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Sopla viento…

… en la casa azul
del perfecto durmiente. Revolotea
en los platos, los sofás,
las mesas, los cuadros estúpidos
y las sombras de las cortinas.
Juega a campana con la cadena
del váter, que cuelga zumbona
de la cisterna blanca,
allí arriba, sobre las cabezas.

Sopla viento y voy temiendo
el desenlace. Me callo, pero es
tarde. La palabra adora
su ritual de sangre. Yo soy
a veces el viento. Yo a veces
barrunto en mis ojos la enemistad
con la carne, con el espíritu,
con el beso y el pensamiento.

Enciendo un cigarro, dejo hacer
al aire. No puedo reprimir un último
ruego agonizante. Y digo:

(Viento).

No es el fango más que fango…

… y la tierra más que tierra. No somos
dioses, ni bastardos, ni humanos.
Marihonestas bien educadas que juegan
enfermizamente a disimular sus propios
hilos. Tomo café en un
buen escenario. Me diluyo. El
buen borracho bebe para hacerse
un hueco en el mundo (él está en
el margen del camino). El borracho sabio
no huye, demasiado paralelos y alejados
vuelan ya sus pasos. Demasiado
extrañas resultan sus voces:
las a veces acíbares,
las a ratos dulces.
El verdadero borracho desespera
en los relojes y envidia, ama a aquel
enredado sin esfuerzo
en los entresijos del
mundo.

Desespera y ama cuando anhela
su porción de mundo.

Sentí no necesitar

Sentí no necesitar ya más lo superfluo
– ¿qué dios, qué satán produjo tal sortilegio? -,
poder caminar seguidamente sin los cadáveres que,
afianzados en mis costados,
golpean mis caderas cuando ando.

Sentí ser aire sin dueño volatizando
mis muertos -¿qué ángel, qué espectro
llamó a aquellos mis fracasos?-,
poder atravesar muros feraces de cemento
con el solo hálito de mis labios.

Sentí la levedad, la alegría desmedida
de lo liviano, aéreo, lo que emerge
de un suelo enfangado y busca el
pulsar vital de lo elevado.

– ¿Qué imbécil, que genio quiso desbastar
de tal forma mis pasos? -.