Cuando uno está triste hace canciones tristes. Pero cuando uno está realmente triste hace canciones alegres que llevan el poso de la tristeza, motivado por el instinto más básico de supervivencia. Igual que el caracol en el cubo de caracoles que mi abuela mataba de hambre en el pueblo para que limpiasen sus intestinos, uno siempre intenta salir, largarse, hablar desde fuera de lo de dentro. Para recordar el sacrificio y hacer que se recuerde uno tiene que sobrevivir primero. El caracol que se quedó cantaría melodías preciosas e irrepetibles, pero fueron melodías que hirvieron en la cazuela y nacieron y desaparecieron ahí mismo, melodías de las que no quedó nada para el recuerdo.
No es que la tristeza tenga que perdurar, claro, intento explicar que de hecho lo más habitual es que no lo haga.
Digo igual porque es igual. Porque nada que la mayoría de la gente no quiera recordar va a recordarse nunca. A todo el mundo le gusta cierta dosis de tristeza, cierta cosa que vivir desde la calefacción y la comida y el curro que nos haga sentir de algún modo vivos. Esa comedia y ese drama consentido y permitido en ciertos rangos contribuyen a la percepción del mundo siguiendo esta regla:
La belleza hace del mundo un sitio más feo.
La fealdad hace del mundo un sitio más bello.
Así que cuando uno está triste, realmente triste, hace canciones hermosas, alegres, preciosas. Revienta contra ellas ese poso. Las estalla contra él.