Cada vez encuentro más atractiva la idea de programar, ese mundo matemático en el que si se aceptan las reglas lo demás se simplifica. La pelea cansa. La perspectiva, la competitividad, el miedo, el egoísmo que hace sencilla y deseable la mentira e imposible la comunicación. Es un caer en el aire intentando aferrarse con las manos a ideas, datos y sentimientos que a la hora de compartirlos se escapan entre los dedos por mucho que los aprietes contra ti. De hecho es en ese contra ti donde aparece el problema.
Lo único que se puede escribir son descripciones. Los demás harán con ellas lo que les dé la gana, pero ya estará hecho. Describir lo que ves, hacerlo.
Pero, cuidado, no puedes hablar de nadie, no puedes dar lecciones, no puedes enseñar nada: no puedes porque nadie puede. Sólo puedes describir y describir y asumir que quien te lea no va a dar un duro por ti a menos que ya lo diera de antemano o que entienda que le hablas de algo que él ha vivido. Y asumir también que no lo va a entender, que por mucho que lo intente y se esfuerce se estará convenciendo de estar haciéndolo mucho más de lo que lo estará consiguiendo.
Aunque es verdad que hay otra cosa tan interesante que da miedo, que se convierte en una certeza de mirar el abismo nada más ponerse con ella. Hablar del proceso. Eso sí que sería algo de lo que poder decir, donde poder comprender. El proceso de cómo se crea y se destruye lo que se difumina. No de ningún lo que concreto o singular, sino sólo de cómo.