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Elipses

Nos tiramos de la lengua
mientras buscamos solos el universo entero en un plato vacío.

No siempre ha estado vacío.

Eso es otro cuento que nos contamos por las noches,
cuando hace frío ordinario.

Estamos escritos en las líneas de la mano
y en los posos del café.

Pero como no tenemos ni idea de leer
no nos sirve de nada saberlo,
excepto para terminar dando aún más tumbos,
mas diatribas sobre lo mismo,
mas vueltas y vueltas sin centro,
elipses desorientadas
que no tienen por qué volver a pasar
una y otra vez
sobre el mismo punto.

Ese mismo punto que creo que,
de algún modo, nos está llamando.
Ese es el sentido de las elipses.
Dudo que tengan alguno más.

Nos tiramos de la lengua en un océano de cañas
pretendiendo resolver algo,
o pasar el rato,
o devanarnos el esfuerzo para verle contento.

Nos enseñaron que esforzarse es suficiente.

Y ahora no tengo claro si siquiera es necesario.

Abro los ojos cuando te vas al baño
y me descubro en una esquina del bar,
una mesa con un multiverso de vasos vacíos.

Mi cara, en sombras,
se deja ver en el espejo de enfrente
sobre mi cuello, bajo mi cuero cabelludo,
tras la perilla y el cigarro.

Y me pregunto si sé dónde estoy
y qué significa estar aquí.
Me pregunto qué haría si lo supiera.
Si cambiaría algo.

Supongo que no.
Pero la pregunta merece la pena.

Ando transformado en una sonrisa
cuando vuelves, para que no te asustes,
con dos cervezas más sobre la tabla
de la mesa,
con un beso dulce que ofrecerte mientras pienso,
seguramente,
si te has lavado las manos.

Después sobre si eso es importante.

Después si es coherente andarse preguntando ciertas cosas.

Y cuando vea que todo me lleva lejos
de esta ordenación casual
probablemente te mire,

vuelva a tender un beso
tiernamente a tu lado,

acariciando tu mejilla
después de tirar el cigarro al suelo
y rematarlo espirando humo azul,

para ver mi cara reflejada en tus ojos
y asegurarme de que está tal y como debería estar

ahora mismo.

Lugar

«Ando estos días vagabundeando de tu mano y hasta el final del mundo,
y duermo en doble fila, vivo a todo trapo.
Ésta es la vida que yo quería para mí.
Pero no es la vida que tú querías para mí.»

Doble fila. Quique González.

Muebles de color caoba

(tu espalda, bajo la luz de la lámpara,
se arquea y proyecta sombras
tras tus costillas),

me gustaría que todo tuviera tintes azules

(el sol que no entra por la ventana
remolonea en la persiana y la impregna
de calor),

cojo el ritmo de las olas mientras rompo
en la derrota de no saber qué hacer…

mientras hago.

Cosas del estar metido en medio de ninguna parte,
de buscar una solución conciliadora,
de permitir que todo y nada sean partes indoloras
de una realidad que no veo.

Todo y nada, que no entran por la ventana,
remolonean en la persiana y la impregnan
de frío, de un terrible frío azul
que se siente en las sillas, en el suelo, en los velos

(pongo velos donde la realidad es más evidente),

me gustaría dominar exactamente la ubicación del lugar
que de algún modo me está llamando

(pongo velos por todas partes),

la luz de la lampara tiñe tu espalda, que se arquea
delante de mí,
mientras te remueves dócil en una silla
de la que voy descolgando fotografías,
retratos rotos parciales de un universo que ni comprendo
ni conozco.

Me gusta pasar el tiempo así,
si es que hay que pasarlo de algún modo,
hasta que todo-lo-que-será-todo llegué,
mientras todo-lo-que-será-todo llega.

(Colaboré en la apertura de los bares que frecuento,
porque puse mi fé en ellos igual que otros lo hacen
en una marca de televisores o de piezas para el coche,
ni mejor ni peor, sino del mismo modo.

Del mismo modo me acuesto por las noches con
los pies fríos, los ojos abiertos,
la boca seca, pretendiendo haber hecho algo
útil para algo en este camino

que sigue igual de desconocido que siempre,

pero con un desconocimiento más profundo,
más consciente de sí mismo y sus ramificaciones.)

Las tres de la tarde mientras tomamos ron con limón
y nos descubrimos las verdades a medias

que sólo descubrimos a los demás

cuando son las tres de la tarde y el sol no entra por la ventana
mientras deja su calor,
cuando son las tres de la tarde y todo y nada no entran por la ventana
mientras dejan su frío azul.

Tu espalda, que se arquea y proyecta sombras,
es el velo de tus ojos, la realidad espejo más evidente
de todo lo que hay.

Prefiero no mirar ahí.
Ya he estado allí, y no es agradable sin estar borracho del todo.
Prefiero no mirar, de verdad.
Prefiero permitirle a la lampara que sea el único sol,
permitirle a estos minutos que sean la única verdad, en sí mismos.

Que sean ese lugar donde radican
todas las respuestas.

Y si me dices que me estoy mintiendo te diré que,
al fin y al cabo, tú no tienes nada mejor.
Y si me dices que me estoy mintiendo te diré que,
al fin y al cabo, tú no tienes nada decente.
Lo que tú llamas realidad tiene ojos, y dientes,
y sus miradas son como directos a la mandíbula.
Puedo decirlo de primera mano.

Si sigues insistiendo te diré que tú también te mientes,
pero no tan consciente ni tan valientemente.

(Se puede ser valiente en la mentira
como se puede ser valiente en la derrota,
la victoria y la verdad están sobrevaloradas
porque siempre son efímeras,
alcanzarlas nunca es algo definitivo).

Y estaré ahí mirándote mientras cierras la puerta
cuando te vayas. Y aunque lo niegues, en ese instante
seguirán tras la persiana el sol, todo y nada.

Mirando cómo te vas un segundo
y volviendo a concentrarse en mí justo al siguiente.

Interruptus

«Era un animal con ojos. Los ojos, muertos y transformados en piedra, estaban mirándole en ese mismo instante. Se trataba de uno de los crustáceos primitivos llamados trilobites.»

Un par de ojos azules. Thomas Hardy.

Ya digo,
ojos, pies cansados, cabeza cansada,
luz de almohada sobre la madrugada cuando,
exhausto,
me detengo.

Busco el pulsador del timbre
para llamar a la enfermera. Detengo el tiempo en ello.

Espero un segundo, luego otro,
después abro los ojos.

Sobre la mesa encuentro una baraja de cartas,
un paquete de tabaco, un cenicero, el móvil, la solapa
torcida de un libro abandonado,
no sé quién va a reír el último en todo esto.

El que fui, el que aún no soy,
el que está aunque no le dejo salir,
el que habla, el que gana alguna vez y pierde otras tantas.

A veces son demasiados.

Es demasiado tarde.
No hay enfermera alguna.
Hace demasiado frío aquí dentro.
Tengo poco tiempo para dormir.

Busco el silencio en mi cabeza.
Lo encuentro.
Me duermo.