"¡Corre, corre, corre!", me decían. Y yo volaba como me imaginaba que haría el viento y me alejaba dando grandes zancadas dejando todo aquello detrás, ganando metros segundo a segundo. "¡Corre, corre, corre!", escuchaba detrás de mí. "¡Corre, corre, corre!", oía cada vez más lejos. "¡Corre, corre, corre!", amortiguado por la distancia. "¡Corre, corre, corre!", repetían los ecos en las piedras. "¡Corre, corre, corre!", escuchaba hasta que no oía ya nada. Y entonces paraba. Me giraba. No había nada. "¡Corre, corre, corre!", reverberando en mi cabeza, más alto según iban enmudeciendo. "¡Corre, corre, corre, no dejes de correr, corre, no pares, sigue corriendo!", desde entonces hasta ahora. "¡Corre, corre, corre!", poniendo metros en medio como si tener fe en ellos los convalidara como una medida de distancia. "¡Corre, corre, corre!". "¡Corre, corre, corre!". Corre. Corre. Corre, siempre corriendo.