—La gente es muy gilipollas —le dijo el tipo—. Yo mismo lo soy.
Había decidido tomarse una cerveza. Había salido de casa y se había metido en el primer sitio que vio abierto. El cliente que estaba sentado a su izquierda le habló inmediatamente después de pedir.
—Ah, cerveza. Muy buena elección. No puede ser mejor.
Se giró, le sonrió y miró hacia delante dando el asunto del saludo por terminado. Pero el tipo no.
—Vamos, que yo me estoy tomando un vinito, pero seguro que si no hubiera sido eso me habría pedido una.
Él buscó un cigarro en el bolsillo del pantalón y se lo encendió.
—Porque es trigo, ¿no? O cebada. Una de las dos es, seguro. Algo que ha nacido de la tierra no puede ser malo, estoy seguro.
El camarero le trajo la cerveza y unas aceitunas.
—Las aceitunas están buenísimas. Tienes suerte. Yo tampoco puedo quejarme, tengo patatas. También nacen de la tierra, claro. También ellas.
Dejó caer la ceniza en el cenicero, le dio un sorbo a la cerveza.
—Si nos parásemos a pensar todo lo que le debemos a la agricultura nos volveríamos locos. Alucinaríamos de todo lo que nos da el suelo sin pedir nada a cambio. Plantas unas semillas, lo riegas un poco y al cabo de un tiempo te llevas lo tuyo. Y todo gratis.
Se estremeció, se arrebujó en la camisa. Del siguiente sorbo se acabó la mitad de la caña. Veía la mano del tipo rodear el vaso de vino y girarlo sobre la barra.
—Mientras tanto nosotros hacemos lo que nos viene en gana, no somos agradecidos. Todo eso del cambio climático. Todo lo que puedes oír en las noticias que el humano le hace a los animales. Nada agradecidos, la verdad.
—No tengo dinero —intentó.
—Ya, yo tampoco. Me da para unos vinos de cuando en cuando. Me gusta bajar aquí. Siempre se conoce a gente interesante.
—Claro.
Se giró para echarle un vistazo rápido, él le estaba mirando. Volvió a mirar hacia delante.
—Pero claro, interesante como pueden serlo los granos de arena de la playa. Somos un montón y muy parecidos, y sin embargo… siempre hay diferencias, aunque no lo parezca a primera vista.
Pidió otra cerveza.
—Todos iguales, todos pensando lo mismo. Y todos diferentes. En la cabeza de cada uno creo que hay un universo completo de pensamientos, de formas de ver el mundo. Un montón de modos de mirar las cosas.
Apagó el cigarro en el cenicero.
—Y a la vez tan parecidos. Seguro que en todos nosotros hay las mismas mierdas.
—Preferiría tomarme la cerveza en silencio.
—Claro, por supuesto.
Encendió otro.
—Yo prefiero hablar. Es un buen ejemplo de lo que te decía. ¿Tú quieres estar callado? Pues si me preguntas creo que tienes todo el derecho del mundo. Poco tiempo hay como para andar con tonterías. Si uno quiere estar callado, lo está y punto. Si uno quiere hablar, habla.
Miró al camarero, metía vasos en un lavavajillas bajo la encimera detrás de la barra.
—La gente es muy gilipollas —fue entonces cuando lo dijo—. Yo mismo lo soy. Soy un buen tipo, y al mismo tiempo soy más gilipollas que cualquiera. Una especie de rey. Un niño prodigio. Pero bueno, cada uno lleva lo suyo. Uno siempre tiene que dar gracias, porque siempre podría ser peor. Supongo que hay un pobre hombre que es el que tiene la peor suerte de todas y no tiene nadie a quien mirar, pero nos conformamos con poco. A veces lo hacemos sólo con no tener la desgracia que tiene el vecino, aunque sea más soportable que la nuestra. Es la suya, y eso nos vuelve locos de alegría, no es la que tú tienes. No se puede tocar fondo si no lo hay, ¿no?.
Y se calló. Él acabó la cerveza despacio, pagó y se fue. Lo había olvidado todo antes de salir por la puerta.
Años después lo recordaría en una sala de espera pequeña y destartalada. Esperaba mientras un técnico revisaba su coche para pasar la ITV. Se sentó, nervioso, en una silla de plástico. Alguien entró, saludó y metió unas monedas en la máquina de café.
—Menuda tarde, ¿eh? Qué viento que hace. Menos mal que podemos meternos aquí y entrar en calor.
Se sentó a su lado.
—¿Qué, viejo, el coche?
Sonrió.
—El mío tiene un montón de años. Todo el mundo me dice que debería cambiarlo por uno nuevo, pero a mí me da algo. Bastante tardé en acostumbrarme a éste como para empezar con otro lleno de botones y de cacharros por todas partes. Un coche debería ser algo que conduces para ir de un sitio a otro, nada más. Cada vez que montó en uno de esos nuevos pienso cuánto tiempo tardaría en estropearlo todo dándole a un botón que no debo. Luces de alarma por todas partes, visita al mecánico para reparar por una pasta algo que no entiendo. No, señor, no, estoy muy a gusto con el mío. Tiene sus manías, pero yo también las tengo. Nos hemos hecho el uno al otro, claro que sí. Cuando el pobre no pueda más lo cambiaré, cuando ya no dé más de sí. Al fin y al cabo es lo que hacemos un poco con todos, ¿no?
La cabeza empezó a martillearle fuerte en las sienes.
—Por ejemplo mi cuñado, tiene un modelo nuevo carísimo y no le sirve para nada útil. Cuando vamos a la parcela no lo puede meter por los caminos, no lo quiere lavar en el automático porque se le ralla la pintura, no quiere hacerle demasiados kilómetros porque se le dispara el seguro, no…
—¿Por qué lo hacéis?
—¿Perdón?
—¿Por qué no dejáis de hacerlo?
Nunca había sido. Pero de repente siempre.
—¿Nos conocemos?
—No creo…
—¿Entonces por qué?
—Pero…
El tipo le miró con la cara desencajada. Cabreado, pensó. Se levantó y salió fuera. Le vio salir con pasos largos y dando un ligero portazo. El viento le despeinó, aferraba el vaso de plástico con ambas manos. Le pareció que miraba alrededor buscando algo.