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la nada más cercana

A José Luis, a mi padre.

Antes de darme cuenta estaba rematadamente loco, sin remedio. Perdido en una aparente inmensidad, desconectado de lo que suelo considerar real. Lo real es un juego, creo.

Tú pelabas patatas, o judías, algo. Estabas pelando ese algo sobre un paño, en la mesa del salón, enfrascada en la tarea mientras yo hacía que miraba por la ventana para poder mirarte como me diera la gana. Eran días de descuento, tiempos extendidos que no se dan cuenta de que han dejado de existir y que ya sólo recuerdan, a modo de ecos, otros tiempos que sí. Que sí vibraban, creo. Pero por aquel entonces yo no sabía nada y sólo lo sabía el tiempo, carente de brillos, el mobiliario, el cuchillo que empuñabas y, seguramente, tú. Sí, tú debías saberlo por aquel entonces, como siempre has sabido. No es una mitología ni una especie de romanticismo idiota, es simplemente que tú siempre has estado más en el mundo de lo que yo jamás he conseguido: un universo de absolutos, un asunto de absolutos, un reino de absolutos en el que todo significa algo conocido. Quizá absolutos es demasiado y pueda decirlo simplemente como una opinión para cada sujeto, que se puede tomar como referencia para vivir. En la ventana pasaban cosas, vecinos, coches, ruído, pero a quién podía importarle aquello con todo eso dentro, apretujado, comprimiendo las paredes como la pena cuando parece que te va a reventar el pecho de dentro a fuera. Probablemente exactamente así.

Pero vamos, que yo estaba loco, y que todo aquello revoloteaba por mis fosas nasales como si no hubiera más en la vida que entrar y salir de mis pulmones. Encendí un cigarro un poco por costumbre y un poco por desenfocar la escena, enbarullarla. Estaba loco de mil demonios por mil motivos, aunque ninguno de ellos se aproximaba ni remotamente al único por el que debía estarlo. Bueno, eso pienso al menos ahora. Entonces era otra cosa, no era el mismo tipo. No disponía de la información completa, no podía hacerme una composición de lugar que realmente mereciera la pena. El humo del tabaco se me enredaba en el pelo y al librarse salía disparado al techo, donde disfrutaba de la ventaja de la perspectiva y, serenamente, comprendía antes de evaporarse en el ambiente.

Con el cenicero entre las macetas, haciendo gimnásticamente el movimiento de tirar la ceniza de cuando en cuando. Levantando el brazo sin dejar de mirarte por el rabillo del ojo, pelando aquello que iríamos a comernos luego. Yo qué sé. Era suficiente con mirarte un rato, despacio. Ver la minuciosidad de tus facciones, de tu cuerpo, el detalle absoluto de cada curva, de cada línea. Algo así de completo, sin memorizar para luego, sólo explorando con mis ojos la orfebrería del contraluz de tu espacio sobre el espacio circundante. No sé si lo consideraba hermoso o no, porque era diferente. No era bello porque no era esa la categoría, era todo. En ese momento tú eras todo lo que mi cerebro podía percibir como lo real, lo único que podía capturar mi atención de ese modo.

Fue fácil comprenderlo cuando terminaste, recogiste las mondas de lo que fuera aquello en el paño, me miraste un segundo y te fuiste a la cocina, llevándote todo lo existente contigo. Como quien tira de un mantel o algo así, o como quizá el efecto de un agujero negro: cuando saliste por la puerta te llevaste absolutamente todo contigo. Ni macetas, ni salón, ni mesas ni el cigarro —me quemé los dedos, así que debió ser más un efecto visual o psicológico que un hecho real, sea lo que sea eso, en el mundo real, sea lo que sea eso. Cuando saliste por la puerta no quedó nada detrás, como si hubieras hecho una destrucción meticulosa de lo que existe o, de otro modo más preciso, como si todo lo que existe hubiera decidido irse contigo.

Y ahí llegó la primera angustia, la chiquitita, la menos importante de las angustias que, con el tiempo, iban a empezar a formar parte de mi vida como compañía. Un universo mancomunado que, de repente, se esfuma en un gesto y me deja perdido en medio de nada sin ser capaz de reaccionar de ninguna forma. Al fin y al cabo yo sabía que estabas en la cocina, por lo que esta desolación no podía ser definitiva, era cuestión de esperar para volver a ver la luz rebotando en las cosas y entrando en mi retina. Mi cerebro demandaba datos. Los cerebros hacen eso.

Me recompuse. No podía ofrecerte esa imagen a tu vuelta, así que seguí mirando por lo que debía haber sido la ventana, aparentando escuchar los ruidos típicos del barrio en una tarde de verano en medio de un calor abrasador.

Eso era todo, creo. Todo lo que necesitaba contar ahora mismo.

Un poco abrupto quizá, pero al fin y al cabo fue más o menos eso, volviste al rato, volvió todo contigo, recogí el cigarro de donde había caído en el suelo y lo tiré al cenicero. Cuando te miré habías encendido el televisor y estabas mirando la pantalla fijamente. Y el universo al volver trajo consigo la intuición de que estos tiempos eran tiempos extendidos. Tiempos eco de otros tiempos que estuvieron vivos. Joder, ahí sí que puedo decir que estuve loco como mil demonios por un sólo motivo poderoso, ineluctable. Algún día te irías en medio de estos tiempos de descuento y te llevarías irremediablemente todo contigo. Una simple frase que debió salir de las macetas o entrar por la ventana y alcanzarme en medio de mi deficiente comprensión de lo real, partiéndome por la mitad. Así que antes de darme cuenta estaba rematadamente loco, sin remedio. Empecé a jugar con las manos para intentar hacerme un mundo de barro en el que establecerme cuando todo lo demás hubiera partido. Una tarea imposible, idiota, pero a ver cómo lidias con una certeza tan irrebasable cuando la nada más cercana, el olvido más próximo, está al otro lado de un mundo del que no tienes coordenadas estables.

Cuando años más tarde mi padre murió, alguién sin mucha empatía me preguntó en su funeral cómo se supera la muerte de un padre, en medio de las lágrimas del momento y la emoción subrogada de seguir viviendo a través de la desgracia de otros, de sentirse vivo en la desgracia aséptica de los demás (es inconsciente, no estoy criticando a nadie). Yo ya me sabía las respuestas, porque mi mundo de barro mecido entre mis manos había ido tomando forma y empezado a ser relevante en la escala que sea la que tienen los mundos, o lo real. No se supera nada, se aprende a vivir en otro mundo. En el anterior es ya imposible. El anterior se ha extinguido. El mundo en el que mi padre estaba a mi lado ya no existe en absoluto. Uno coge barro, lo mece entre sus manos, y aunque al principio no es suficiente y el todo ha sido aspirado por la ausencia hasta tal punto que se ha ido para siempre, poco a poco coge fuerza y empieza a ser bastante. Eso no quiere decir que no eches de menos, o que no sientas la ausencia de un modo demoledor, no es una aspirina que te tomas para el dolor de cabeza y el dolor de cabeza desaparece.

Y después, tarde o temprano, viene una nueva ola que se lleva tu último castillo de barro, en el que ahora vives. Y tú empiezas de nuevo. Moldeas. Lloras. Tomas aire. Recompones lo que queda de ti. Moldeas. No dejas de moldear nunca, con ganas o sin ellas, porque sabes que la nada más cercana, el olvido más próximo, está al otro lado de una nueva realidad de la que no tienes coordenadas visibles.

Tomas aire. Conozco este lugar, te dices.

Ya he estado aquí antes.

Y empiezas de nuevo.

(Recuerdo que aquella noche nos acostamos y fue estupendo. Nos quisimos como si el tiempo no hubiera abierto una brecha en nuestras percepciones, como si lo que siempre había sido siempre siguiera siendo lo que siempre había sido siempre. Me abracé a ella con mi nuevo conocimiento, lo que hacía que todo significara mucho más de lo que había significado nunca. Me dormí entre algodones, pensando que quizá me estaba equivocando y que quizá no había peligro alguno de que el mundo reventara otra vez para dejarme en medio de un hecho insoslayable y, por tanto, lejos de la nada en la que anestesiarme, porque uno no deja de pensar en lo definitivo como temporal hasta que lo definitivo no entra en medio del asunto y dice «eh, he llegado y vengo para quedarme».)

Cuando todo desaparece, ni siquiera la nada es viable. Hasta la nada necesita ubicarse, emplazarse, radicarse en algún sitio. Cuando todo desaparece, la nada no está localizable. Todos esos caminos necesitan ser reconstruídos antes de que puedas perderte en alguna parte. Desesperadamente necesitas eso. Sentirte algo. Ser alguien. Encontrar tus caminos aunque sólo sea para perderte en ellos. Aunque sólo sea eso.

cantores

Tipos sentados y tipos depié. Tipos por todas partes. Gente. Al final siempre es lo mismo, TIPOS haciendo cosas por todas partes. Tipas también, usualmente en parejas unos con otras, pero no tiene por qué. Coges un número en la carnicería de lo vivo y lo real y te zambulles en el espectáculo de esperar tu turno. Te toca pagar el seguro del coche. Te toca comprar jamón. Te toca pillar unas cervezas. Te toca conducir. Te toca seguir sudando en la bici. Te toca relacionarte. Eh, es tu turno. Te está tocando ahora.

Dormir pegado al suelo, no dejar ni que el edredón se meta en medio. Un ridículo contacto con el suelo cuando el suelo es el de un tercer piso. NO, amigo mío, no es tierra. Las incongruencias incoherentes de intentar mantenerse vivo uno a uno mismo, de pie sobre tus talones sin muletas ni bastones. Consciente —es un decir—. Tipos, tipos por todas partes haciendo sencillo lo que no tiene sentido, complicado lo que no lo es en absoluto. Tipas y tipos entrando y saliendo y sonriendo mientras charlan en los pasillos, y uno deduce que el despertar es el momento en el que todo se vuelve lúcido y en el que dejará de percibir todo tan confuso.

Dormir pegado al suelo con la sensación de que tampoco está sirviendo realmente de nada, que no está añadiendo ningún puñado de comprensión al asunto. Pegado al suelo, con el ventilador dándolo todo y la puerta del baño abierta. Jurando bajito, respirando lento, intentando cerrar los ojos un tiempo prolongado, el suficiente para dormir algo antes de que todo vuelva a entonar su canto. Y con ello pues eso, el turno, lo sencillo, lo complicado, lo confuso.

nadie es realista

El día medio acabado, yo que sé. Estás ahí metido, en medio del bar, pidiéndo el tercer o el cuarto orujo después de la comida, sabiendo que todo va a terminar pronto. Lo que des de sí. Lo poco que te queda, que vas a aguantar. Nunca me ha gustado el tema del vino, los orujos, los cafés, demasiado ranciete. Demasiado de comercial de los setenta, los ochenta, los noventa, los dos mil, de hoy, llevando de putas a los clientes para firmar el contrato, demasiado de gente que no tiene ni puta idea de cómo vivir y se fascina con cualquier mierda que les transmita una leve brisilla de aventura. Sentirse vivo es una cuestión tremenda de perspectiva. Brutal de perspectiva. A mí también me pasa, el vino entra bien y va caldeando la cosa, la conversación, la comida de más, el humo del cigarro, el café, los orujos. Los orujos son psicotrópicos, pierdes la memoria, te dejas llevar, sales de tu cabeza. Te pierdes, puedes dejar de aguantarte un rato. Que ya puedes llevarte bien contigo mismo, pero… ¿a quién no le viene bien un descanso de cuando en cuando? Sales por la puerta con la sensación de que todo es posible, cuando lo único posible es que te vayas a casa, te tumbes en el sofá y te esnuques contra él. Y de ahí en adelante nada, dolor, tiempo perdido. Claro que a veces pasan cosas. Claro que a veces te pillan más dispuesto a afrontarlas debido precisamente a esos dos, tres sorbitos de alcóhol herbolado, claro que es posible que todo cambie en algún momento porque, y esto sí que es verdad, cuando te sientes en el centro de lo que sucede estás en el centro de lo que sucede. Y de ahí lo demás, la superposición, el levantarse, crecer, pelear a la contra, superar la adversidad, todo ese tipo de mensajes de autoayuda que se repiten una y otra vez rebotando contra nuestros oídos con la persistencia del soplo que sopla y… bueno, eso es todo. A eso se limita. No te falta nada que te vayan a aportar esos 20 mililitros, y todo lo que te aportan te lo estás engañando tú mismo. Pero funciona, qué estupidez. Incluso cuando has reconocido al lobo bajo la piel del cordero, cuando sabes qué es lo que está sucediendo, sigue funcionando bien engrasado, correcto. Es como si el panadero pensara que las barras las trae un ángel cada mañana en un cestito, de madrugada, mientras amasa. Es algo así de precario, de inconsistente, de temerario. Sí, temerario. Es delirante permitir ese control sobre uno mismo. Sí, otro, claro. Nunca es demasiado, capullo.