No era tan complicado
no decir nada:
No tenía misterio.
Ni casi fuerza, ni
la brutalidad casera
del buenos días
anodino,
el «te quiero» resorte,
pregrabado en pequeñas muescas
en los dientes
desde los que
la lengua
arranca
el trino.
¿Dime? Por la tarde. Después. Paso yo a por los huevos, te recojo desde allí y ya vemos. A ver si recuerdo sacudir la alfombrilla, que sigue llena de tierra. ¿Enchufar el ambientador no estaría de más, no?, no creo que vaya a perfumar desde dentro de la caja. Creo que lo dejé en la mesa, debajo del cenicero, para que no se volara. Hace tiempo que no le veo. ¿Llego la carta del ayuntamiento? Seguramente el viernes, pero tengo que llamarle primero, que no nos pase lo de siempre. Nah, ya le dije que no era posible, que si le cambio el día al final me va a tocar a mí librar un martes o un miércoles, ¿y para qué quiero yo eso? Te lo diré el jueves. Un beso. Cierra tú que mi llave va fatal, no le des la última vuelta que un día me quedo fuera.
Era tan sencillo
no decir nada
que había que hablar todo el tiempo
para no perder el equilibrio.