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precisión

1.

Estaba cansado, deshecho, triturado. En un estado casi agónico me levanté de la cama intentando hacer café, lavarme las manos, mear el rato necesario, mirarme poco en el espejo, lavarme las manos de nuevo y volver a vigilar el café en el fuego. Me levanto roto porque las cosas eluden mis intentos de entenderlas con una convicción abrumadora, y llevo tanto tiempo jugando al cucú-trastrás con la realidad que creo que empiezo a agotarme. Y eso era lo esencial entonces, que estaba esencialmente cansado, de una manera profunda y laboriosa, un cansancio hecho con años y de muelas trabajando el mismo trigo una y otra vez, sin descanso, una y otra vez. Como si dos mundos colisionan el uno sobre el otro y sus fuerzas gravitatorias no permiten que dejen de golpearse metódicamente, dando como resultado una demolición profesional exacta, mecánica, acabada.

Precisión. El punto y la llave es la precisión. Puedes dar vueltas sobre esto durante toda una vida completa y no andarás cerca de echarle un ojo al meollo si pierdes de vista el asunto de la precisión. Eso es lo que creo. Es más, eso es en lo que creo. No importa la cantidad de veces que haya visto a los niños en el parque dándole duro a la pelota y gritándose “¡pasámela, coño!”, no importa en absoluto, porque la precisión de relojero de la gravedad de la vida incrementa la fuerza de rozamiento de tal modo que cualquier alma queda irremisiblemente convertida en una masa de sueños tumefactos, eso es un hecho observable por cualquiera, a poco que no olvidé el corazón y una libreta.

Corazones y libretas. Cosas que llevar encima haga el tiempo que haga, aunque diluvie.

2.

En aquella cafetería estábamos los dos mirándonos a los ojos mientras yo tenía que anotarlo todo en servilletas, un descuido puntual. El sol que sale cada mañana nos había pillado en baja forma y en mi habitación de piso compartido no cabíamos los dos a menos que estuviéramos tumbados en la cama, y aunque yo no tenía inconveniente alguno tú querías comer algo, y por eso salimos fuera y cambiamos el almizcle cargado de mi cuarto por el aire de la calle y éste por el pestazo a churros de aquella cafetería en la que, sentados, nos mirábamos a los ojos y hacíamos bromas sobre la noche pasada. La noche pasada tenía el mismo poder evocador que la niñez, por ejemplo, porque inconscientemente el recuerdo es un aliado infalible que se ocupa por nosotros de limar las asperezas y durezas callosas de lo real para formar nuestra propia realidad, reconfortante, amigable y calentita, como haría un mayordomo eficiente o un amigo del alma. La noche de anoche, que según algunos seguirá siendo siempre en algún universo paralelo y según otros ya es candidata al olvido en varias categorías, volvía a desplegarse metafóricamente ante nosotros con olor a churros y café con leche, que es como deben recordarse las cosas si tienes resaca y alguien de tu interés justo enfrente, y se desplegaba a base de bien llenando toda la superficie disponible entre ambos. Esto no fue así porque tuviera ese poder por sí misma, y mucho menos esas dimensiones de partida, sino más bien por una debilidad estructural de lo que compartíamos, que era exactamente (precisión) nada más. Al no haber nada más se expandió como un gas que no encuentra resistencia alguna, fue un globo que se hinchó para hacer del café y las porras algo meridianamente soportable, es decir, un café y unas porras en animada conversación, sin silencios.

3.

No había sido una mala noche en absoluto, por supuesto, pero aún así el recuerdo tuvo bastante trabajo quitando algunos detallitos insignificantes que definitivamente afeaban el conjunto. Tú sentada en una acera mareada, eruptando bajito, muy discreta, sin poder ponerte en pie por ti misma. Yo intentando levantarte y tropezándome con una azada invisible que pisé por la punta sin darme cuenta haciendo que el mango me tirara de espaldas. Sutilezas. Supongo que hubiera sido curioso tener una cámara con la que grabar la escena en mi habitación diminuta, porque creo que hubiera sido más que aprovechable en algún zapping de madrugada: borrachos como cubas intentando concentrarnos para no rebosar el espacio limitado. No sé cómo las bocas encontraron senos que roer o las manos caderas que ajusticiar, o cómo, o si, entré en ti o no lo hice o no por el tracto al uso. Zarandajas. El recuerdo suple lo que la realidad no es capaz de dar y se completa a sí mismo, autosuficiente.

Pero eso no es bastante en otro punto, en el de el sentido de las cosas. Porque lo necesario para entender algo es la precisión y sin embargo dos cabezas diferentes puestas en una misma situación generan dos realidades diferentes, y así no hay forma humana de ser preciso. Porque si mi recuerdo deforma lo que le conviene en función de mi estado de ánimo y el tuyo hace lo propio contigo y generamos dos universos la precisión es como un tiro al blanco para ciegos sin dianas sonoras. Y así es exactamente. Como cuando me dices entre mordisco de porra y sorbito de café que te empecé a gustar cuando me abrí paso entre la gente para sacarte a bailar como el tipo aquel de Oficial y Caballero. Lo primero es que yo hubiera pensado antes en Dirty Dancing, pero eso es discrecional, y lo segundo es que puedo jurar que yo jamás, ni bordeando el coma etílico, he bailado en ninguna parte y mucho menos he sacado a bailar a nadie. Y no hay modo alguno en el que yo pueda físicamente recordar a Richard Geere en ningún contexto, más que quizá en el de la definición por negación de atributos.

Y cuando te lo digo me respondes un “ah, pensé que habías sido tú” medio tristón. Vaya. No me costaba nada haber intentado dejar tu mundo intacto. El no haber sido capaz de hacerlo envenena un poco el café, que empieza a liberar toxinas que se alzan por encima de la peste al aceite de los churros y forma auroras boreales multicolor sobre nuestras cabezas, que afortunadamente nadie ve. Yo ya las he visto antes. Al terminar el desayuno te acompañé a la parada del autobús y me dije que te volvería a ver, pero la despedida no me dio ninguna certeza sobre ello. Quizá más sobre lo contrario. Seguramente.

4.

Y hoy, con un cansancio de años, de muelas trabajando trigo incansablemente, de planetas mutilándose obligados por la gravedad hasta la aniquilación total, me he levantado de la cama y he puesto café mientras meaba, luego lo he echado en una taza y me lo he tomado mirando por la ventana, donde el aire del mundo exterior pudiera golpearme y enfriarme. He sacado el corazón y la libreta y al repasar notas no he encontrado ninguna línea que seguir, ninguna indicación. Intento salir ahí fuera con una guía de viaje para no perderme pero la verdad es que no consigo escribir ninguna útil. No es que me importe demasiado en un sentido vital o existencial, pero sí me serviría para amortiguar el agotamiento. Puedo seguir así la vida entera, y seguramente termine poseyendo un corazón lleno de habitaciones con vistas caleidoscópicas y una libreta tremenda de referencias a lugares ya inexistentes, lo cual no le quitaría sentido pero sí usabilidad.

5.

Recibo un mensaje de texto en el que me dices que crees que has perdido tus pendientes en mi cama.

Y todo cruje y hace click en un segundo. Y me digo que si los universos son personales y se pueden dibujar quizá deba jugar a dios un poquito. A un dios pequeño, casi sin todopoderosidad. Un dios humilde, limpio y trabajador.

Y despierto a Ana, mi compañera de piso, y le pregunto si puede prestarme unos pendientes un par de días.

Y respondo el texto diciendo que los he encontrado, que te los devuelvo cuando quieras.

6.

Días más tarde torció el gesto cuando vio que no eran los suyos, como si mi cama fuera una estación de tránsito llena de pendientes sin dueño. O, pienso ahora, posiblemente, pensando que se la sudaba que lo fuera pero que quizá fuera algo higiénico por mi parte cambiar las sábanas entre inquilina e inquilina, más que para evitar mezclar pendientes para tener bien estancos los fluidos. La noche última ya no era la anterior y no podía inflarse de ningún modo, así que fue una conversación corta, un mero trámite. Sumariamente: ¡Hola!, ¿qué tal? (suyo, emocionado) ¡Muy bien!, ¿quieres un café? (mío, igualmente emocionado), sí, vete pidiéndome uno con leche mientras voy un segundo al baño (suyo, urgente, se estaba meando), perfecto (mío, pido los cafés mientras vuelve), toma tus pendientes (mío, intrigado), lo siento, estos no son míos (suyo, contrariado), oh, lo siento, pensé qué… (mío, conciliador, movimiento de apertura), no importa, aún así me los quedo, unos por otros (suyo, vengativo, jaque mate).

Un par de “lo pasamos bien la otra noche” por mi parte hundieron un poco más el cascarón en el que estábamos a duras penas mal flotando. El camarero había servido la leche a punto de hervir, así que la pobre hacía esfuerzos por encontrar el equilibrio entre escaldarse la garganta y salir de allí lo antes posible. Yo no hacía más que sonreír todo el tiempo como un desequilibrado, salpimentando la estupidez con algún “lo pasamos bien la otra noche” esporádico más. Me lié un cigarro mientras ella asentía, intentaba sonreír a su vez e iba tragando el fuego del café como podía.

El tiempo hasta que consiguió acabar la taza de una vez fue confuso, y largo.

Tuve ganas de decirle que no tenía por qué acabarse el café, que ya estaba pagado, pero me daba la sensación de que eso iba a aumentar aún más el despropósito. Es normal que alguien se tragué un café hirviendo porque se encuentra incómodo y se quiere ir rápido, es imposible que tú no te des cuenta, pero no está bien poner ese conocimiento en una frase para soltarla acto seguido. Cosas. Supongo que antes de comprobar que los pendientes no eran suyos no tenía por qué preocuparse por la temperatura del café, porque la conversación iba a durar un rato, ahora sin embargo se estaría maldiciendo por no haber dicho, simplemente, “un café con la leche templada”. Me intriga la historia que cuentan los pequeños detalles, y su instinto innegable para la traición.

Fue como ver a alguien reventándose la cabeza contra un muro incapaz de darse cuenta de que la puerta está a medio metro a la derecha. Una imagen frustrante. No lo termines.

Al final terminó. Consiguió vaciarlo todo. Roja por el infierno recién creado en su estómago no me miró a los ojos mientras me decía que tenía prisa y que ya nos veríamos, un par de besos y se va, agitada. Agotador. La tensión. El esfuerzo, el momento incómodo. Un cansancio planetario. Anotación en la libreta con los ojos del corazón, intentando recifrar el enigma para sólo conseguir hacerlo aún más incomprensible.

Y al bajar los ojos hasta la barra del bar veo que se ha dejado los guantes. Sobrecogedor.

7.

¿Se los dejo al dueño del bar o me los llevo? Puesto a ser un dios esforzado, humilde, limpio y trabajador yo me los llevo. Escribo un mensaje de texto, pruebo varios, “tengo tus guantes, no han sufrido ningún daño, te los entregaré a cambio de un café, no avises a la policía, preséntate sola”, me parece de psicópata, “te has dejado los guantes en el bar, si quieres quedamos y te los doy”, tímido y tontorrón, suplicante, “vaya, el destino nos junta de nuevo, ¿tomamos un café con leche templada y te los devuelvo”, básicamente idiota, “te has dejado los guantes, ¿intentamos un café?”, es un comienzo. Deshecho algunos más y termino enviándole “te has dejado los guantes, ¿intentamos un café a ver si éste nos sale mejor?” que no es gran cosa, pero al menos es ecléctico y amalgama los errores de todos los demás. Si no puedes acertar apabulla.

Me responde “espérame ahí, que vuelvo”.

Y me pido otro café. Saco la libreta, repaso notas. No comprendo demasiado, pero es casi ya una rutina seguir intentándolo.

Sumariamente: ¡Hola de nuevo! (suyo, alegre) ¡Hola! (mío, confundido hasta desencajarme, ¿ahora alegre?), ¡qué cabeza tengo! Póngame uno con leche templada (suyo, alegre de nuevo, aún debía tener la lengua abrasada del anterior, yo hubiera pedido hielo) ¡Cuánto tiempo sin verte! (mío, intento de broma, fracaso, ridículo espantoso) Escucha… sé que antes no hemos empezado bien, pero es que al ver los pendientes… (suyo, ¿movimiento de apertura?) Ya, lo siento (mío, interrumpiendo, quiero coger esa apertura y afianzarla), no quiero que te hagas a la idea de que me acuesto con quien sea (mío, interrumpiendo otra vez), en realidad tenía tantas ganas de verte que le pedí a una compañera de piso que me dejara unos pendientes para poder volver a verte (interrumpiendo una vez más, con la mente del ganador porque la frase es demoledora por sincera, romántica y tierna).

Silencio. Mirada al suelo. Levanta la vista.

Sic: Antes creía que eras idiota por ser capaz de meterte en mis bragas pero no de fijarte en mis pendientes hasta el punto de distinguirlos de otros totalmente diferentes, pero al salir de aquí me pareció una estupidez y me arrepentí un poquito de haberme largado. Ahora sé que eres capaz de engañarme sin que te afecte para conseguir lo que quieres, de mentirme. ¿Tan difícil es decir “no, aquí no están tus pendientes, tengo ganas de verte otra vez”? Me largó de aquí, adiós. Por cierto, no me importa una mierda con quién te acuestes y mucho menos si lo haces a menudo o no, payaso (suya, mate pastor).

Caos, sin duda alguna. La precisión es demasiado escurridiza. Y jugar a dios no funciona correctamente.

un filósofo

Un filósofo: es un hombre que constantemente vive, ve, oye, sospecha, espera, sueñas cosas extraordinarias; alguien al que sus propios pensamientos golpean desde fuera, como desde arriba y desde abajo, constituyendo su especie peculiar de acontecimientos y rayos; acaso él mismo sea una tormenta que camina grávida de nuevos rayos; un hombre fatal, rodeado siempre de truenos y gruñidos y aullidos como acontecimientos inquietantes. Un filósofo: ay, un ser que con frecuencia huye de sí mismo, que con frecuencia se tiene miedo a sí mismo —pero que es demasiado curioso para no «volver a sí mismo» una y otra vez.

Fiedrich Nietzsche, Más allá del bien y el del mal, Alianza, 1997. Traducción de Andrés Sánchez Pascual.