Las ruedas y el motor y el vínculo de este blog con la realidad siempre ha sido el museo de metralla verdadero, que es el sitio donde vivo. En este lugar han sucedido cosas dolorosas y alegres, pero siempre cosas magníficas, y durante mucho tiempo ha sido el punto de encuentro de gente que me ha llenado y me ha configurado como soy, que me han hecho feliz y triste y entero y fragmentado en según qué momentos, y sobre todo al final del día sentirme jodidamente querido entre el humo del tabaco, los cercos pegajosos de cerveza y el sonido de guitarras y voces encabronando a los vecinos mientras la noche esclerótica que es esta ciudad vegetaba fuera en sus lentos rieles de lo que siempre es siempre y nunca quiere ser otra cosa.
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Y ahora, por primera vez en once años, me planteo que quizá el museo ya no tiene que seguir existiendo, al menos no en su forma actual (quiere volver a ser potencia). No me refiero al blog, que hace años ya repta como puede en la casi inexistencia sin querer escupir el bocado de una vez, sino a la ubicación física donde todo sucede: el marco donde se da toda posibilidad. Y donde a veces incluso se actualiza. Donde realmente he querido ubicar los parámetros de lo que yo considero factible. Donde me he dado para el que quiera pueda recoger el guante. Donde he recibido al que quería estar aquí, conmigo, pasando el rato.
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Las casas, los lugares, no son nada. Son lo que la gente hace con ellos. Esto es una simpleza, pero no una estupidez. Los sitios no tienen ojos ni oídos y son incapaces de hacer nada con nada. La gente que los ocupa es la que genera ilusiones, movimientos de espirales que fluyen y confluyen unas con otras tejiendo el tapiz de las relaciones humanas. Y esto es el único sentido de las cosas, el único que somos capaces de ver y, sobre todo, entender. De metabolizar.
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Llegué aquí hace once años. No querían enseñarnos la casa porque decían que la cocina era muy pequeña y que había que subir una cuesta tremenda para llegar. Tenían razón, pero sin embargo… esas paredes nos llenaron de posibilidad, y nos quedamos. Mucha gente colaboró en aquella mudanza y cuando se terminó y nos comimos las pizzas llegó el momento de estar solos, sin electricidad, pero con un montón de promesas. Contratamos la luz mínima, y vino un tipo a engancharla. Vio lo que teníamos (termo, fuegos y el resto de electrodomésticos) y nos dijo que con la potencia que habíamos elegido no iba a ser suficiente. Nos miró, nos sonrió, hizo una muesca en algún sitio debido en el interruptor general y nos dijo: esto no ha pasado nunca. Fue el primer signo de que todo iba a salir siempre lo suficientemente bien como para querer contarlo.
Eso es otra medida de posibilidad, más precisa: querer contarlo.
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Vino la enorme Gregoria. Y se fue.
En los años salvajes trabajábamos de teleoperadores de tres y media a diez, y después del curro nos traíamos a todo el mundo a beber y dormir. De aquella época recuerdo que era raro amanecer dos días seguidos con la misma gente. Nos duchábamos y nos íbamos de nuevo al trabajo, de lunes a sábado. El domingo descansábamos. También recuerdo que todo el mundo se confabulaba para que no nos faltase de nada, si se nos rompía la tele alguien tenía una, si estábamos sin sofá alguien nos traía uno. Nano nos trajo la nevera y una olla, y aquello sí que fue una aventura diabólica. Si nos sentíamos solos siempre venía alguien a hacernos compañía y sacarnos unas risas hablando de nada y todo.
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Años después vino la ruptura y el museo tomó otros caminos: los cuatro jinetes (Rous, Miguelón, Marcos y yo). Durante mucho tiempo pasábamos aquí los viernes, los sábados, los domingos, hasta que completamente borrachos nos íbamos fuera para conocer sin pagar. Aún están las marcas de cerveza en la puerta de la entrada de la lata que se le rompió a Rosa, mientras los dos nos escojonábamos apurando las heineken en aquella mañana de resaca cruel. He estado a punto de pasarle una bayeta un millón de veces a esas marcas, pero otro millón me he detenido con una sonrisa y he dejado que la cerveza siguiera donde estaba. Era su sitio. Estaba bien exactamente donde estaba. Sin embargo, en la bayeta estaban fuera de lugar, lo seguirían estando ahora. Desde luego.
El Festimad de «Chechu»…
La gente seguía siendo parte de todo como siempre, y siempre colaboraban. Recuerdo que conté en este blog que se llevaron la mesa del salón y Jara lo leyó, se fue a Ikea y me compró una, y me la trajo. Vino con Cris, no podían quedarse mucho. Le di un abrazo. Y cuando se fueron lloré porque todo el mundo era bueno y no tenía muy claro si yo seguía mereciendo aquello (pero esa es otra singladura que no cabe en esta entrada). Por supuesto, aún sigo teniendo esa mesa.
De esa época son dos asuntos peliagudos que me llevaron arriba y abajo mientras duraron, arriba y abajo hasta que no quedo ni el aire que les sustentaba y terminaron esfumándose como la bruma cuando bajas un poco la cuesta. Mujeres que nunca quise conocer porque no tenía las jodidas fuerzas, y con las que me limité a huir hacia delante pensando que había una puerta que reventar, a ser posible con la cabeza. Cuando quise mirar atrás, no habían podido seguirme.
Esta época también terminó, pero no porque estuviera bien o mal, sino porque todo tiene su momento y si hasta el puñetero sol va a implosionar algún día a ver de qué nos vamos a sentir responsables cuando la vida pasa y arrasa con todo lo que hay para llenar odres nuevos.
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Después vino el club de sabios: Cisneros, Roy, Javi, Ángela y yo. Un descanso meditado. Intentamos saber algo acerca de todo lo que nos estaba pasando, porque los treinta imponen según que cosas. Intentamos hacer un remanso en la corriente de nuestras vidas para centrar lo importante viendo que todo fluye y se escapa siempre de entre los dedos de las manos, esto es: el recuerdo. Aprendí tanto de todos ellos que no comprendo cómo pudo ser que después nuestros caminos divergieran tanto (excepto Cisneros), y a veces creo que fue la misma vida cabreada con nosotros porque no hay que entenderla, hay que vivirla, y las espirales que iniciamos en aquellas largas tardes en el salón del museo ponían en peligro la inviolabilidad de lo incierto. El caso es que me encapriché de N., y eso supuso el final de la época más tranquila y reposadamente feliz de mi vida.
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Y después el trolebús, el buldozzer, la gran ruleta rusa de N. Primero la paz: voluntad ferrea. Alguién con quien no hay que andar con cuidado porque sabe quién es y dónde va. Después el conocimiento (el puto arbol del bien y del mal del que no hay que comer jamás sin atenerse a las consecuencias), después la huesuda verdad, la desnuda carne que desplazado el ropaje no muestra más que un frío y absoluto y ciego silencio.
Ese silencio aún sigue espeluznándome cuando lo pienso. Y cuando lo pienso, lo siento.
Y la gente que naufragó en mis aguas: Santi, Ana, Raúl, Amaya, Ana, Susi, Canta. Y la superviviente del holocausto que yo mismo generé: Pavon, Cris, Raquel.
También fueron los tres años del sindicato. Todos mis compañeros, las fiestas absurdas, las manifestaciones. Tres años de no hacer más que protestar sin que nada sirviera de nada me convirtieron en un descreído. Y fuera del trabajo (y dentro, a veces) las más monumentales, particulares y especiales borracheras que he tenido en mi vida, con kilómetros de diferencia. Ric, la juanita, Merayo y todos los caídos a los que la empresa fue derribando poco a poco hasta reducirles a cenizas laborales, carne de paro. Estuvimos con todos y no pudimos hacer nada, más que decir lo siento. No teníamos poder ni para media mierda. Y a veces ni para eso. Recuerdo las tardes en mi casa planeando modos de cambiar las cosas mientras nos destrozábamos duro con el alcóhol. Eso también paso por aquí. Murió mi padre y Ric me trajo a 180 desde Alcorcón, donde él estaba comprando porros con mi lúcida compañía un lunes a las nueve y media de la mañana. Fue duro.
Pero hubiera sido lo mismo si hubiera estado comprando biblias: mi padre hubiera muerto igual. Eso no hay Dios que lo cambie (nótese la mayúscula y bórrese).
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Después mi camino personal. Mi tercera novela, Hablando sobre Bakunin, que nunca dejó de ser un despropósito anárquico pero que fue terapia-trastero donde almacenar lo que no sabía dónde dejar en mi vida pero que aún no podía tirar; la reflexión solo y las charlas-pedo con Merayo; el camino de dientes torcidos con Hare, ese camino incomprensible que tomamos los dos que va respondiendo al tratamiento y nos va acercando de nuevo; el rápido caer al abismo de Goyete, ainst, que ahora parece regresar con fuerza y ser parte de nuevo de estos nuevos días, con los mismos agujeros pero mucho más sabio; mi ex-alumno de guitarra que se fue y volvió y se volvió a ir dejando siempre un muy buen sabor al final.
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Ahora debería, aunque no hay espacio ni tiempo ya, ni casi detalles que no se hayan borrado, ir rellenando este esquema. Poner caras y recordar a Puri, Ivan, Mari Ángeles, Edu, María (un besazo con toda el alma, donde estéis), todos los psicópatas de la grego (Gabriel, los poetas, la poetisa tonta y demás) y el resto de la gente del resto de épocas de los que no guardo nombres, sólo caras. Épocas.
Y también meter a los habituales, los que como un hilo rojo recorren todas las épocas transiéndolas: Oscar, Diana, David, Laura, Vic, Leti, Zentu, Eva, Nano, Jara, Jaime, Pavon, Cris, Hare, Sara, Ali, María, Solano, Carol, Merayo, Rous, Miguelón, Kostia (ya sé que algunos repiten, pero es que están desde siempre o atraviesan al menos dos épocas, ya lo dije; otros no han aparecido antes: aquí no cabe todo) como nucleo duro. Y a los que tienen ojos de Guadiana, Koldo y Ortondo, que siempre serán mi referente frente al mundo que ha dejado de ser mundo y ya no entiende lo que se trae entre manos. Y así le va.
Y todas esas caras borrosas que alguna vez fueron besos o abrazos o que alguna vez me escucharon con la guitarra en el campus de la Autónoma, o en garitos perdidos, o en la Gregoria, o en cualquier parque de esta ciudad en algún momento. Todos los pedos en los que he abrazado y reído y sentido para olvidar luego.
Y tres caras que ya no están, Nati, Jorge, mi padre.
Y todo esto no es más que la mitad de la mitad, menos aún de la mitad de la mitad. Una nadería comparado con todo lo que ha sucedido en este museo del que yo soy el más humilde anticuario. Más nadería aún porque es una era que sólo incluye el tiempo que he estado en esta casa. Todas las cosas que he vivido que están aradas en las circunvalaciones de mi cerebro y están asociadas a esta casa. Y el momento de este museo soporte físico va pasando y llegando a su fin, y ahora me desplazo de nuevo hacia delante.
Y mola.
Pero da pavor.
Da verdadero pánico.
Necesito traer dos cosas aquí, primero la frase de Bohr:
Lo contrario de una verdad trivial es un error estúpido, pero lo contrario de una verdad profunda es siempre otra verdad profunda.
Niels Bohr
Y luego a Hierro:
Quiero arrancarlo de su éxtasis
para reintegrarlo a la rueda
temporal, para darle vida.
(Olvidé que han pasado cerca
de veinte años. Olvidé
que ya no es clara su cabeza,
que ya no puede ser posible
que me escuche y que me comprenda.)
El rescate imposible.
Habla del tipo que fue y con el que ya no puede razonar. El problema de darle demasiada importancia a la historia (problema bastante común en un museo) es que se corre el peligro de caer en el historicismo y pensar que todo lo que es y puede ser es sólo lo que ya ha sido.
Y de eso sólo se despierta con un tic-tac acompañado de un incómodo estallido al final.
Me mudo.