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sin darme mucha cuenta

La sociedad entera estaba enfrascada en ese jodido soliloquio que no ha dejado de sonar en los oídos de los que escuchan desde el principio del pensamiento. La sociedad, ese bicho sin cabeza pero con muchas manos, ese bicho sin manos y con un par a lo sumo de cabezas, encontrando su nidito de amor o destrucción a tres centímetros de su ombligo y perpetuando la farsa del esclavo libre: el que llama a sus argollas abalorios y se dedica a otra cosa un segundo después. Todos debían estar ahí mirando de algún modo mientras en el río nos dedicábamos a hacer ranas con piedras lisas lanzadas en perpendicular al agua: un saltito, dos, tres, chof. Agua. Risas. Doce años, quizá, no no sé cuántos. No puedo saber cuántos porque ya no estoy ahí. No es difícil de comprender. No creo que requiera mucho esfuerzo. No estoy ahí. Y aunque me traslade en un ejercicio mental no deja de ser mental y por tanto mentira. No falsedad, es cierto (y no lo es), pero sí recreación. Recreación, claro, pongo mi cabeza allí y me imagino que tengo diez o doce años y estoy haciendo ranas en el río. Y que la niña que me gusta y que despierta cosas que no entiendo pero me aceleran el corazón me sonríe y me dice: «hala, ¡seis ranas!», mientras yo tengo ganas de tirarle del pelo y hacerle un poco de daño de algún modo y acercarme y notar el único contacto físico que, ayer por hoy, soy capaz de percibir. Después vendrán otros más pacíficos, pero no hoy. Pacíficos, creo.

Estamos en el río pasando la tarde. Nos hemos traído los bocadillos de la merienda y andan metidos por el medio Lucas y Santi, junto a Ana, siempre Ana. Ana de mis sueños anárquicos y más vacíos de razón y plenos de sentimiento. Ana recreación y cuento, la única Ana que hoy tengo. La Ana que me invento, porque poco queda ya en mi recuerdo de la ella real que debió existir hace más de veinte años, en ese sitio concreto de Guadalajara en el que estábamos en ese momento dado. Esa Ana que estaba allí conmigo y que ha seguido derivando en su vida de tal modo que quizá ni recuerde al chico de las seis ranas, de la tarde en el río cerca del pueblo. Esa Ana precisamente que sólo puedo ubicar en un eje de ordenadas y abscisas imposible: 1. espacio lugar concreto de Guadalajara, 2. tiempo hace más de veinte años. Es imposible regresar allí. Lo ha sido siempre desde entonces. Como una especie de trampa temporal los personajes están ahí anclados y siguen representando su Tarde En El Río Haciendo Ranas.

Es así de jodido.

Ese extraño paralelismo con las fotografías, en las que puedes ver el tiempo que se fue pero no puedes modificar nada. Me gustá mucho hacer fotografías, pero no sé por qué, no entiendo el motivo. Jamás vuelvo a verlas. Las descargo en el disco duro y las dejo ahí, reposando tranquilas. Me dan miedo. Me producen grima. Sé que con dos clicks puedo volver a ver lo que fue y ya no es y sé que no seré capaz de participar absolutamente en nada. Es un modo de ver la vida a través de un cristal absolutamente aséptico, definitivamente separador. La realidad está y no está al mismo tiempo. Lo que sucedió vuelve a suceder de algún modo pero yo ya no estoy en ello, más que como mero espectador. Sin embargo, cuando sucedió yo era una fuerza en lo que estaba sucediendo, ¡yo podía cambiar las cosas! Ahora no. Entonces, no ahora. Nunca luego. Ese era el momento. A veces, por trabajo, tengo que hacer algo con algunas fotos y me veo obligado a editarlas con Photoshop. Es verdaderamente estresante. Un horror. Un puto infierno. Un infierno miserable. Mucho mejor si no salgo en ellas. Mucho mejor si las tomé borracho y no me acuerdo del momento. Mucho mejor. Más tranquilo. Respiro. Todo va bien. No pasa nada. Tranquilo.

Ese día en concreto, en el que la sociedad ya cristalizada en lo de siempre estaba mirando seguro, yo andaba como loco con mi bici nueva, una bici de paseo mucho más grande que la anterior. Hice decenas de kilómetros antes de volver a la plaza y de que Ana me dijera que la acompañara al río. Y entonces, sólo entonces, en una conjunción macabra, Lucas apareció con su nueva bicicleta de cross y dijo que también venía y su lugarteniente asintió con la cabeza y se apuntó también. Qué ironía. Todo el día sintiéndome orgulloso de mi bicicleta nueva con un plato más grande que me hacía correr y correr hasta casi volar y el asunto de la satisfacción desaparece en un tic. En un tac. En el tiempo entre un tic y un tac. En un segundo solo. Ironía… o el costumbrismo de la cruda realidad.

Es fácil resolver eso: ironía cuando lo cuentas, cruda realidad cuando lo vives. La ironía es un particular modo de conformismo en el que puedes evitar el volverte enfermizamente loco. No es nada más. No hay que darle más valor. La ironía es una puta mierda. La ironía es la pastilla de Prozac del realista. Sí, ríete. Pero es cierto. Es jodidamente cierto. Dosificación: justo después del trauma. Ironizando encubres e ironizando ocultas que estás bien jodido. Te mantiene medio cuerdo y hace reír a los demás. No se puede pedir más. No hay nada que te dé más por menos. La locura es mucho más cara. Créeme. Lo es. Lo sé. Tienes que creerme si puedes. Jodidamente más cara, a corto, medio y largo plazo. Nadie vuelve realmente nunca de la vesanía. La vesanía no es un estado temporal, es un rasgo. Si realmente quieres conocer a alguien, aunque sea sólo por curiosidad, detrás de cada ironía busca un daño. No hace falta escarbar mucho. Busca. Empieza a fraguarte un tipo de sitio en lo que te rodea mirando detrás de las máscaras de exposición. Da más trabajo, y realmente no es más satisfactorio. Es simplemente un camino a escoger entre otros muchos. Cuidado. Mucho cuidado. Si eliges esta opción jamás podrás escoger otra, y no te dará ninguna ventaja mágica. De las normales tampoco. Tómate tu tiempo para decidir.

Después de las ranas tú y yo nos quedamos charlando mientras el capitán y su lugarteniente hacían el ganso con cada bicho vivo que se encontraron. Yo intentaba que tú no te dieras cuenta de nada, así que procuraba moverme de tal modo que tú mirases justo al otro lado siempre. Eso fue una carnicería, querida Ana, una verdadera matanza. No sé si lo hubieras soportado. Desde luego, mi Ana de la imaginería del recuerdo no lo hubiera hecho. Con mecheros y pisotones destrozaron vidas que no les pertenecían hasta hartarse. Pero no se hartaron, simplemente los seres vivos se acabaron o huyeron a otra parte más segura y tranquila.

Y entonces focalizaron. Les vi venir, pero no podía hacer nada. Estaba intentando que tú no fueras consciente de nada.

Lucas me bajo los pantalones.

Y gritó: ¡mira, tiene pelos!

Y tú, Ana, estabas allí delante y no sabías que hacer. Roja como un tomate evitabas mirarme mientras yo, con la polla fuera, mostraba mis cuatro pelos al puto mundo estratificado que estaba mirando como si con él no fuera la cosa.

Porque nunca va con él la cosa.

Mis cuatro pelos y tu primera bajada de cabeza, un reflejo normal de las cosas que suceden. Y después el rubor, y después el silencio, y después yo corriendo alejándome de allí sin mi bici nueva, llorando y tropezándome porque ni siquiera fui capaz de subirme los calzoncillos mientras corría. Mientras huía, estaba huyendo de allí. Estaba negando el mundo que existía para estar lejos, muy lejos, donde esas cosas no pasan o, al menos, no han pasado todavía.

Y llegué después de colocar toda mi ropa en su sitio, llorando y sin mi bici, a casa. Y mi padre terminaba de cargar las maletas en el coche y sólo quedaba el hueco para mi BH nueva de paseo en la baca. Y mi padre me pregunta por qué lloro y dónde está la bici, como una ametralladora inquisidora nerviosa por irse de allí. Y yo uno dos y dos y digo que lloro porque me han robado la bici unos gilipollas de otro pueblo.

Y mi padre, que se había pasado el agosto entero mirando un televisor sólo dos canales, VHF y UHF, con el rabillo del ojo puesto en mi madre dijo: «vámonos, vaya una mierda de verano, joder».

Y yo fui feliz alejándome de allí, mientras el recuerdo iba tomando el cariz tenebroso de una fotografía sin darme cuenta. Mientras Ana se iba convirtiendo en una página de un libro que no iba a ser capaz de pasar en toda mi vida, mientras el falso robo de la bici se iba consolidando como un eficaz argumento para no volver allí jamás.

Mientras Ana se iba desdibujando de una vez y para siempre tras el cruce de vías, Jadraque, Guadalajara, mi realidad, mis días.

Mi vida.

Busca la ironía y canta bingo, porque desde luego tienes más que línea.

la pregunta

«Ni siquiera sabes si existes», me dijo acercando sus comatosos labios a mi oído. «Ni siquiera sabes si existes». Menuda frase para esta noche de miércoles, hora en la que discutir se convierte en la mejor forma de matar el tiempo en el garito justo hasta que algún tipo responsable eche el cierre y nos condene sin importarle a la asquerosa soledad de nuestra habitación, dentro de una casa hueca. Sólo cabe la vida en lo hueco por una particular manía: la vida ocupa. Necesita espacio. Un lugar en el que estar. La vida no existe más que en el vacío. En la plenitud desaparece, se esfuma, se evapora. Huye acobardada.

Si ni siquiera sé si existo es porque no me lo han puesto fácil, la verdad. No sé si debo alegrarme o romper con todo de una patada, pero no me lo han puesto fácil. Ronroneo a tu lado al volver del baño y me pido otra cerveza mientras me comentas qué tal el día en el trabajo. Gesto que reconozco en seguida. Ahí es fácil hacerse un lugar en tus pensamientos, sólo tengo que estar quieto, callado, y poner ojos de comprensión. De estarte comprendiendo, de intentarlo al menos.

No es fácil. Eso es lo que pienso mientras te llevas tu culo al baño, ligeramente atontada por el calimocho que te empeñas en beber. Eso no es sano. La coca-cola es veneno. No es fácil saber si existes. Sólo es fácil aceptarlo. Mientras me duela el brazo estaré vivo, o mientras pueda fumarme un cigarro, o rechazarlo. No quiero ir más allá, porque no hay un más allá al que ir después de esto.

Este es el límite, amigo. Este es el lugar en el que paras a descansar y contemplas el abismo, la nada absoluta. El final de todo. Desde aquí se puede empezar a vivir, pero sin dar un solo paso. Si lo das estás condenado. Como yo, más o menos, porque cada cual se condena a su modo.

Cuando vuelves del baño te pregunto si quieres ir a mi casa. Respondes «claro». Te miro y sonrío. Por una vez me adelantaré a los cierres metálicos y estaré en mi lugar no tan temprano.

antología del museo

Ando dándole vueltas a hacer una especie de antología del museo en pdf, un cierto resumen de algo que todavía hoy no comprendo aunque siga escribiendo intentando apresarlo, o simplemente las entradas que aún me siguen gustando de esa caterva de estupideces que he ido deglutiendo en este servidor. En principio no creo que vayan a ser muchas, hay mucho que detesto de mi forma de escribir. De mi carencia de forma a la hora de escribir, más bien, o de otro modo (y aprovechando los dos puntos para cambiar diametralmente de registro): de las idioteces que se producen cuando no haces más que dar vueltas porque, en el fondo y en la más rayana superficie, eres absolutamente ciego a la hora de comprender lo que eres, lo que te rodea, lo que piensas y lo que sientes sobre todas las cosas que pendulan en esta roca medianamente vieja que viaja orbitando sobre un montón de cosas en este universo inabarcable.

Y esto viene porque he visto esta revista que he colgado en el lugar de mis paluegos, y soy plenamente consciente de que me gusta y estoy absolutamente seguro de que, al menos estéticamente, soy más que capaz de hacer algo por mí mismo que me guste igual, pero con un egocentrismo más mío. Y porque necesito una especie de crash test dummy con el que trabajar, porque en las fiestas de Sanse alguien me preguntó acerca de si yo sería capaz de maquetar una revista de poesía. Por supuesto, pese a quien pese. Incluso aunque le pese a los propios poetas, que experimentalmente y entre los que yo he conocido no dejan de ser un cenáculo de absolutos horteras. Lo lamento. La estética de la palabra no guarda parecido alguno con la estética de la imagen.

Son diferentes prismas y no, no tienen las mismas reglas en absoluto.

Pero antes necesito maquetar, y soy vago, soy asquerosamente vago. Como tengo 1613 entradas en esta mierda de museo es fácil usarlo como notas de trabajo en vez del lorem ipsum habitual y habituado.

Así que ahí ando, buscando en mi proveedor habitual quark y creative suite para darle forma al proyecto, mecido por el hastío natural que empieza a producirme el wow, por la carga extra de estrés que el trabajo está encofrando en mi otrora excelente cerebro y ahora anegado por litros de cerveza mahou y días y días del jolgorio absoluto más vacío y menos edificante (y de nuevo los dos puntos y el cambio): no importa cuan pleno sea el mundo circundante mientras no puedes acomodarlo entre tus neuronas, en la significación vital que no es más que la conditio sine qua non por la que todo se articula en eso que difusa, confusa y remotamente llamamos sentido.

Sentido.

Sentido.

Puto sentido.

No recuerdo ahora la frase de Berkeley, pero anda que no la he puesto por aquí. Después de tanto tiempo sigo atorado en la misma disyuntiva, enfrascado en la misma pregunta, silenciado (de algún modo, aunque hablando) en el mismo punto en el que todo comienza y nada más avanza (paradoja donde las haya): el lugar en el que todo comienza, allí mismo, es el lugar donde todo termina. Iluminado en no sé qué puto y asqueroso día por Anaximandro esa idea se me incrustó en el craneo y dibuja sonrisas sobre cada intento que fuerzo para salir de esto: there is no way parece decirme. Y después de parecerlo, lo dice.

Y tan pancho que se queda, sea quien sea.

¿Qué hacer si este universo de ascensores, jubilaciones, madrugones, mudanzas, abrazos y besos ébrios y sobrios, plazos de la nevera, fiestas inesperadas un martes a las tres de la mañana, polvos que no esperas frente a los polvos que no llegan, seguros, cervezas, tías borrachas con ojos de sugerencia y otras que sólo quieren estar borrachísimas, mañanas lentas en el trabajo, tardes apresuradas entre risas y tiempo-libre, soledades acompañadas, momentos épicos tocando la guitarra, momentos fraudulentos buscando un taller para el coche, tirar de la cadena, cerrar la puerta, buscar las llaves, abrir el litro, domeñar el sueño y golpear la rabia para que no moleste, qué hacer, digo, si todo te da absoluta y sublimemente igual?

A lo mejor la clave la tuvo Palahniuk, diciendo de rebote y más que presuntamente cabreado:

Veo mucho potencial, pero está desperdiciado. Toda una generación trabajando en gasolineras, sirviendo mesas, o siendo esclavos oficinistas. La publicidad nos hace desear coches y ropas, tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos. Somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin objetivos, no hemos sufrido una gran guerra, ni una depresión. Nuestra guerra es la guerra espiritual, nuestra gran depresión es nuestra vida. Crecimos con la televisión que nos hizo creer que algún día seríamos millonarios, dioses del cine, o estrellas del rock. Pero no lo seremos, y poco a poco lo entendemos, lo que hace que estemos muy cabreados.

En un infantilismo tremendo pero… de algún modo justificado.

No es la comprensión del yo lo más profundo que se pueda alcanzar. Porque la comprensión del yo es absurda. Porque el yo no es nada sin vosotros. Y vosotros nada sin el yo. Y en esa dicotomía, en esa discordancia cognitiva precisamente, es dónde nosotros tenemos la casa. El lugar. El momento angular. El centro de ordenadas y abscisas del universo. Todo. En un tipo de fractura como ese, en una puta y jodida falla tectónica como esa. El rubicón.

Y cuando digo todo quiero decir… el sentido.

Haré una antología del museo, presupongo. Por moverme, por seguir adelante.

Por no darlo todo por perdido. Por no dar nada por perdido.

Por la presunción de inocencia de todo lo que existe y alguna vez haya existido. Porque la inocencia no es sino ver todo de nuevo y acabar fascinado por todo.

No me traigas café ni risas ni olvido. No lo necesito.