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verse

Hay cosas peor que muertas, ausentes,
que dejan marcas como cuadros arrancados
de las paredes.

Redundar en el existir es redundar en uno mismo una y otra vez, porque en suma redecorarse normalmente es sinónimo de traicionarse. No siempre, hay que saber hacerlo muy bien.

Chejov y el monje negro, de nuevo, redundando en la no-traición de verse.

Es la misma cerveza que suma y sigue en el acto contemplativo del pensar sin razonar, el pensar mismo de comunicación inmediata con lo circundante y uno termina sintiéndose escritorio, lo juro, uno termina sintiéndose vaso, teclado, cigarro, libro, silla, parquet, guitarra. Sobre todo guitarra, creo. Uno tiene cien ojos puestos en cien sitios diferentes, y como el master del juego de rol va coleccionando datos, resultados, acciones abiertas, conclusiones cerradas. No tengo duda alguna sobre ello.

Chejov y el monje negro, de nuevo, redundando en la no-traición de verse.

a veces pasa algo

Un día como cualquier otro conocí a Laura, una noche de fin de año en la que, sin planes previos, había terminado en un garito cercano a mi casa. Me acerqué a la barra y pedí un litro de cerveza sin mayor intención que acabarlo cuanto antes, como terapia anti-reflexión, e irme a casa a dormirla sin contemplaciones. Entonces fue, después del segundo o tercer sorbo, cuando se acercó a mí y me dijo:

– Estás muy guapo sin barba. Si saliera por ahí contigo te pediría que te afeitaras todos los días.
– Tiempo al tiempo.

Y la miré un minuto largo, sonriendo ella desde vete tú a saber qué torre de marfil, para volver después a la jarra. Di un sorbo lento, sabiendo que no estaría allí a mi vuelta, como casi cualquier aparición más o menos fantasmagórica. Cuando apoyé el cristal en la barra otra mano lo levantó y me condujo de lleno a sus ojos, mirándome tras cristal y nacar y espuma de cerveza.

– Lo digo muy en serio.
– Yo también, tiempo al tiempo.

El rubor mezclado con indiferencia me golpeaba las sienes. Cogí el litro de entre sus manos y me lo llevé a los labios, mirándola directamente. No sabía qué ver porque nunca supe qué buscar.

– No estás muy animado.
– He tenido décadas mejores, no voy a negártelo.
– No me vas a negar nada.
– Es probable, pero no deberías forzar tanto.
– No estás en situación de amenazar con nada.
– Eres demasiado lista.
– No te infraestimes, amigo mío.
– Manías que tengo.

Pidió otro litro de cerveza y brindamos. Más tarde mis dedos se volvían nata sobre sus caderas, perfectamente dibujadas en mis sábanas de raso.

noche de paz

La nochebuena yo andaba dando aldabonazos en la puerta de mi suegro cuando ella patinó en el hielo, cayó al suelo y dejó de respirar. Me acerqué a su lado y vi que me miraba tremendamente asustada, haciendo terribles esfuerzos por volver a verter aire en los pulmones, expresando confusión y miedo, un miedo horrible. Yo no supe que hacer excepto pensar no, no, no todo el tiempo, y lo pensé tanto y tan fuerte que acabé gritándolo con todas mis fuerzas y fue algo así como:

– ¡¡¡¡¡¡NOOOOOOOO!!!!!

Y eso pareció ser suficiente, porque inspiró. No quería dejarla allí tumbada, en el frío del suelo helado, así que la levanté y la cogí entre mis brazos mientras lágrimas como puños corrían de mis lagrimales hasta su cuello. La puerta se abrió, entretanto, y a mi suegra le dio por pensar que ya veníamos borrachos, así que entornó la puerta tras de sí (hay cosas que los invitados no deben oír) y empezó un amago de gran bronca navideña. No se tranquilizó ni cuando yo empecé a explicar lo sucedido, así que hubo un par de minutos cruzados, ella llamándonos borrachos y yo diciendo «que casi la pierdo, que no es eso, que casi se acaba todo…», «podéis emborracharos con vuestros amigos de mierda, imbéciles, pero no hoy, ¿tenéis alguna idea de quién ha venido a la cena?, ahora mismo vais a la cocina sin pasar por el salón y os preparo mucho café y no os movéis hasta que no os despejéis un poco», «que no, que se ha caído, que no hemos bebido nada de nada, joder, que sólo ha patinado en el hielo de la mierda de chalet residencial de lujo a tomar por culo del calor del aglutinamiento humano…»

Y al final lo entendió, y en un segundo cambió su cara a modo dolor intenso, y sin acercarse siquiera a ella se dio media vuelta y entró en casa gritando «¡ayuda, por Dios, que la niña se ha caído, ayuda, por Dios». Y yo me quedé allí, con ella, odiándolos a todos no por lo que parecen sino por lo que son. Vinieron algunas docenas de brazos que me la arrebataron de las manos y la metieron dentro, y cuando por fin entré en aquella casa me encontré un círculo de mujeres en el salón, emperifolladas y portadoras de un par de buenos kilos de laca, consolando a la pobre suegra, desvanecida en el sofá y feliz por ser el centro de atención en una noche tan señalada.