraza de la casa de mis padres, pensando y fumando un cigarro. Les acababa de decir que me iba a vivir a Canarias, y no les gustó demasiado. Me senté allí y fumé un cigarro detrás de otro, acobardado. No me iba precisamente por amor, pero eso lo supe mucho más tarde. Lo que recuerdo de esa noche es que tenía, en medio del estómago, la misma sensación que cuando acabé COU. Me fui por no saber dónde estaba, y no por ninguna otra cosa. Me fuí satisfecho. No sabía a qué algo, pero iba hacia algo.
Cuando me despedí de todos en la cafetería tuve que salir corriendo. Al doblar la esquina estaba llorando como un niño. Seis meses de compañeros se esfumaban en un sólo minuto. Al día siguiente cogí un avión, tranquilo.
Hice el amor, o lo que fuera, en el baño de Ra. No me llamaba nada la atención hacer el amor en el baño de un garito, pero quería saber lo que era. Lo más terrible es que hoy comprendo que lo único importante era el hecho de estar allí haciendo el amor, o lo que fuera, porque a ella no la recuerdo. No sé quién era. Me pasé un año pensando que quizá había cogido algo, de cuando en cuando.
En el Ra también mentí, y dije que había compuesto allí «piedras». Me invitaron a cerveza durante más de un mes. La casa de Paco y Salva, en la misma calle de su garito, era el lugar donde iban con las tías cuando lo cerraban. Yo tocaba la guitarra. No siempre.
¿Cómo se llamaba el tipo de Torrelaguna? Estuve un curso completo jugando al mus con él y con el pacharán.
Estuve cinco días trabajando en una imprenta, a través de una ETT, ensobrando y apilando cartas del pp para el país vasco. Me hacía miraditas una de esas chicas que siempre me rondan y que nunca, por mi naturaleza estúpida, me hacen sentir nada: sensatas, coherentes, sencillas, maternales, lineales. Con una mujer de estas uno puede vivir tranquilo la vida entera. Supongo que no tengo ninguna gana de vivir tranquilo nunca, porque jamás les hago caso.
Me contratarón para conducir un toro en otra empresa de artes gráficas (nunca he comprendido por qué llamar arte a pasarse el día alimentando de papel una máquina, o apilando ese papel ya impreso en cajas en un palé). Tiré un par de veces las hojas para encuadernar, porque sólo había conducido los toros de continente, que de puro viejos respondían por el más inmediato instinto de la reiteración. Cada vez que yo tiraba un palé, paraban la producción y todos me ayudaban a colocarlo de nuevo. Y todos me miraban indistintamente mal: yo cobraba más que ellos por hacer un curro más interesante y más relajado sin tener ni puta idea. No me lo perdonaron nunca, y cuando me echaron, quince días después, todos tenían una sonrisa en la mirada del tipo: te lo mereces.
El galego con el que trabajé limpiando los suelos de una fábrica de helados me invitó a su cumpleaños. Cuando llegué con la chica con la que salía me encontré que no había más gente que nosotros dos, el galego y su sobrino. Comimos las últimas ofertas del lidl, me tomé toda la bebida que tenía allí mi compañero de trabajo, y tuve una bronca gordísima con la chica que no recuerdo porque estaba borracho.
Caminando con alguien a Mazo para hacer la compra, me gritaba preguntándome si era una ninfómana, porque yo últimamente no tenía muchas ganas. Al doblar la esquina había tres viejas, sentadas en un banco, que se nos quedaron mirando con una sonrisa malévola y divertida en la boca. No recuerdo si nosotros nos reímos o nos cabreamos aún más, enfrascados en la lucha.
Después, ese día u otro, se nos hizo de noche caminando de regreso a casa. Afortunadamente, y por casualidad, vino su madre, nos recogió y nos depositó en el hogar dulce hogar. Colocamos todo e hice la cena. Después nos acostamos.
Años más tarde el que quería hacer el amor era yo, reafirmando la teoría de que los círculos se completan.
Después de un fin de semana en Salamanca, reunido con el Consejo de Ancianos por otros temas, le mandé un mensaje invitándola a cenar. Ella me contestó que ya había quedado y que nos veríamos. Le respondí que yo no lo tenía tan claro, porque me había costado seis meses de pensamientos sesudos y un par de cervezas esta primera invitación. Ella me respondió que las segundas cuestan menos. Al día siguiente me envió un mensaje que, por puro miedo, no fui capaz de leer hasta el domingo. En él decía «quedamos a las seis en la puerta del vip’s». En seguida le respondí diciendo que la tarde anterior había sido un maremagnum de confusiones y la invitaba a tomar un café ese mismo día. Ella tenía la memoria del teléfono llena y no lo recibió hasta el día siguiente. El miércoles pasado hicimos un año y dos meses, y el martes nos vamos a Roma. La quiero con la locura serena que da el estar de vuelta. Pero con locura. Pero con serenidad.
Piezas dispersas que encajan a duras penas.