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no me gusta el fútbol

No es ninguna novedad.

Ayer, mientras hacía que leía para engañarme a mí mismo, vagabundeaba por los canales hasta quedarme en el Madrid-Milan. No vi mucho, pero fue mucho más de lo que quería ver.

El fútbol es un deporte de masas. Mucha gente lo sigue, lo vive, se desespera y se emociona con cada resultado. Desde ese punto de vista es innegable que ejerce una tremenda influencia sobre gran parte de la población.

¿Y qué vi? A un tal Inzaghi empujando con saña a alguien del Madrid que ni siquiera tenía el balón. Un segundo después, o menos, gesticulaba intentando transmitir que él no había hecho nada, que el otro se había caído sin ayuda… un poco más tarde vi un gol y un estadio entero aclamándolo mientras todo el mundo veía en la repetición de las pantallas que no había sido gol, sino un evidente y flagrante fuera de juego.

No me alargo más, que no estoy en mi elemento. El fútbol no es un lugar donde haya justicia, sino más bien engaño, ocultación. Y gana quien mejor engaña.

Eso es lo que está transmitiendo, eso es lo que enseña. Que todo vale si nadie lo ve, que todo vale si no te cazan. Una lección estupenda para todos.

Evidentemente, eso viene tarde o temprano de vuelta, y retorna al fútbol en un círculo vicioso.

Durante unos segundos la sensación de Traje del Emperador fue tan tremenda, la angustia por el miedo al engaño colectivo tan sofocante, que tuve que apagar la tele y la luz, apretarme los ojos hasta ver círculos blancos e introducirme en el aletargante dolor de cabeza que llegó puntual y sin excusas.

Porque quizá, empecé a pensar, es al revés. Quizá nuestra imbecilidad comunal tendenciosa e ignorante es lo que se ha adueñado del fútbol como de todo. Esa falta de honradez a la hora de decir «me he equivocado» que nos lleva a enormes discusiones en las que la culpa se diluye, esas horas perdidas justificando lo justificable.

Porque la razón es una pero razones hay para todos. Y somos cada día más partidistas y menos críticos, más pasivamente idiotas y menos activamente gilipollas. Eso me puso triste.

Aunque al fin y al cabo yo ya soy un triste.

de forma regular

“Nadie se entiende, ¿sabes?, nadie se comprende. Todos se miran desde sus propias vejigas humeantes y lloran de pena o se abrazan con pereza, todos golpeando la mesa desde el filo de sus inexactitudes pretendiendo sermonear algo grandioso y grandilocuente cuando no son más que babuínos empeñados en el ejercicio de seguir sentados, pese a todo y a todos seguir sentados en su propia mierda, abrazándola con cuidado como si fuera todo, como si fuera lo único, como si fuera el todo de lo único relevante.”

Habíamos estado en el cine viendo cualquier absurdo. Ellos habían dejado a sus hijos con alguien y venían a disfrutar de un rato de libertad o algo parecido, a vivir un momento intenso y grande. Ese tipo de estupideces existen siempre y en cualquier sitio. Parece que a la vida haya que forzarla para que sea vida, aunque la vida nunca deja de serlo. Otra cosa es que la perdamos de vista. Ellas se habían ido después de la película a mirar algo de ropa y Eduardo y yo nos pedimos unas cervezas y nos sentamos un rato en una terraza soleada de media tarde.

“Y no se dan cuenta de que esa mierda, esa mierda suya, les aniquila, les deglute, les envenena y les paraliza. ¡Joder, están tan llenos de su mierda que no hay forma de hacerles comprender que hay mucho detrás, después, antes y por todas partes! ¡Están tan enfermos de sí mismos que dudo que a estas alturas alguien pueda encontrar un remedio para devolverles al ciclo temporal!”

Está cabreado, no tengo muy claro contra quién dispara, pero está cabreado. Y así podemos seguir toda la tarde, hasta que vengan ellas. Después se tranquilizará y hablará de biberones con la mayor normalidad del mundo. Con soltura. Sin esfuerzo aparente. Se volverá otro. Sin grandes despliegues. Sin forzar el movimiento de tropas. Y a mí me seduce esa facilidad, ese trasunto de volverse otro de un momento para el siguiente. No es difícil embaucarme: dame un pequeño tirón y me tendrás contigo para siempre. En su trabajo seguramente tenga ideas bien informadas sobre política, economía, actualidad, tecnología… sobre cualquier cosa. Es una persona creativa. Hace un uso sorprendentemente creativo de la información de la que dispone.

“Y desde ahí mismo, siempre en movimiento dentro del estancamiento, las manos se entrecruzan en un apretón que no existe, ¡porque las manos están a kilómetros de distancia! ¡Es verdad! ¡Las manos no se han encontrado, son las cabezas las que presuponen que están compartiendo un mismo espacio! ¿Qué conversación es posible así, dime, qué conversación? ¿Es posible que alguien hable de algo? ¿Es posible que alguien entienda algo del otro, que mastique algo de otro, que meta la nariz en la axila del otro para poder llegar solamente a olerle?”

Y no sé qué responderle, por supuesto. Primero porque en realidad no me está hablando a mí, y segundo porque hace tiempo dejé de visitar ciertas habitaciones. Habitaciones que son como plantas carnívoras y, si no te andas con mucho cuidado, se cierran sobre ti y te atrapan para siempre mientras te digieren obsesionándote. Te inoculan sus jugos gástricos y te van asimilando transformándote en la pulpa del trauma en el que te vas convirtiendo. El trauma indistinto que se adueña de ti, como de todo. El trauma sólo tiene una esencia, pero muchas formas. Y al fin y al cabo lo más importante es vivir, y parte de ese proceso consiste en no pisar minas, en esquivar trampas, en no caer en las redes. En no entrar en ciertas habitaciones.

“Son los desconfiados, los putos desconfiados de los que más hay que temer. Esos que quieren convencerte, esos que te exigen pruebas de tus convencimientos, esos que discuten hasta quedarse afónicos, esos que jamás ceden un paso, esos que asquerosos llaman a tu puerta e intentan asediarte con la verdad que existe en sus pensamientos. Esa verdad, esa única verdad que les ha llegado de otros y ellos han metabolizado hasta hacerla indistinguible de sí mismos. Se han convertido en la verdad y la verdad en ellos, ¡porque la verdad sólo vive gracias a que ellos la reproducen como un gen traidor y vicioso que se multiplica! ¡La única verdad es que no hay verdad alguna! ¡Y ni eso es verdad! ¡La única verdad es inalcanzable, y por tanto no existe a efectos prácticos!”

La verdad es una puta palabra. Una puta, al fin y al cabo. Habitaciones. Veo mis pasos caminar en esta niebla. Entretenimientos de tarde con cerveza. Me aburro. Como una mona. He estado aquí antes, ya conozco este lugar. Esto ya lo toqué ayer. Y no tengo muchas opciones, callarme y dejar que pase el chaparrón, darle la razón y proseguir la conversación mediante la masturbación mutua, llevarle la contraria y entrar en un bucle estéril, pegarle fuerte con el vaso hasta que pierda el conocimiento, o cambiar de tema. O resumir.

Y digo.

“Solipsismo, es la teoría que buscas. Más o menos es: si algo existe, no se puede percibir, si se puede percibir no se puede comprender, si se puede comprender no se puede transmitir. Mezclado con un poquito de Pirrón, por supuesto, porque al fin y al cabo el solipsismo es una forma de escepticismo, o escepticismo depurado, o escepticismo actualizado, o el escepticismo moderno. Se dibuja una dicotomía entre el yo y el mundo, intuida en que sólo tengo los sentidos para conocer de forma inmediata lo que me rodea, pero los sentidos ya son un medio en sí mismos. Uno, no sé si algo existe porque lo único que me habla de ello son mis sentidos, que son míos, no el mundo en sentido estricto. Por tanto lo único que yo sé es que hay algo excitando mis sentidos, pero no sé si es el mundo o algo empecinado en excitar mis sentidos. O mis sentidos excitándose solos. Dos, si asumo que el mundo existe porque me da por ahí, al fin y al cabo lo que sé de el es que puedo verlo, oírlo, tocarlo, saborearlo y olerlo, reconocer imágenes, sonidos, texturas, sabores y olores. Pero yo no sé si el mundo se agota ahí, si eso es todo lo que es el mundo. ¿ Y cómo puedo pretender conocer algo a lo que sólo accedo de forma parcial? Tres, si presupongo que eso es todo lo que es el mundo y que lo he comprendido, cuando intento explicártelo me vuelvo a encontrar de lleno con la aporía de que tú eres parte del mundo, y por tanto de nuevo mis sentidos y los tuyos median en la interpretación y es imposible, por definición, que lo que yo sé se traslade a ti de forma exhaustiva. La gente se aferra a su propia mierda porque es lo único que realmente tiene. Y no ve más allá porque no puede. Pero la gente necesita la verdad tanto o más que la verdad necesita la gente para existir. Todo el mundo vagabundea hasta encontrar su sitio porque quieren tener una vida con sentido. Cualquiera, el que sea, Roma si fuiste romano, el Real Madrid si te gusta el fútbol y ese equipo, la reencarnación si tu ego te mola, la salvación mediante el Dios de turno si el sentido lo estableces en vivir para siempre de algún modo. O escribir una novela, o componer algo que cambie el mundo. La gente se aferra al sentido con los dientes porque el sentido justifica sus vidas, y contra eso no se puede argumentar ni discutir ni razonar (y eso en el caso dudoso de que sea factible realmente argumentar, discutir o razonar). Una vida sin sentido es una mierda pura, porque te aseguro que es un agujero tan frío que no hay forma de encender una fogata ahí dentro, de entrar en calor, de ponderar nada, no es un sitio al que puedas ir en vacaciones para luego volver a tu vida cotidiana, te aseguro que te destroza entero y te da la vuelta y te llena y te vacía hasta defenestrarte y convertirte en una masa babosa que repta por el suelo pidiendo una muerte rápida e indolora. Y lo del dolor da igual. Y lo de rápida también. Una muerte, la que sea, te bastará. No quieres entrar ahí, así que deja de hacer el imbécil.”

Me tiende un cigarro, con una sonrisa en la boca. Pide más cerveza.

Está poniendo la mesa.

Sacando el mantel, no sé si me explico, colocando los cubiertos, los vasos, los platos.

“La vida no tiene sentido…”, me dice, “universal. No es unívoca. Pero todos esos sentidos son válidos, mientras no los lleves al extremo, mientras puedas ponerlos en duda constantemente y repensarlos con cada nueva información que tengas”.

Entro en el juego. Le ayudo a poner la mesa. Le doy una calada al cigarro que hace temblar a una mariposa en Pekín.

“Arte figurativo”, contesto.

“Puede”.

“Simplemente arte figurativo”.

“Eres un enfermo, has pasado el punto y no sabes volver a casa”.

“No tengo casa a la que volver”.

“Por eso mismo”.

Sonríe de nuevo y pide orujo de hierbas. Está anocheciendo y el aire huele levemente a humedad, a noche y a la cerveza que se está resecando en las bandejas de todos los grifos de los bares. Ese olor es tan denso que no consigue cortar el aire, sino que lo empuja, haciendo el vacío.

“No tengo casa a la que volver, porque no hay duda ni pensamiento”.

“No… en sentido universal, amigo, sólo si en el fondo sientes nostalgia por la Verdad puedes perderte. Sólo así”.

Asiento, doy un trago.

“Esa Verdad cuya unicidad es parte de la definición. La verdad para uno no es Verdad ni es nada”.

Asiente, da un trago.

“Pero puramente no hay otra cosa”.

“Entonces no hay nada”.

“Se consciente de lo que la Verdad limita. No de lo que te suma, sino de lo que te resta. La verdad, con minúsculas, es mucho más flexible. La Verdad se agota en sí y no deja otros caminos”.

“Lo sé”.

“¿Y no te importa?”

“Claro que me importa. Pero no puede, ya no”.

Vuelven ellas, y pedimos una ronda más. La noche es más noche cuando me pierdo entre tus besos y razonablemente nos despedimos y nos vamos a un bar Eduardo y yo y empezamos tras la barra a aclimatar el cuerpo a la nada. No hay mucho que decir, nada más de lo que ya se ha dicho. Soy un enfermo, evidentemente, y mi propio mal impide mi propia cura. Ya dije que hay habitaciones que son como plantas carnívoras y, si no te andas con mucho cuidado, se cierran sobre ti y te atrapan para siempre mientras te digieren obsesionándote.

Y no fue hablar por hablar.

Yo ya estoy dentro.

Mirando cómo los días suceden uno detrás de otro. Uno tras otro.

De forma regular.

por las mañanas

En el fondo era lo mismo.
Nos teníamos el uno al otro
para mirarnos el ombligo.

Duplicábamos el exceso de
sales y soles,
el ritmo de las sábanas
aliméntandose de los sueños
rotos que caían de las
almohadas.

Era lo mismo.
Un instante detenido
en el que tú, cansada,
me besabas despacio,
te levantabas,
abrías la ventana
para que las cortinas

dejaran pasar
el aire.