La primavera parece querer llegar pero no lo hace. O quizá es que se me ha olvidado qué es, con eso de que las estaciones pasen del verano al invierno y de este otra vez al verano. Quizá ese quiero y no puedo, te hago sol pero te lluevo, hace calor hace frío te asas con tanto abrigo te hielas con tan poco abrigo, es lo que siempre ha sido aunque la costumbre no me haya dejado darme cuenta.
La suerte de tener una terraza grande (esta es algo más de la mitad del resto de la casa, lo cual no quiere decir mucho porque todo es pequeño aquí menos la planta callera, la tele que no uso y mi cuerpo) es que puedes tener tu pedazo de calle al lado de la puerta del dormitorio, del salón, de la cocina. Puedes salir y regresar en tres segundos si llueve, si hace viento, si la cosa se pone desagradable. Puedes estar dentro y fuera como si pudieras teletransportarte sin pasar por bajar escaleras mirar el buzón saludar al vecino abrir puerta. Llueve, ok. Abrir puerta saludar al vecino mirar de reojo al buzón subir escaleras. Mucho más inmediato.
La suerte de tener tu propio pedazo de calle es que puedes sobrevivir tanto en un confinamiento como cuando es primavera y el tiempo está loco porque ella parece querer llegar pero no lo hace —o quizá es que ya se me ha olvidado cómo es y lo normal es que sea así, dentro y fuera, allí y aquí, omnipresente y en ninguna parte—.