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La puerta

Fumo un cigarro
saliéndome de la escena;
mientras coloco las manos
bajo los pernos del estanque
donde me ahogo, para
evitar que el agua se derrame
y me golpee la cabeza contra
las baldosas del suelo.

Suena el timbre de la
puerta en re menor bemol
y le pregunto qué le pasa.
Soy tan maleducado porque
estoy pensando qué.

La puerta se enfada y
se atranca los cierres para
demostrar su fuerza.

Yo sigo con mi cigarro y con
qué; es obvio entender que
no se me ha perdido nada
más allá del dintel que me
cierra.

– No comprendes -me
dice ese perverso trozo de
madera-, sentencio tus
ojos a emponzoñarse
aquí adentro. De
por vida. La tuya.

– Tú sí que no comprendes -le
esputo- mi vida está aquí,
no me da la gana salir y
abandonarla mientras se adocena
tomando cerveza.

Hace chasquear su mirilla
y vuelve a entonar con voz
de soprano su tedioso re
menor bemol. En un virulento
gesto hace saltar la pintura,
que se agrieta dejando salir
bellas virutas de madera,
astillas como púas intentando
encontrar mi pierna.

Estoy acostumbrado, así
que vuelvo a salirme de la
escena.

Ahora ni luces ni coches ni
aceras. Ni pensamientos ni
soledades ni amores. Sólo,
extrañamente, un caparazón rosado
de tierra color leche
haciendo cola en la despensa.

No sé cuanto tiempo, mientras
estoy sintiendo qué. Los inocentes
tonos del crepúsculo
anuncian el concomitante
atardecer,
un cielo cerúleo como
el pan recién enmohecido
destaca, en la despensa de hombres,
viejas ventanas aleccionando
a las novatas, ancianas
persianas enroscadas cálidamente
sobre sí mismas, aceras
que hoy se engalanan
atildándose con papeleras
de diseño
y brillantes papeles de
caramelos descafeinados.

No sé cuánto tiempo, mientras
voy percibiendo qué. Asumo
la letanía del Libro de los Muertos
y me desperezo
transformándome en
cenicero,
para ir dejando en mí
los cigarros y no quemar
la mesa, la alfombra, el sofá,
objetos que impasibles arderían tontos
hasta
desintegrarse en cenizas.

No sé cuánto espacio entre qué
y que. No me importa demasiado.
Ni siquiera la mismísima puerta -señora
de los cerrojos- es capaz de hacerme
olvidar que únicamente malcubre
un vano en la pared,

una oquedad por donde
la luz entra y mis pensamientos,
ingrávidos e incorpóreos,
se van decantando fuera
para encontrar otros mortales
que quieran contenerlos.

El corazón

Me abro un poco el pecho,
justo lo suficiente para
comprobar si aún me
queda corazón como para
vivir un par de horas.

Como iba diciendo salgo,
contigo, a quemarlo.

Nos gusta ir por la acera,
en el asfalto ruedan los
coches y no les alegramos
cuando nos metemos en
su fría lava solidificada. Hay
que mantenerlos tranquilos en
su miserable parcela de tierra
en la tierra. Llevo un
cinturón de lata color
lata que tiene toda la apariencia
de estar compuesto de lata.
Así son las cosas. Nos sentamos
en una terraza, injustamente
empapada por
el casi imperceptible hecho de que
llueve a cántaros. Pido un
agua destilada sabiendo que
el sabor me lo traerá el cielo,
no soporto las cosas insípidas
cuando no me encuentro dentro de
mi cerebro. No hay forma
de encender un cigarro, por lo
que conjeturamos que debe
seguir lloviendo. No hay forma
de arder esta tarde y tengo
que conformarme con adornar
tus ojos con lágrimas de tristeza.

Te cuento que no
me encuentro y que por eso
estoy muerto. Tú me dices
que me quieres y yo te digo
que no lo entiendo. Tú
me llamas imbécil y yo
te contesto que la originalidad
no se compagina con la estulticia.
Tú quieres un White Label y yo
te digo que no tengo dinero.

Me dices que te estoy
destrozando y yo te contesto
que aún no te veo llover,
que no te quiero si no sangras
y haces aspavientos y gritas
mi nombre por siete océanos
sin lavarte y sin comer, si
no haces cien genuflexiones
y me besas los pies y me dibujas
en un papel con tus capilares, si
no cepillas mi pelo con el hueso desbastado
de tus huesos hasta conferirle
forma de peine orgánico,
saludable y benefactor
nácar de tus caderas o de tus piernas.

No te vas, porque entretanto
te até a la silla con mi dolor,
que no puedes dejar de percibir
atenazando tus muñecas y tus tobillos.

¿Si no de qué ibas a estar aquí
soportándome?

Me miras y enmudeces, noto
cómo la tensión y el esfuerzo
se van acumulando en tu rostro
contenidas en unas bolsas desagradables
que penden de tus mejillas. Con un
palillo realizo una punción y
miles de pequeños caracoles
bastardos se despeñan
en los barrancos de tu barbilla,
para rebotar en las clavículas
y terminar poniendo perdida la
mesa.

Bueno, de momento es suficiente,
aunque ahora tu glauca hermosura
parezca una botella verde translúcida.

Las manos

Sibilinas, silabeantes y
sifilíticas cuando no
están pulsándote,
recorriendo tu talle
atildado con el sudor y la
impetuosidad de la siempre
inquietante carne.

Tomo un cigarro,
amotinándome, le destierro
de su castillo de papel, albal
y plástico y me lo llevo
tristemente a los labios. Le
prendo fuego, aspiro, le
alejo; apoyo la cabeza en mis
brazos, suspiro, tácito permito
caer una lágrima solitaria como
si no fuera capaz de percibirla.

Cojo la lata de lata de
cerveza y la desbordo en
mi boca, ahogo el mal aliento
de pardao descompuesto con
su blonda acuosidad indolora.

Enciendo el televisor y
pienso en romperle todos
sus malditos huesos eléctricos,
pero no merece el esfuerzo
que yo, de cualquier modo,
no podría concretar en
una acción determinada.

Resbaladizas, enfermas y
agostadas ahora que no
te encuentran; me miran
y piensan que no
radico en sitio alguno.

Que soy un muerto que huele
a muerto y que habla palabras
muertas mientras calla verdades
muertas que ya no significan
nada.

Siempre encuentro
otra lata de atún detrás
de la última, es un don
que tengo, una habilidad
especial después de años de
entrenamiento. La

abro,

le quito su concha de lata

de lata,
miro dentro y encuentro
atún sin ojos escuchando
por si cerca oteara algún
tenedor.

Pero yo soy más
listo, antes de que
se escape
meto el
morro
mientras
mastico
mucho.

El pobrecillo no llegó
a intuir nada.

Una circunvalación
de piel desgarrada y carne
abierta revolotea
sobre el centro maloliente
de mi buzón de tubo
digestivo,
allí donde las viejas marcas
?las cicatrices? se difuminan
y son autopistas de
sangre que unen nariz con
barbilla; y
los dientes observan inamovibles
aupados por las encías.