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Berkeley. Principios del conocimiento humano.

Como preludio a los tropos pirrónicos, y sin poder evitarlo, ahí va la genialidad inmensa del rookie del empirismo inglés:

«No siendo la filosofía otra cosa que el estudio de la sabiduría y de la verdad, se podría con razón esperar que aquellos que le han dedicado más tiempo y esfuerzo deberían distrutar de una mayor tranquilidad y serenidad mental, de una mayor claridad y evidencia en el conocimiento, y estar menos perturbados que otros hombres por dudas y dificultades.

Sin embargo, vemos que la masa no culta de la humanidad que sigue la senda del simple sentido común y se rige por los dictados de la naturaleza se encuentra en su mayor parte tranquila y despreocupada. Nada que sea familiar les parece inexplicable o difícil de comprender. No se quejan de falta de evidencia en sus sentidos, y están totalmente fuera del peligro de convertirse en escépticos. Pero, tan pronto como nos separamos de los sentidos y del instinto para seguir la luz de un principio superior, para razonar, meditar y reflexionar sobre la naturaleza de las cosas, surgen miles de dudas en nuestras mentes en relación con aquellas cosas que antes nos parecía comprender totalmente. Por todas partes se descubren ante nuestros ojos prejuicios y errores de los sentidos; y al tratar de corregirlos por medio de la razón desembocamos, sin darnos cuenta, en extrañas paradojas, dificultades e inconsistencias que se multiplican y nos desbordan, a medida que avanzamos en la especulación, hasta que, al fin, después de haber vagado por muchos intrincados laberintos, nos encontramos exactamente donde estábamos, o, lo que es peor, situados en un escepticismo desolador.»

George Berkeley. Tratado sobre los principios del conocimiento humano.

Fernando Sorrentino. Mi amigo Lucas

Tengo un amigo todo lo dulce y tímido que puede pedirse. Su nombre es frágilmente anticuado -Lucas-, y su edad, recatadamente intermedia -cuarenta años-. Es de reducida estatura, es delgaducho, tiene un bigotito ralo y una calva aún más rala. Como su vista no es perfecta, usa anteojos: insignificantes y sin armazón.
Para no molestar a nadie, camina siempre de perfil. En vez de pedir permiso, prefiere deslizarse apenas por un costado; si la rendija es tan estrecha que ni siquiera permite su paso, Lucas prefiere esperar con paciencia que el obstáculo -sea animado o inanimado, racional o irracional- se aparte por su propia voluntad. Los perros y los gatos callejeros le infunden terror, y, para evitarlos, se cruza a cada instante de una vereda a la otra.
Habla con una vocecilla sutil, casi transparente de tan inaudible. Jamás ha interrumpido a nadie: sin embargo, no logra emitir más de dos palabras sin que lo interrumpan. Ello no parece irritarlo: más aún, se siente dichoso de haber podido pronunciar esas dos palabras.
Hace años que mi amigo Lucas está casado: con una mujer delgada, colérica, nerviosa, que, además de voz aguda hasta lo insufrible, fuertes pulmones, nariz afilada y lengua de víbora, padece de temperamento indomable y de vocación domadora. Lucas -me gustaría saber cómo- se ha continuado en un niño. La madre lo bautizó Juan Manuel: es alto, rubio, flequilludo, inteligente, suspicaz, irónico y vigoroso. No es exacto que obedezca a su madre ciegamente: más bien, ambos están siempre de acuerdo en asignarle a Lucas un lugar sin duda nulo en el universo y, por ende, en desoír sus escasas e imperceptibles opiniones.
Lucas es el más antiguo y el menos importante de los empleados de una lúgubre compañía importadora de tejidos. Es una casa muy oscura, con pisos de madera negra, ubicada en la calle Alsina. El dueño -yo lo conozco- es un árabe de bigotes feroces, es un árabe calvo, es un árabe de voz atronadora, es un árabe violento, es un árabe avaro. Mi amigo Lucas se presenta vestido de negro, con un traje muy viejo, brilloso de tanto uso. Sólo posee una camisa -la que estrenó el día de su casamiento-, con anacrónico cuello de plástico. Y una sola corbata: tan deshilachada y tan grasienta, que parece un cordón de zapatos. Incapaz de resistir la mirada del árabe, Lucas no se atreve a trabajar sin saco -pese a que sus compañeros lo hacen- y se coloca un par de sobremangas grises para preservarlo. Su sueldo es irrisoriamente bajo: no obstante, Lucas permanece todos los días trabajando tres o cuatro horas de más, pues la tarea que le ha asignado el árabe es tan desmesurada, que excede toda posibilidad de realizarla en el horario normal.
Justamente ahora -cuando el árabe acaba una vez más de rebajarle el sueldo- la mujer ha decidido que Juan Manuel no realice sus estudios secundarios en un colegio estatal. Ha preferido inscribirlo en un instituto muy costoso del barrio de Belgrano. Ante esta exagerada erogación, Lucas ha dejado de comprar el diario y, lo que más siente, las Selecciones del Reader’s Digest, que constituían su lectura predilecta. El último artículo de las Selecciones que alcanzó a leer versaba sobre cómo el marido debe autorreprimir la propia personalidad avasallante para permitir la realización de los demás miembros del grupo familiar.
***
Pero hay un hecho singular: la serie de actitudes que asume Lucas apenas sube a un colectivo. En términos generales, suele proceder así:
Pide el boleto y empieza lentamente a buscar el dinero, manteniendo al chofer con la mano extendida y en un estado de incertidumbre. Lucas no se apresura en absoluto. Más aún, yo diría que la impaciencia del conductor le causa cierto placer. Luego paga con la mayor cantidad posible de monedas de escaso valor, entregándolas de a poco, en cantidades distintas y a intervalos irregulares. En alguna medida esto perturba al chofer, pues, además de estar atento al tránsito, a los semáforos, a los pasajeros que suben y bajan, y al manejo del vehículo, debe simultáneamente efectuar complicados cálculos aritméticos. Para peor, Lucas agrava sus problemas incluyendo en el pago una vieja moneda paraguaya que conserva con tal propósito y que le es invariablemente devuelta en cada ocasión. Así, suelen cometerse errores en las cuentas y, entonces, entablada la discusión, Lucas, serena pero firmemente, defiende sus derechos con argumentos contradictorios, de tal modo que no se sabe qué es en realidad lo que sostiene. El colectivero, al borde ya de la locura, termina, en una tácita rendición, por arrojar las monedas a la calle -tal vez como un modo de reprimir los deseos de arrojar a Lucas o de arrojarse él mismo-.
Cuando llega el invierno, Lucas viaja con la ventanilla abierta de par en par. El primer perjudicado es él: ha contraído una tos crónica que a menudo le hace pasar las noches en vela. Durante el verano, cierra herméticamente la ventanilla y no consiente en bajar la cortina que protege del sol: de esta manera, más de una vez ha sufrido quemaduras de primer grado.
Delicado de los pulmones como es, Lucas tiene prohibido el cigarrillo y, en realidad, fumar le parece insoportable. Pese a ello, en el colectivo no resiste la tentación de encender unos cigarros gordos y baratos, unos cigarros que producen ahogos y toses. Cuando baja, lo apaga y lo guarda para el próximo viaje.
Lucas es una personita sedentaria y escuálida: jamás le interesaron los deportes. Pero los sábados a la noche sintoniza su radio portátil, dándole el máximo volumen, para escuchar el boxeo. El domingo, en cambio, lo dedica al fútbol, y tortura a todo el pasaje con estruendosas trasmisiones.
El asiento del fondo es para cinco personas: Lucas, a pesar de su pequeño tamaño, se sienta de modo que sólo quepan cuatro y aun tres. Pero, por otra parte, si hay cuatro sentados y Lucas está de pie, exige permiso con tono de indignación y de reproche, y se sienta, ingeniándose para ocupar un espacio excesivo. Para lograr esto, introduce las manos en los bolsillos, de manera tal que los codos queden firmemente incrustados en las costillas de sus aláteres.
Variados son, y muchos, los recursos de Lucas.
Cuando viaja de pie, lo hace siempre con el saco desabotonado, procurando que el borde inferior pegue en el rostro o en los ojos del que está sentado. Si alguien se halla leyendo, pronto se convierte en fácil presa de Lucas. Vigilándolo atentamente, coloca la cabeza bajo la lamparilla para hacerle sombra. A intervalos, Lucas retira la cabeza, como por azar; el lector devora con ansiedad una o dos palabras, y allí, incansable, vuelve Lucas al ataque.
Mi amigo Lucas conoce la hora en que el colectivo se halla más atestado. Para esas oportunidades, acostumbra ingerir un emparedado de salame y un vaso de vino tinto. En seguida, con los restos del pan mascado y las hilachas de fiambre aún entre los dientes, y con la boca apuntando a las narices ajenas, recorre el vehículo pidiendo enérgicamente permiso.
Si se acomoda en el primer asiento, no lo cede a nadie. Pero basta que se halle en los últimos y suba una mujer con un niño en brazos o un anciano enclenque, para que se levante con precipitación y los llame a grandes voces, ofreciéndoles su lugar. Ya de pie, suele hacer un comentario recriminatorio contra los que permanecieron sentados. Su elocuencia resulta eficaz: siempre, algún pasajero, mortalmente avergonzado, desciende en la siguiente esquina. Al instante, Lucas ocupa su lugar.
***
Mi amigo Lucas se apea de muy buen humor. Camina con timidez hacia su casa, cediéndole la pared a todo el mundo. Como carece de llave, tiene que tocar el timbre. Si en la casa hay alguien, rara vez se niegan a abrirle. En cambio, si su mujer, su hijo o el árabe no se encuentran, Lucas se sienta en el umbral a esperar que regresen.

[De La regresión zoológica. Buenos Aires, Editores Dos, 1969.]

No se culpe a nadie. Julio Cortázar.

El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas. por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tonteria de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendria que salir fácilmente pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estará impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahi arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridiculo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izqulerda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, sunque su mano izquierda le duela cads vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y
haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fria, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.

de «Final de juego», Julio Cortázar 1956. © 1996 Alfaguara

(Saludillo con esto a Oscar y Diana, hasta Neila debe llegar).