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soledad, ent lastung, pasto

En cualquier caso Elisa fue, o no fue, cuando la soledad. Y precisamente fue en ese momento porque era exactamente como la soledad. La soledad no te aporta nada que no puedas aportar tú mismo. Elisa tampoco.

La soledad es incapaz de aportar nada que no puedas aportar tú mismo. Por eso, normalmente, da miedo. Por eso creo que nos dormimos con el televisor, cagamos leyendo, miramos por la ventana en el autobús cuando viajamos solos. Es el verdadero momento de responsabilidad en el que no compartimos escenario con nadie y somos nuestro único público al mismo tiempo.

Me ducho, disparando por el desagüe las cosas que no quiero a un lugar tan indeterminado que existen en él como si no lo hicieran en absoluto, a efectos prácticos. Ya duchado, examino el correo, y encuentro un par de referencias a páginas porno. Como me encuentro curioso y torcido, las visito. No veo nada más que el sabor acuoso del plástico del kitsch sobreestimado de la excitación. Una de ellas es de amateurs, en lo que comprendo casi aún más kitsch, pero menos acuoso, menos troquelado, menos uniforme. Culos gordos en vaqueros que a duras penas contienen su contenido, manos sobre estómagos hinchados, tetas llenas de nervios y estrías, piernas celulíticas bailando al son de la penetración y los gemidos. Muchas menos tendencias, mucha más intención de estilo. Mucho más hacer la guerra con lo que uno tiene a mano, culos gordos, estómagos hinchados, tetas con nervios y estrías, piernas celulíticas, pollas flácidas, con lo primero que uno pilla a su alcance, con lo cotidiano. Pienso ahora que un historiador del futuro sacará mucha información de este tipo de páginas, si es que no desaparecen en una espuma de bits refulgentes, mucha información de lo que realmente fue siempre el porno de puertas para adentro, cámaras para fuera, mucho sobre nuestros hábitos alimenticios, mucho sobre cómo repetimos las fórmulas no escritas del sexo al igual que lo hacemos con el resto de las cosas. Mucha, mucha información. Impensable información en grabaciones de teléfonos móviles del culo de tu novia cimbreándose en la cadencia de las respiraciones respingonas del comienzo de un siglo que, aparte de la entidad del número, no tiene mucha idea de su situación en el tiempo y en el orden y sentido de las cosas.

al otro lado del otro lado

El día se estaba convirtiendo en una maldita mierda. Todo el mundo alrededor digería sus intestinos volcados en un plato mientras se atiborraba de tinto rojo tinto. Soltábamos risas de cuando en cuando, para no perder el contacto con el pútrido suelo, manchado de las babas de lo que todos deseábamos que ocurriera en vez de lo que efectivamente estaba ocurriendo, las risas efímeras risas daban vueltas alrededor intentando encontrar un sitio en medio de tanto desastre, sin conseguirlo. Yo cantaba por lo bajo a los strokes, “I’m tired of everyone I know, of everyone I see on the street and on tv”, y luego “I hate them all, I hate them all, I hate myself for hating them”. Por debajo de la mesa notaba el contacto de pies entre María, a mi lado, y Luis, malditos pacatos, justo enfrente de ella. Ambos tenían sus novietes a su vera, lo que no dejaba de parecerme hilarante y asqueroso. Al mismo tiempo que se toqueteaban los pies abrazaban y besaban y sonreían a los señores de sus vidas. Precioso, pero podían dejarse de estupideces e irse a follar al baño. Sería mejor. O de copas. O a regalarse rosas y libros. Todo menos este estar y no estar en medio de ninguna parte fingiendo estar en algún sitio. Creo que era lo único medianamente simpático que había alrededor, pero no puedo asegurarlo, porque no podía saber lo que estaban haciendo los demás debajo de la muselina del mantel que delimitaba dos realidades disyuntas y maniqueas. Seguramente hubiera más muselinas, pero cada uno las tenía en su propia cabeza. Bien guardaditas. Mejor hacer el gilipollas todos juntos orquestando un teatro de maniquíes de tienducha medio arruinada que desempolvar las personalidades y ponerlas juntas, a ver qué hacen. No comprendo ni puedo dejar de comprender a qué coño estábamos jugando.

Cuando llegaron los postres la situación estaba desarbolada, nadie podía fingir ni un segundo más estar a gusto, pero el casco se mantenía intacto, así que todos como imbéciles nos íbamos preguntando qué tal la vida, que es eso que se hace cuando no hay ni una puñetera mierda que decir y poner en común. Creo que ahí fue cuando pedí una botella de orujo de hierbas para dar por finalizado el parlamento. Empecé a tragar verde orujo verde como un verdadero conquistador del cristal transparente cristal de la botella. Empecé a tragar sin poder dejar de hacerlo, no sé si me explico, pero juro que lo intento. Empecé a tragar como si hubiera cogido impulso, que era aproximadamente lo que había estado haciendo. Chupito tras chupito preguntándome si en algún momento alzaría mi rocosa voz por encima de los demás para decir “menuda mierda, joder” sin tartamudear, porque cuando estoy muy enfadado y siento que tengo toda la razón del mundo tartamudeo sin poder evitarlo, debido a la tensión de la verdad sobre mi cuello de buey anafrodita en el teatro, cuando el teatro es la misma vida. De momento iba aguantando con chupito sobre chupito de verde orujo verde en cristal transparente cristal. Iba aguantando viendo como Luis y la antonia de turno y María y el paquito de turno intercambiaban risas y besos por encima de la mesa y pies por debajo. Iba aguantando pero lo mismo que me hacía aguantar, el orujo, terminaría por desatar mi lengua y mi tartamudez motivada por el peso de losa de la verdad. Qué estúpida hinchazón de tiempo perdido, qué lástima de pensiones y bancos en los parques, que lastimera exasperación de tardes y tardes viviendo juntos y aunando miserias para después ir a frotarse los pies con otro imbécil en la misma situación.

Mientras tanto, sobre la mesa, la cuestión se estaba poniendo tensa. Unos y otros intentaban encontrar motivos para no continuar la juerga. Retahíla de excusas sobre el tapete. Nadie se atrevió a decir realmente lo que sentía, si es que llegaban a sentir realmente algo más que hastío dentro del cóctel de buenas formas. Todo el mundo se largó con un “nos vemos” rápido, inocuo, indoloro, menos las dos parejitas interconectadas, que querían quedarse, y Estricnina, mote con regusto étnico de Esperanza, por su corrosiva acidez y su espasmódico gusto por la sorna.

Me quedé. Para que negarlo. Pudo más la curiosidad que el odio. Mientras nos acercábamos al garito que uno de los andróginos equivocados conocía de oídas me deslicé justo detrás de las conversaciones. Parece ser que la antonia de Luis quería irse, y María intentaba con todas sus fuerzas convercerla de que sólo se veían un par de veces al año, que había que celebrarlo, que se quedara… el paquito de María se lo estaba pasando en grande pensando que su mitad tenía ganas de juerga, por un día… y hablaba con Luis de unir cerveza con bourbon mientras éste sonreía en falsete, mirando al frente… mentira sobre mentira para un roce en el baño o para un polvo mal echado entre meadas en un reclinatorio maloliente como sublimación vital. La gran consumación del siglo, penetraciones sobre sanitarios saturados de excreciones recientes… en el mejor de los casos. Estricnina se situó milimétricamente a mi lado, tan atenta como yo al espectáculo.

  • Es divertido, ¿no? – apuntó.
  • ¿El qué?
  • Todo este juego de sombras.
  • Todo este juego de imbecilidades.
  • Toda esta combinación de imbecilidades.
  • Todo este esfuerzo de imbecilidades a pleno rendimiento.

La miré a los ojos el tiempo justo para ver que ella mantenía la mirada.

  • Tienes un nombre terrible, Esperanza.
  • Llámame Estricnina, no te cortes, sé que lo haces constantemente.

Me miró a los ojos el tiempo justo para ver que yo mantenía la mirada.

  • Estricnina, ¿qué te parece si vamos a un sitio que conozco más o menos cerca de aquí?
  • Me parece perfecto.

Creo que desde entonces estamos allí.
Lo cual es sorprendente. Y edificante.

Porque cuando Pandora abrió su caja no pudo evitar horrorizarse ante lo que vio salir a trompicones de allí y en el último momento cerró la tapa. Y lo único que quedó dentro, para todos menos para mí, fue la esperanza. Hay otras versiones, pero no están bien documentadas.

Qué cosas.

no: no dormir

El tipo se dobló con un “bluf” agudo de gaita aplastada por un gato en celo. Era mi puño el que estaba pegado a su ombligo, rígido como una tabla, sin que consiguiera explicármelo del todo. Sus ojos lagrimeaban mientras se replegaba sobre sí mismo. “Volviendo a la posición fetal. Cuando las cosas se tuercen volvemos al principio, supongo, a donde todo empezó y no había nada que pudiera herirnos”. El culo que yo había estado tocando en las últimas dos semanas era el de su hermana, y no le sentó nada bien. Por las mismas memeces de siempre, cómo no. Si ni a mí ni a su hermana le parecía mal el que mi mano estuviera en su culo, no entendía qué tenía que añadir el hermano, excepto por esa costra rocosa que forman a nuestro alrededor las pamemas que nos van diciendo. Esa costra deformada y agrietada que se nos impone todo el tiempo desde que nacemos, repitiéndose y repitiéndose hasta que el momento cambia y somos nosotros quienes se la repetimos a otros.

No tenemos ni puñetera idea de lo que hacemos, nos limitamos a movernos como marionetas bien entrenadas. Los hilos no son perceptibles a simple vista, pero están. Me había invitado a tomar un café, y yo pensé que una charlita no vendría mal. Pero enseguida empezaron los hilos a retorcerle el cuello, impeliéndole a actuar. Y de repente mi puño orlaba su ombligo, rígido como una tabla, mientras una gaita aplastada por un gato tañía. El costrón asqueroso le había llevado a insultar a su hermana. La posesión que conlleva el sexo se extiende en oleadas, y nadie se libra de la onda expansiva, de uno u otro modo. Cuando doblé la esquina seguía arrodillado en el suelo.

Me encontró un par de horas después, mientras intentaba digerir una cerveza hablando con el camarero del precio de las cosas. Tenía los ojos inyectados en sangre y una rabia contenida que no le permitía pensar, así que le dejé hacer, un rato, mientras torpemente me golpeaba el pecho, con ganas pero sin idea. Después le invité a una cerveza. Le dije que no haría nada que su hermana no quisiera hacer, por principio propio irrebasable, pero que eso era todo lo que podía decir. Todo dependía de sus ganas… y de las mías. Intenté hacerle entender que el tema de los cuerpos pertenece exclusivamente a sus propietarios, y que no podría respetar mejor a su hermana que dejándola vivir como ella quisiera vivir. Él me habló de no sé que cosas de la juventud y de su falta de tino y criterio, cuando no pasaba a duras penas de los dieciocho años. Le pregunté si él sabía mejor lo que le convenía que ella misma. Me dijo que sí. Seguí con un trabajo de verdadero fajador, de guerra de resistencia activa, durante horas. Cuando nos despedimos ni siquiera había conseguido arañar el sucio costrón que le colgaba por todas partes, convirtiéndole en un completo imbécil.

Recuerdo que después, en casa, no podía dormir. Daba vueltas sin parar, en círculo. No conseguía comprender la derrota. Las palabras eran claras, las ideas debajo de ellas también. Pero no había conseguido doblegar al doblegado. Es difícil comprender la derrota, mucho más que acostumbrarse a ella.