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contadores a cero

Después de mucho tiempo aprendí un montón de cosas sobre la naturaleza de las cosas.

Qué gilipollez. No aprendí nada.

Empiezo a vislumbrar que estar siempre abierto a todo no es una ventaja. No es algo bueno. No es algo necesariamente bueno.

Al final siempre te toman por idiota. Te cabreas y no te creen, porque tú nunca te cabreas, siempre lo soportas todo y todo te parece bien. Sigues adelante con una sonrisa. Y con esa misma sonrisa siguen tomándote el pelo. Jodiéndote a besos, si es que se puede decir algo tan estúpido sin arrugarse siquiera. El ano se dilata. Consecuencia de la frecuencia del tránsito. El ano se dilata y casi te parece que no está pasando nada por él, de lo despejado que está. Te conviertes en un enorme ano por el que pasa todo el mundo cuando le da la gana. En tu postura de ano enorme y dilatadísimo todo vale.

Hasta que te hartas, estallas y cierras el culo con fuerza.

Mientras nadie lo entiende tú mascullas un «allá penas», te das la vuelta y abres una cerveza. Enciendes un cigarro. Lees algo. Pones los contadores a cero y sigues adelante.

Pones los contadores a cero.

Resbalas
lentamente
por el cristal.

Haciendo un ruido desagradable, grimoso.

Sabes que es cuestión de tiempo. Que tu ano volverá a ser todo un intercambiador.

Pero eso no será hoy.

Sean los vivos quienes entierren a sus muertos.

desechados

Enciendo un cigarro, paro en la gasolinera a comprar un refresco. Recuerdo que siempre me gustó no mezclar con ellos, pero eso era antes. Ahora lo mínimo que le pido a una copa es que sepa bien.

Me siento en un banco. No estoy cansado, ni necesito pensar, pero me siento en un banco. Pasan los coches llenos de gente que hace cosas, embriagados en ellas. No me imagino especialmente afortunado por no estar en la misma situación, tampoco especialmente traicionado por no estarlo. Si Dios existe, tiene gustos raros. Tiene extrañas manías. Siempre me lo imaginé jugando, viendo a ver qué pasa. Moviendo fichas, alterando conciencias. Siempre me lo imaginé sentado ante una pantalla, toqueteando una palanca con la mano derecha. Siempre me lo imaginé un poco cabrón, un tanto dios de la broma. Leve, liviano como una hoja: las honduras quedan para los hombres, que se van a morir. Él no va a morir nunca. Así es fácil desvirtuar y relajarse. Los mortales piensan y se confunden, o no piensan y se diluyen. Los mortales están sujetos al yugo de la fortuna. Los mortales tienen corpachones sudorosos, y hacen lo que pueden. Tienen mucho en qué pensar. O muy poco, según el cuento. Los mortales derraman sus dones en el tiempo, y el tiempo derrocha lo que tiene en abundancia.

Me levanto, camino, atravieso un paso de cebra. Una mujer pelirroja me sonríe tras un Ibiza amarillo. No sé si la conozco. Conozco a mucha gente. Sonreirá por sonreír, porque la he mirado. Sonreirá por seguir el juego. Llegará a su casa, se meterá en la ducha y no se acordará de nada. Sin embargo yo sé que sí me acordaré. Quizá no me acuerde del número de mi cuenta en el banco, pero sí de esa sonrisa. No por nada en especial, ni por nada en concreto, sino porque me gusta sentirme un rescatador de momentos idiotas que se pierden en el vacío. Por eso me acordaré de la mujer pelirroja, del Ibiza y de la sonrisa. No es extraño que no me acuerde de mi número de cuenta, está escrito en alguna parte. Ahí estará siempre que lo necesite. Esto no.

Subo la última cuesta, derrengado. Enciendo otro cigarro y acelero el paso, tengo ganas de llegar. De estirar las piernas en el sofá, encender el ventilador, leer algo. O de meterme en internet y mirar las páginas de El País, tirar documentos de PowerPoint a la basura, imágenes estúpidas, comentarios a mis canciones, lecciones de tragicología. Calentar algo de comida, picotear frutos secos. Lamentarme un poco, lo justo para no perder la forma. Veo mi ventana al fondo, arriba, en la esquina.

Desechado de Hablando sobre Bakunin.