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nacido del amor

Hoy estaba hablando con mi madre. Estaba intercambiando unas palabras con ella. De repente me dice:

«Nunca he entendido eso de que cuando te mueres ves pasar tu vida entera».

Bien.

«Pero el otro día vi pasar mi vida entera».

Mal.

«No sé si lo soñé, vi pasar toda mi vida ante mis ojos».

Ejem.

«Y cuando me desperté lo tenía todo anotado en un sobre que tenía en la mesilla».

No sé si bien o mal.

«Y os vi a todos, excepto a tu padre, no sé por qué».

Mi madre es ese ser repugnante que trató tan mal a mi padre. Ese ser que al verle despierta todo mi cariño, contra toda mi voluntad. Cuando aún pongo algo de voluntad en ello.

«Vi a Maricarmen, pero no vi a tu padre».

Maricarmen es una amiga de toda la vida, pero que yo sepa jamás se casó con ella. Con mi padre sí que se casó.

«Y te vi a ti, recuerdo que cuando te vi entendí el amor. Amé por primera vez».

Fuego.

«Viniste con prisa, quince días antes. Me encontré con Rajo en el ascensor y le dije que ya venías. Él me dijo que era pronto. Después de examinarme, preparó un paritorio».

Buen tipo.

«Después naciste y te vi, y entendí el amor».

Nunca es tarde.

«Tú para mí eres el amor. Había amado antes, a mucha gente, pero nunca así».

Lo que supone un montón de ciertas posibilidades: cuando me ve ve el amor; cuando me hace la comida y yo llego tarde y me disculpo pero nunca bien y a veces borracho y quizá sólo llegue seis horas tarde y aún así está todo calentico cuando llego, ve el amor.

Hasta hoy había deseado lo incondicional del amor. Con ganas.

Y ahí, recuerdo. Recuerdo varias cosas. Una que mi madre está loca. Ve cosas en sueños y les da carácter tangible.

Con ese tipo de locura que supone todo lo que no me hace avanzar en las cosas de la vida.

Yo estoy loco, supongo, del mismo modo.

Igualmente.

Recuerdo cosas que no he visto. Que mi madre con 27 años conoció el amor cuando vio mi cara de mierda de tío después de asomar entre sus piernas.

Duro.

«Tú, para mí, siempre has sido el amor».

Yo nunca he sido el amor. Yo nunca seré el amor.

Nada más lejos de mi idea que ser el amor.

No he sido el amor para nadie. Ni puta falta que hace.

Salgo a la puta calle.

Entero, saludo hacia la ventana en la que sé está mirando y doblo la esquina.

Me enciendo un cigarro.

Hay un banco en el paseo. Me siento.

No tengo ni puta idea de por qué.

Ni tampoco cuánto.

Yo sí amé a mi padre. Aún le amo.

Me hago a la idea de que está a mi lado en el banco, echándome un abrazo.

Pero no hay nadie.

Después, cuando me levanto, tampoco hay nadie.

Y nadie me despide al otro lado cuando me marcho.

reflejos estropeados

¿Dónde has estado? Mi huida era una torpe respuesta a esa obsesiva compulsión con los mecheros. Se sentaba en el marco de la ventana, con los pies fuera, en el aire, y sacaba un mechero tras otro y se daba fuego diez, veinte veces. No podía evitarlo. De otro modo se pasaba toda la tarde en la bañera, con un abrigo encima y temblando. Hasta que se dormía. Entonces yo la cogía entre mis brazos y la llevaba a la cama.

Por eso siempre cedía y salía a comprarle los mecheros, para evitar las tardes de bañera, abrigo y temblores. Terminábamos de hacer el amor y se sentaba en la ventana. Y entonces yo oía los 20 «clicks» de las 20 veces que 20 piedras diferentes hacían fuego. Cada una de las 20 me desquiciaba, claro, pero era el mal menor.

Ir a mear y verla allí, tiritando en la porcelana, era mucho peor.

¿Y qué haces? Pues lo tópico, entrar y salir, dar una vuelta. Sentarme en un parque a ver cómo las horas se joden unas a otras mientras recapacito un poco y me evado un rato. Quedar con alguien, tomar café en una mesa de salón. ¿En la mesa del salón? Sí, una mesa con sillas, un lugar centrado en el que dar vueltas con la cucharilla y acomodarse en lo cotidiano, aferrarse a algo. Aferrarse a algo. Algo sencillo, ¿sabes?, algo simple. Algo que no requiera mucho esfuerzo y a la vez lo sea todo, lo componga todo, lo dignifique todo. Hablar del trabajo, de la última enfermedad tonta y simplona, del último par de zapatos que me he comprado o que alguien se ha comprado. Eso también es la vida, deberías saberlo. Eso también es parte de todo esto.

¿Y ella? Ella estaría allí, encendiéndose una y otra vez el mismo cigarro. Conjurando demonios que sólo están en su cabeza pero amenazan con salir y devorarlo todo. Su padre la quemaba los brazos, ¿lo sabes? Por supuesto que lo sé, no puedo dejar de saberlo, pero eso fue hace mucho tiempo, me temo. Hace un huevo de tiempo. Ahora ya no está su padre, y no hay más cigarros que los que ella fuma conjurándole. Su padre está muerto, pero es ella la que sigue reviviéndole cada segundo, fumando o en la bañera. Su padre sigue existiendo gracias a ella. Eso me deja un poco tocado. Eso y que sus demonios tengan intenciones tan expansionistas. Eso y que parezca tan endeble, tiritando en la bañera, tan endeble y tan hermosa a la vez, tiritando y preciosa.

A veces me pregunto si es preciosa fuera de esa imagen. Lejos de ese cuadro. Fuera de esa escena.

O si sólo me parece preciosa allí.

Pero eso no importa demasiado
. No, realmente no importa nada.

Un rato después vuelvo a casa y me pregunta ¿dónde has estado?, dando una vuelta, le digo, comprándote mecheros, un par de ellos se te estaban terminando. Te los dejo aquí mismo. ¿En la mesa del salón? Sí, al lado del cenicero. Hace una noche preciosa. ¿Y ella? Sabes que ella ya no está. Que hace tiempo que la evaporé, que terminé con todo. Su padre la quemaba los brazos, ¿lo sabes? Por supuesto que lo sé. Mi padre murió mucho antes de poder darle un abrazo sincero, mucho antes de decirle «te quiero», mucho antes de pegarle una hostia en la boca jugando a los tipos duros mientras encajo su puño en el estómago. Los padres hacen eso todo el tiempo, no pueden evitarlo. Eso por sí sólo no puede significar amor eterno. No debe. No puede.


Pero eso no importa demasiado
.

No, realmente no importa en absoluto.