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pa qué nada

Es tremendamente prudente no salir demasiado, encogerse dentro del pecho y no ver. Ni siquiera ver. Hoy he estado en los foros de el país, para leer algo interesante. Estuve en el foro general de cultura y en el específico de multiculturalidad e inmigración.

Es curioso ver cómo la falta de respeto es un lugar común, casi ciertamente el único lugar común. Vivimos una época en la que los matices han sido lijados por el beatífico «estado del bienestar», supongo. Se ha olvidado, por ejemplo, que defender las propias ideas tiene muy poco que ver con imponer las propias ideas. Y eso es porque se ha pervertido el significado de la misma palabra «diálogo», vea usted. Un diálogo no tiene como único objeto convencer al otro de que nuestras ideas son mejores, o más convenientes, sino que más bien es ese un efecto colateral y nunca sine qua non. Vea usted que el sentido del «diálogo» no es sino acercar la comprensión (que no la asimilación fagocitada) de dos posturas diferentes. El sentido del dialogo no es sino terminar diciendo: «no comparto su postura, pero le juro que la comprendo». Recuerdo que cuando hablaba con una cierta lindísima paloma, luz de donde el sol la toma, siempre me comentaba que yo nunca asentía sin más, que siempre puntualizaba o debatía. Amiga mía, eso es el diálogo. «Entonces no sirve para nada, no lleva a ningún lado». Medir el diálogo en términos de eficacia a la hora de cosechar acólitos es hacer de él un delicado ejercicio de sofismas, técnicas y hojas de resultados. Comprender no es justificar, es aceptar. Qué cada quisque viva como le venga en gana mientras no joda a nadie, por muy feliz que sea yo con mi vida mi fórmula sólo me vale a mí. Y ni eso, la mayor parte del tiempo. Dialogo porque me gusta comprender, redimensionar la realidad, no con vistas a una infumable guerra santa más o menos deleznable o razonable.

Ahí va el segundo matiz que pone todo perdido de tierra. En la era de la comprensión parece que comprender al otro es algo así como restarnos a nosotros mismos un punto. Pues mire, no, le comprendo, pero sigo pensando lo mismo, y con la misma fuerza. Pero ahora entiendo cómo es ese curioso fenómeno de que usted piense de otro modo diferente al mío.

Mientras con la boca grandilocuente se alude constantemente al diálogo y a la comprensión, con el poder fáctico de los hechos se denostan ambos conceptos sin pudor alguno. Nadie arruga la nariz al hacerlo. Y se tiran los trastos los unos a los otros con denuedo, se escupen, se tiran del pelo, se pellizcan y se llaman «feos». Porque esa es otra, si no se puede, no se sabe, no conviene (o no se quiere) comprender al otro y esgrimir sutiles argumentos, demostramos la idiotez de las ideas llamando al «oponente» idiota. Y tan panchos. A tomar por culo. Y así nadie comprende a nadie (porque nadie dice la verdad, no se tiene tiempo entre insulto e insulto y hablar con el corazón es exponerse a la fotosíntesis del desprecio atinado, bien dirigido) y perpetuamos la somanta de palos a lo largo del tiempo. Los palos son lo único que queda cuando se retiran las aguas, lo demás ha sido hablar por hablar. Nadie comprende a nadie, pero es porque nadie quiere.

Y el rigor histórico como punta de lanza, lo «que nos hicieron», lo «que les hicimos».

Es para morirse de risa. Fueron y fuimos «otros» los que hicieron, fueron o fuimos «otros» los que sufrimos. Nadie parece darse cuenta de que estamos juntos en eso sin comerlo ni beberlo, y de que si no tenemos una convivencia más simpática es simplemente porque nos lo montamos fatal, y cuanto más acudamos a supuestos «naturalismos» (culturales, religiosos, históricos, políticos, psicológicos…) peor nos lo montaremos. La falacia naturalista es una figura ideal para convertir cualquier convivencia en un comedero de patos.

Me parto la polla y me chasca el rabo cuando todos dicen alegres ocurrencias como «el diálogo es lo único que nos hará vivir juntos» mientras luego llaman «moros» a un indeterminado grupo donde colar todos sus agujeros emocionales.

Al fin y al cabo la «masa» (quien se sienta aludido que lo sea, yo no digo nada de nadie) es como la mayonesa: le quita el sabor a todo para poner el suyo propio.

No nos equivoquemos, la «masa» como tal no piensa, sólo sigue ciertos tópicos, refranillos, dimes y diretes que circulan a modo de consignas religiosas, que se filtran en el aire y encuentran un buen espacio vacío donde quedarse. La masa es la aporía de la democracia, que siempre supone a sus componentes libres, independientes e informados, pero se encuentra siempre con el reverso tenebroso del ciudadano. Qué estupendo medio de gobierno sería la democracia si encontrase las condiciones adecuadas de presión y temperatura.

Aquel que sepa batir los huevos con un poco de aceite y algo de limón podrá informar a la masa del sabor que tiene la mayonesa conveniente. Y no tendrá que hacer más. Qué estupendo triunfo de los asesores de imagen de Bush, por ejemplo. No importa lo que haya hecho o dejado de hacer, importa lo que dice que es. La boca grandilocuente no calla.

Y así todos podemos seguir diciendo que somos razonables y sinceros, cumplimentando el ejercicio de la doble moral que siempre ha sido siempre. Te digo que te respeto mientras, al mismo tiempo, te saludo con mi bate de beisbol.

Yo me voy con mi juego de ordenador donde unos machanguitos hacen lo que tienen que hacer, levantan ciudades, y yo intento que tengan casas grandes, bien iluminadas y con todas las comodidades. Lo que hagan con su tiempo, la verdad es que me la suda. Me imagino un gran hermano en cada hogar cibernético y la verdad es que me importa un bledo. Que cada cual haga lo que le venga en gana, pero por favor, que no me toquen los imposibles ni los naturalismos.

fiesta por el plecostomus

La semana ideal. Si no fuera por la cantidad de cosas que tengo que hacer, y por la cantidad de gente con la que he quedado ya, me metía en la cama con una caja de valium y a tomar por culo la semana, durmiendo hasta el lunes. El lunes supongo que ya todo sería otra cosa.

Ayer, cuando llegué a casa del trabajo, el plecostomus había muerto.

Su cuerpo, fláccido, de costado, se mecía por las corrientes de agua. Estaba muerto. Diez años de pez a tomar por culo por un fallo en los tubos del filtro de agua. Vete en paz, colega. Te voy a echar de menos. Te voy a echar un huevo de menos. Ya te echo de menos.

Que no me vengan con cuentos, ya sé que los peces se mueren. Pero la vida es una mierda, generalmente.

El óbito se produjo en algún momento de la tarde, cuando yo no estaba. No pude estar contigo, colega. Tenía que pagar la luz y el agua, la comida y el alquiler, el precio de la vida misma. No vale casi nada. No pude verte morir, después de diez años de vida y cuatro de convivencia, ni siquiera pude verte morir.

Lo único que pude, hace un rato, es cogerte con la cesta, meterte en una bolsa llena de latas vacías de cerveza y tirarte al contenedor. Ahí estarás hasta que venga el camión de la basura. Un final bien triste. Al menos anoche te velamos. Yo te velé, colega. Ahí estás, ahora, en el contenedor, entre las mierdas de la mierda de gente que vive por aquí. Un pez, un pedazo de pez, un pedazo de cabrón, un colega, entre millones de envases de yogures y filetes y demás sandeces. Yo te velé, colega. Yo lo hice.

No quise hacerte una foto. No vale la pena. Tú ya no estás ahí.

Pero da lo mismo. Ahora tu cuerpo está ahí, a diez metros de mi casa, en un contenedor gris y naranja, pudriéndose en paz. No sé… qué hay de ti ahí. No puedo hacer otra cosa, no creo en nada, tío. No puedo hacer ninguna liturgia, excepto velarte. Estar con tu cuerpo cuando tú ya no estás en él. No sé por qué lo hice. Lo hice y punto. Tu propia entropía se resolvió en un trepidante golpe de efecto. Lo siento, colega, lo siento. Joder, tío, lo siento. Hacía un año que no revisaba los tubos. Jamás pasó nada. ¿Cómo iba yo a pensar que se iba a salir toda el agua por algún maldito lado? ¿Cómo iba yo a pensar ayer que te iba a joder vivo? Tú estabas de puta madre, antes de ayer te vi nadando como un cabrón. Pensé que todo había quedado en un susto de mierda.

Pero supongo que no.

Deberían dar un puto permiso para que la gente tuviera acuarios, con bichos dentro. Deberían hacer una mierda de examen, un puto psicotécnico. Yo creo que los suspendería todos. Lo siento, cabrón, lo siento. Lo siento, tío, perdóname, ni siquiera sé aún qué paso. Lo siento, tío, joder, lo siento. Cabronazo.

Me llevo tu cuerpo fláccido al contenedor, colega. Tú debes estar ya en otra parte, porque no protestas.

Me volví a mirar en el espejo, para volver a comprobar si estaba al otro lado.

Y lo estaba.

Y me pareció igualmente suficiente, en este estado disfuncional de cosas.

No sé dónde estoy. Tengo ganas de llorar de ganas de llorar.

Este post se perderá en la bitácora como lágrimas en la lluvia, que decía el replicante.


Porque todo es igual y tú lo sabes,
has llegado a tu casa, y has cerrado la puerta
con ese mismo gesto con que se tira un día,
con que se quita la hoja atrasada del calendario
cuando todo da igual y tú lo sabes.

Luís Rosales.

taradeces

La vida es un lío terrible, una suerte de coincidencias y desencuentros, un desastre, en líneas generales.

Mi casa es una orquesta. Suena la puerta de la entrada, desprovista de pestillo, por las corrientes de aire. Toc. Toc. Suena el sistema cuántico de llaves que protegen el termo de la presión excesiva de las cañerías. Suena el cable roto que va del grifo al telefonillo de la ducha. Plac-plac. Gotitas que resuenan. Suena la nevera cuando se enciende y cuando se apaga, haciendo que el televisor parpadee en blanco y negro un segundo para un segundo después volver al color. El parquet se ha levantado allí donde cayó el agua del acuario, tengo un vesubio de madera tentando al cielo. Cualquier día entra en erupción y me llena de mierda plasmática o endogenética. Suena el palomar contra las paredes, suenan las cañerías, muertas de envidia. Suena la cisterna, que no cierra bien y está siempre cargándose un poquito, en sorbos lentos…

Decir que, en líneas generales, todo ello no es una metáfora de mi propia vida sería contravenir un par de leyes de la relatividad general y algunas de la cinética. Sobre todo se contravendría la segunda ley de la termodinámica. Esa sí que es específica de mi caso.

Y mientras la botia daba tumbos muerta mecida por las leves corrientes que la bomba de aire genera en el acuario, yo acababa el café. Miraba a la botia, miraba el volcán de generación reciente. Miraba las mañanas, miraba las noches, miraba las palabras con las encías sangrantes, rotas. Quizá tenga escorbuto o algo así. No como mucha fruta, últimamente. Nada. Quizá algo peor, yo qué sé. Resignado y con una media sonrisa entre los labios miraba. En el fondo derretido porque el caos es el modo en el que me gusta vivir. La entropía es una realidad que no me hace falta negar. Me deshago. Mi pequeño sistema ordenado pierde la gravedad que lo cohesiona y empieza a expandirse en el caos. Me disperso. Ya no tengo la fuerza suficiente como para mantener todo esto unido. Estoy en otra parte.

Y allí donde las cosas fueron generadas es donde deberán destruirse por necesidad, cumpliendo expiación conforme a su injusticia con el orden del tiempo. Anaximandro convivía con la entropía. No sé si le gustaba, pero la conocía y la asumía perfectamente. Menudo fiera. Qué curioso que precisamente nos legara ese fragmento tan terrible y tan lúcido (lo que viene a ser lo mismo, la lucidez es, en sí, terrible, porque todos estamos medio idiotizados todo el tiempo).

Acabé el café y me levante. Cogí la cesta y recogí en ella a la botia. No puedo negar que en la cocina se me escurrieron un par de lágrimas. Nada serio. Le había cogido mucho cariño, la verdad. Pero es ley de vida, los que no se van se mueren, y si no te vas tú o te mueres tú mismo. Fui al baño para mirarme al espejo, comprobando si aún estaba al otro lado.

Y lo estaba.

Me pareció suficiente, en este estado disfuncional de cosas.