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el nombre

No quiero ya de ti tus besos.
Ya de ti te quiero todo.
Que los besos se me quedaron cortos.

Cuando pienso en las horas. Cuando pienso en lo silencios. Cuando pienso en los ratos en los que, solo, la anamnesis de lo que nunca conocí de antemano, los besos, los labios, los… (estamos tocando la guitarra y el tema es middle nano, «me siento tan pequeño», dice, y realmente me lo siento tanto… tanto.. tan grande como soy (que lo sé), me siento tan pequeño… tan escaso, tan ajeno, tan forzado, tan lejano de, tan falto, carente sobre todo de…) Que los besos se me quedaron cortos porque, ay, tus manos, tus propios silencios y las yagas de tu boca, las yagas de lo circundante cuando ya no sé, quién es, cuando ya no entiendo, quién fue. Dónde estamos, mia cara, dónde nos andamos (en caminos paralelos que conducen igualmente a ningún lado) pero es la distancia de las cosas la que separa, y no las cosas mismas cuando… Nunca (o hace mucho tiempo desde) la cama fue tan grande, tan espaciosa, tan para dos.

Nunca (o hace mucho tiempo desde).

Es igual, it’s the same thing, creo, I think, I believe.

and esta noche la guitarra me reveló su nombre, por fin, tras nueve meses (todo un parto) y se llama mi niña mientras yo me doy de cabezazos contra las paredes. ¿Querías saber qué…? Pues «qué» es esto. Estabamos tocando, alto y claro, y le di un beso (a la guitara), un beso lleno de amor por ella, por esas cuerdas que son tan Verbo, tan Logos, que no cabe discusión alguna… y pensé en ti (¿cómo no?) y me sonrojé. Y por disimular el affair de lo que estaba sucediendo me abracé a la guitarra y no había quién, no había cómo separar lo indisoluble y pensé…

no dejé de pensar esta es mi niña.

y se murieron ipso facto los polvos, y las huídas en cuerpos ajenos (se me entiende) y el fuego que no es sino hielo y me dije: esta es mi niña; para mis adentros. Y después el silencio.

O no le llames nada. Como si nada hubiera sucedido.

Y… nada…

redundar

Y claro, hay cosas de las que no se puede hablar porque inspiran compasión o redundancia, según el caso, y no se puede hablar de la ventana, por supuestísimamente, de la ventana en la que me dejé los codos (contraventanas de rieles) mirando la noche hacerse aún más noche, no se puede hablar de cómo me dejé los ojos mirando aún no sé a qué. No se puede hablar, aún más por supuestísimamente, de las veces que ritualicé el nombre esperando un nirvana o un mañana o un semejante presente más locuaz y sincero, vaya usted a saber si es que puede. No se puede hablar de tantas y tantas cosas que son y suponen el erario de una historia que termina de escribirse mientras no deja de escribirse y, habitualmente, lo hace en forma de golpes no muy altos y más bien macabros por normales, o macabros por anormales, según el caso. Redundar es volver a contar lo mismo una y otra vez para hacerlo eterno (lo que ha sucedido una sola vez es como si no hubiera sudecido nunca, hay que contarlo una y otra vez para que no deje de suceder de algún retorcido modo), y en esa misma redundancia, por qué no decirlo, existencial o relativa a la existencia pues uno lastima lo que inspira, o inspira lástima.

Y en ese caso en el que redundar lo efímero es construirse a uno mismo, o reificarse a uno mismo en el proceso o reconstruirse a uno mismo en base a lo que uno decidió que tenía talante y contenido significativo, o volver a cimentar otros sólidos ante el terreno cenagoso del olvido (que no es sino la actualización del no-ser, y lo que es peor, del no haber sido) pues uno lastima la inspiración y en términos deícticos simples se la suda ahí mismo, y comprende que a joderse el mundo si no comprende que el mundo ya no es nada para uno.