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cuadernos del absurdo

CUADERNOS DEL ABSURDO.

Parámetro uno: el tiempo.

1. Rosas en la cadera.

Sombreando las caras con el gris macilento
de la noche que empieza, rompiendo
el aire en humo negro que huele a sudor,
comentando el fuego con fuego y el hambre
con más y mayor hambre. Tengo tu piel
en la cartera y es un yugo pesado,
un lastre de años mirando impotente el disolvernos
en azul y noche o noche y azul o no recuerdo
ya bien
en qué lo hacíamos. Estoy borracho,
lo justo para no ver lo que no quiero
y creerme lo que deseo, lo justo
para no enfermar de una vez y para siempre,
lo justo, quizá, o sé seguro, para seguir viviendo,
lo justo para tener hambre, y sed, y sueño, o para
no tener nunca más sueño, ni sueños.

Hambre de fuegos que respondo con fuego,
hambre de estupideces que no quiero y no me creo.
El cetro del Dios de turno me golpea en la cara,
quiere decirme algo.
Quizá que este no es el camino.
O que éstas no son las rosas.
O que este no es el juego, simplemente.

2. Palabritas en la calle.

Me hablas como si quisieras decirme algo,
y estoy convencido de
que estás convencida de
que quieres decirme algo.

Balbuceas, adiós a las cosas coherentes,
adiós a los ritmos,
adiós a tus trinos de cuando todo va bien.

Me estás recordando que te dije una vez que para
escribir bien había que vivir mal. Yo intento decirte
que todo eso era una estupidez, que no tenía sentido,
que es lo que se dice cuando no se sabe nada
y se quiere todo. No puedes entenderme, porque
aquel yo tiene más fuerza que el que te habla ahora.
Porque te viene mejor.

Qué cruel atizarme conmigo mismo. No sé si te das cuenta.

Qué cruel cuando yo ya no, y te lo digo.

Cuando di la vuelta de tuerca y me senté encima de los restos.

Qué cruel cuando lo que hablas no tiene sentido.

Qué cruel, porque pago las deudas que otro firmó por mí.

3. Elefante más o menos azul.

Son los mismos días. Estoy en el mismo sitio.
Tengo las mismas corazonadas.
Tengo la misma dentera.

Tómame o déjame, pero no me juzgues
más de lo necesario. Estoy en el mismo sitio,
fuera de lugar,
como un elefante azul en medio de ninguna parte,
es cierto que estoy donde estuve.

Pero ya no soy azul, creo que soy verde…

No te dejes llevar por las impresiones en la retina,
hablan más de lo que dicen.

quieto e inquieto

Al anticuario le gustan los espejos. Ha aprendido que es el lugar donde puede ver su cara. El anticuario disfruta con los museos, porque es donde la vida se fija, aunque cuando la vida se fija muta y es otra cosa (gracias, principio de indeterminación, por tu labor indestructible de defensor de lo que es), aunque cuando alguien se pone a hacer un museo discrimina lo que para él lo es, y desde luego lo que no lo es. Cuando uno hace un museo, aunque sea de metralla, de un modo o de otro no consigue hablar más que de sí mismo, aunque la intención sea muy otra.

El anticuario aprendió hace tiempo a hacer de la derrota una victoria, y de la depresión un motor vital. No sé si llamarlo depresión o llamarlo angustia, o llamarlo agujeros, o ponerle un nombre nuevo para divertirme un rato. A lo que quiero aludir con depresión es a ese estado de vacío en el que nada significa más que otra cosa, que te detiene. La resultante de ese estado es la desesperación, la angustia, los agujeros. El causante del estado es el, en principio, sin sentido de vivir.

Escribía hace más de diez años:

Susana abre las cancelas
de su tímido, tórrido y
elocuente imperio.

(Ella en realidad no quiere esto, pero
el sacrificio de su cuerpo es
el único que entiende y el
único único al que estoy dispuesto).

Todos los cerrojos se liberan, y
todos aquellos que soy en sus umbrales
ahora franqueables saludan con
estentórea risa los horizontes
descubiertos.

Y cada uno de mis inventos
toma posesión de su reino.

Y cada uno de los juegos sale
de su caja y extiende el
tablero.

Tras largo tiempo, todo está ya
bien dispuesto.

Y corro uno aunando mis cuentos
para salvar aquel otro que ahora es
el punto cero de estas nuestras
distancias.

Tiro el dado, y cuento.
La partida ha llegado desde tu
infinitud transitable hasta todos
tus más renuentes escondites.

Te tomo la mano y lucho por
soslayar tu espejo, que es aquel
lugar donde tan fiel y
terriblemente me reflejo. Construyo
otro que me dice que soy el
señor de tu tiempo. El maldito
amo de nuestro universo.

Así puedo ver y veo
cuando Susana abre y
sólo sin ver lo que no veo
abrazar abrazar todo su
esfuerzo inútil e inmenso y
amarlo con fuerza y
olvidar olvido el sopor del
olvido y que todo y
la casa los gestos los
cuadros los rostros son sólo el
cristalizar de las reglas que
invento y aplico en un
cuento que cuento y me cuento
jugando cretino a vivir
en este como en cualquier.
En otro. Sitio.

En cualquier otro sitio.

Vivir no tiene sentido, pero tampoco lo tiene no hacerlo. No hay cosa más que otra. No es más relevante insertarse en un nirvana de vacío gracias a la muerte. No es que vayamos a ir a mejor, simplemente a lo mismo. De acuerdo, allí no nos vamos a enterar de nada, pero esto es una alegría insignificante. Estar aquí, en mi cuarto dentro de mi casa, no tiene sentido, tampoco lo tiene estar en cualquier otra parte. Por tanto, escojamos un sitio y construyamos algo, por el mero placer de construir.

Cuando uno acepta la derrota conoce el verdadero sentido lúdico de las cosas. La derrota no se acepta cuando uno piensa que no puede merecer la victoria, sino cuando se da cuenta de que no hay victoria en sí. Esto es, la victoria no existe. Toda victoria es en el tiempo y cae con el tiempo, por ejemplo (hay mucho más). La victoria es una convención. La victoria y la derrota son lo mismo. Para no inventarme un término nuevo a la resultante de la fusión de ambas la llamo derrota, porque me parece más aproximado a la realidad. Es una opinión, nada más. O quizá es que la palabra me gusta más, no sé.

Me gusta pensar que nos hemos encontrado un estado de cosas, sobre el que tenemos un poder variable de cambio, pero un estado de cosas al fin y al cabo. Cuando uno comprende que esto es lo que hay comprende a su vez esta historia de jugar con los elementos para producir un cambio. Y entonces comienza la diversión, que no es sino otro el sentido de la vida.

Por mucho que me coma la cabeza, voy a terminar en el mismo punto de partida, del cual no me he movido nunca a lo largo de los años. Siempre he estado en el mismo sitio, ¿cómo voy a hablar de victoria o de derrota?

Y ahí comienza el juego. Cuando llegan los agujeros me invento algo. Algún juego, alguna chorrada. Me invento un juego. Me invento una campaña de sensibilización, por ejemplo. Hago los logotipos, diseño una web con ello. Redacto formularios y documentos, hago toda la papelería de la campaña. Me divierto un rato. Lo importante no es lo que se hace, sino cómo se encuentra uno cuando lo hace. Y yo, mientras invento, estoy feliz. Que me digan lo que quieran, a mí eso me basta. Una forma de vida de la depresión y la derrota. Lo único exasperante de la depresión y la derrota es que paralizan. Lo que hunde es el estar paralizado, como un conejo ante los faros de un coche. Da igual estar aquí o en cualquier otra parte. Así que, ya que estoy aquí, voy a hacer algo. Todo será perfecto si me echo unas risas mientras tanto. Algún día podré decir «he hecho todo esto». Porque esa es la depresión final de los agujeros cuando uno no se pone en movimiento, que con tanta tontería del sentido de las cosas y la vida, han pasado los años y se han ido vacíos. Y eso es desaprovechar la fuerza que contienen, porque cuando uno es feliz no quiere más, no quiere cambios, no quiere dejar de serlo, pero cuando uno siente la angustia no sólo quiere más, sino que necesita más. No hacer nada sería ir en contra de los agujeros, del combustible de la angustia. La angustia es lo único que nos lleva a buscar, la felicidad busca continuar, mantenerse en el tiempo todo el tiempo posible.

Es mejor jugar. Es mejor no quedarse quieto, tampoco moverse demasiado. Quieto e inquieto, eso es lo mejor. Con el tiempo, pasar el rato se convierte en un modo muy fecundo y jovial de vida. Me podéis decir que es frívolo, pero esta es una conclusión tremendamente superficial, porque cuando uno hace algo está realmente implicado con lo que hace. No es substancialmente importante que uno cambie de ocupación según vayan viniendo. Vivo todo a lo bestia, pero nada para siempre. Cuando uno determina un juego de una vez y para siempre, se convierte irremisiblemente en esclavo de las cosas.

En un necio.

poemas rescatados

poemas rescatados

A.
Tienes miedo. Crees que
sobras. Piensas que por lástima
—o algo así—
sigo compartiendo Madrid
contigo.

Yo te escucho decir esto
y miro impotente tus pequeños
ojos húmedos.

Impotente te escucho. Sin palabras.
Sólo besos y abrazos que tiendo hacia ti
intentando que comprendas. Termino la
cerveza. Aún no sé decirte.

B.
Quiero que comprendas. Afuera la prisa. Aquí
dentro la cafetería y

estamos sentados. Alrededor las mesas y
aquí mismo La Mesa. Quiero y

me empeño. Caigo rendido y tú estás
a doscientos kilómetros de mí, no puedes y

te esfuerzas y no entiendes. No podría
decirte, ojalá pudiera señalar con el dedo y

mostrarte lo evidente. Lo que con palabras
no puedo. Y afuera Tú, Yo, y

adentro un hueco donde aún un dulce perfume
recuerda nuestra estancia, aquí,

dentro.

FINAL DEL REINO, O ALGO.
1.
Tengo los huesos empapados
de esta fría y constante lluvia
y, mientras los coches rebuznan
su inmarcesible canto asfáltico,
paseo las calles que me eluden
forjando un vacío en derredor mío.

Yo soy un punto de nada
en la vida que ubícuamente
me rodea, un caparazón sin
carne que mira, sonríe,
enciende un cigarro y
sigue andando.

Tengo todos los años en mi
cabeza, como gotas de estaño
refulgen en mi memoria, hacen
sonar campanas de variopintas
melodías, de distintos chismes
y calendarios acordonando con
sutil hilo los compartimentos estancos
de mi pasado.

Tengo los huesos empapados, lentamente
controlo con eficacia mis pasos,
late en mí la huida maldita
que me ocupa desde que
no
estás
a mi lado.

Un vano en movimiento,
encendiendo frágiles corrientes
que yo solo percibo en este vergel
de días y luchas y muertes
estúpidas, estúpidas…

Sobre la puerta acrisolada
un letrero reza “entra”, acepto
el reto y hago girar el
pomo de la cerveza.

2.
Asesino la calma con voz
turbia y pido: la
mismísima vida en una jarra.
Oigo gotear mis pensamientos en
las cuencas calcáreas de mi cerebro,
nacen de un brillo, se arrastran
por tonterías de cemento, su matriz
prometida, ven la luz
y
caen
al
fondo,
donde sólo es real el olvido.

No podría ser de otro modo. No
saben que, de alguna forma, aún les
gobierno lo suficiente como para
no dejarme reparar en ellos. No
tienen ni idea, están equivocados,
ven al fondo el resplandor y
nacen a un abismo que los absorbe
y desposee de cualquier rastro de
existencia.

Ellos son peligrosos. yo estoy aquí
y huelo su corazoncito blando
e indefenso, su punto débil
y neblinoso. Ellos son el peligro,
yo corro, les destruyo mientras
avanzo.

Sorbo vida amarilla y nacarada,
de la jarra. Ahora es perfecto. Apago
el cigarro en el cenicero. Observo.
Somos grises y giramos. Me concreto en un rostro, le abrazo,
me acuesto en sus labios
y me voy desposeyendo. Empiezo
a conseguir sonar a hueco. Hieráticamente
le convenzo de mi carácter fantástico.
Es sencillo el resto. Demasiadas
sábanas, demasiados besos fingidos,
demasiado tabaco. Estoy
huyendo.