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El vendedor

Después de mucho tiempo comprendí
que, al fin y al cabo,
el tipo sólo era culpable de sentirse
todo lo culpable que era.

Y eso muchas veces es más de lo que puede
soportar un hombre en su sano juicio.

No tenía muchas ganas de navidad,
iba refugiándome en las esquinas suplicando
un cambio de estación, una sorpresa sin contraprestaciones
o un limbo en el que cobijarme.

Iba rezando a dioses que no tienen oídos
y esperando que el sonido de los pasos de mi
huida
llamara la atención de algún modo a algo.
O quizá que me dejaran tranquilo,
no puedo precisarlo en este momento.

Nunca es tarde para dejar de llamar a casa,
nunca es suficientemente tarde para romper la maleta
al salir del hotel. Nunca es demasiado tarde
para dejar la mesa puesta, a los invitados sonriendo
y coger la puerta con prisas y sin señales aparentes.

El tipo sólo pasaba por allí.

Yo no pensaba en nada más que en seguir corriendo hasta
que fuera pronto de nuevo para algo. Deseaba
llegar temprano a alguna parte.

El tipo sólo pasaba por allí vendiendo algo
o mostrando alguna especie de catálogo.

Y se encontró con una huida y con mis gritos.

No replicó.
Bajó la cabeza al suelo y se escondió detrás
de las orejas. Años, muchos años más tarde,
comprendí que el tipo aquel sólo era culpable de sentirse
todo lo culpable que era.

Y eso muchas veces es más de lo que puede
soportar un hombre en su sano juicio.

Pero eso no lo sabía entonces.
Y a duras penas lo entiendo ahora.

Decir mentiras

Te di todas las claves, todos los prefijos, todos los sufijos.

Estuve cerca de ti cuando el dolor era uno con el cuerpo,
con tu cuerpo, vomité luz en tus sombras
rompiéndome el pensamiento
mientras masacrábamos el alma
jodiendo.

Eso ha sucedido en otro tiempo mientras
las horas se deslizaban juntando caminos
con y en los besos.

Me pregunto, después de tanto tiempo,
¿qué ha quedado?

Conocí a José Hierro en un bar, yo ponía los cafés
y él abrumaba los gintonic en un poliedro
multifuncional de palabras. “Un precio
especial para un poeta”, me dijo su colega.

“Conozco al tipo”, le dije.
“Sé de quién estamos hablando”.
Yo pensaba que ser poeta era ser grande.

Pagué las copas, y Pepe vino a la barra.
“El rescate imposible”, dije.
Él no recordaba.
Sus palabras eran más importantes para mí que para
él mismo.
Calvo, grande, inmenso.
Él supo reflejar mis soledades en palabras correctas.
Pero no se acordaba.
Entonces fue desilusionante, después no tanto.

El fin de semana siguiente jodimos en la pensión que tocaba.
Entonces fue cuando yo te di todas mis claves, mis prefijos.
Nosotros nos construíamos los domingos en pensiones porque yo estudiaba
y curraba 16 horas al día. Pensé que era importante que tuvieras
mis prefijos cerca.
Por si te hacía falta llamarme.

Teníamos prisa, horas contadas.

Fue el día que me dijiste “llámame puta” y me eché a llorar.
Yo me acordaba de un tipo que habló de mis soledades
sin salir de las suyas,
y al mismo tiempo allí estábamos, con martini blanco
y una habitación por horas.
Y llamarte puta en ese momento era como tirar
piedras a la cara de todo lo que sucede.

Tú, con el hueso de la frente,
pedías tiempo muerto.

Y yo me eche a llorar como no lo había hecho nunca.
Quizá porque el tipo murió después de todo.
Quizá porque tenerte desnuda en la boca
mientras en otra parte se lloraba a alguien
era un silogismo extraño del que no sabía salir.

Recuerdo que te di mis claves ese día,
por todo esto.

Recuerdo que, tiempo después, me arrepentí.

Cuando el tiempo jugó a ser tu ausencia no quedaban
brazos,
no quedaban ni siquiera mentiras que decir.

Me estaban contando

lo que yo tenía que
hacer para ser feliz, con la mejor de las intenciones,
la que consiste en esconder tu propia infelicidad
bajo todos los demás.

Me estaba mirando cabeza rubia
desde el olvido, desde los años completos
en los que no nos habíamos visto.

Un buen reloj en su muñeca,
cabecita rubia siempre completada en otros,
cabecita rubia de tres noches en mi casa
con el artificio de las velas y la música clásica,
cabecita rubia que pensó, en su día,
que podría salvarme de algo necesariamente.

Pero, amiga, pasaron los tres días
y lo único que se salvó es que las velas
siguieran ardiendo.

Ahora consumes tú café y me miras
con carita de pena,
sintiéndote, lo sé, a medias culpable
y a medias salvada
por haber cogido la puerta
después de decidir que me ibas
a mirar desde el otro lado,
o mejor,
después de decidir que no ibas a mirarme nunca.

Mis ojos tienen la cualidad del espejo.
Soy un experto escondiéndome.
Si miras en ellos verás tu propia cara.

Y eso era justo lo último que querías hacer.

La mañana del cuarto día,
empapada en resaca,
mientras curabas los arañazos en mi espalda,
pensaste que aquí tenías poco que hacer.

Y yo agradecí tu voz tímida
diciéndome que te ibas.

El dintel de la puerta se retorció asustado
mientras la madera volvía a su sitio.

Es complicado ser algo que no se es.
De igual modo, terminarás el café
y me darás un beso en la mejilla.