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sobrevivir

Anoche me fui a tomar unas cervezas, a recorrer un poco la calle. Fuera la cerveza es cara, pero es un sacrificio que debo hacer si quiero recuperar contactos, los pocos algo interesantes que aún quedan, sentados en las barras, agarrando su tercio, riendo en otro nivel. Yo estuve prácticamente casado, así que, siguiendo el curso habitual de las cosas, perdí todo y gané en horas de televisión, de sexo y de abrazos. Salí a la calle transido de ilusión, todo era posible, iba a conocer a una tía estupenda y a tener una conversación verdaderamente estimulante sobre cualquier tema extremadamente interesante, así que todo iba bien. Me lié un cigarro y anduve deprisa, no podía llegar tarde.

Cuando llegué al bar estaba Mata, porque Mata siempre está allí. Recuperando bares, todo el mundo se alegró de verme, creo, pero después de un par de años, por supuesto, me había convertido en un cliente de segunda, en un contertulio de segunda. Me había perdido un montón de cosas. Bueno, pero iba dispuesto a ponerme al día. Arranqué con un litro, porque no tengo pasta para ir tomando tercios. Sumergí allí mi nariz, mi ansia, mi rabia y mi ilusión, y la cerveza respondió inundándome de una sensación tranquilizadora, de repente no parecía tan terrible mi situación, el hecho de que Lore haya decidido encontrarse a sí misma lejos de mí.

Y así estuve un par de horas, hasta que Lore llamó. Estaba aquí. Quedamos al lado del bar. Yo ya estaba ciertamente perjudicado, pero cogí mi abrigo, le dije a Mata que me piraba, que se hiciera cargo de la cuenta. Mata asintió. Me fui corriendo. Lele estaba en la plaza del ayuntamiento, aparcada en doble fila en la Kangoo. No pude sentarme delante, demasiados recuerdos, así que tiré un libro que había fotocopiado en el curro en el asiento de atrás y allí me metí. Saludé, no recuerdo muy bien nada porque me he puesto una coraza en medio, justo allí donde duele. Aparcamos cerca de otro bar conocido, La Estación, y pedí una copa y una coca-cola para Lore mientras ella iba al baño. Después las conversaciones extrañas de momentos como ese. Lore diciéndome que se siente sola. A ver qué se responde a eso. Pues que yo más, y que encima yo no he tomado la decisión. Lore diciéndome que se siente vacía, y que por eso es tan importante para ella llenarse. Claro, lo entiendo, entiendo eso de llenarse, lo que no comprendo del todo es el método, como si llenarte de rutina y de cosas que hacer fuera suficiente para tener algo dentro de la cabeza. No, es todo lo contrario, para llenarse hay que vaciarse de cosas, soportar de vez en cuando cuatro o cinco horas con uno mismo, asumir todos los reproches, todos los golpes, las cicatrices, y sobre todo las heridas. Sobre todo esas. No se consigue nada si echas ahí tierra encima. Fíjate, no tengo ni idea de por qué, pero yo estoy tremendamente creativo, ando a medias con una novela, con un libro de poemas y tengo doce canciones dispuestas para un grupo. Me dijo que tenía suerte. Estuve a punto de irme de allí después de eso.

Pero no me fui, porque sigo teniendo la misma necesidad de estar con ella, porque para mí todo esto es una idiotez que nos va a llevar a la más absoluta de las ruinas, y porque, ahora mismo, me doy igual. No me importa no sobrevivir a tu era, ahora mismo, no me importa quedarme anclado en tu recuerdo el resto de los días de mi vida. Porque tengo claro que todo pasa, y si esto es lo que siento ahora, me meto ahí dentro de lleno y vamos a sentirnos mal, que es lo que toca. No le pienso poner condicionantes a mis sentimientos, niña, no pienso, si ha llegado el momento de reventarme lo haré hasta que todos mis órganos internos no sean más que un pulpa blanda subiendo y bajando en el hueco de mis entrañas.

Estuvimos hablando así algún tiempo. Ella me insinuó todo con frecuencia que en realidad, aunque esté jodido por otras cosas, ella no me importa una mierda, porque no entiendo que esto es lo que necesita y no sé llevarlo bien, como ella quiere, como los amigos que somos. Porque a cada problema que ella me dice que tiene yo le pongo encima uno que yo considero peor. Porque dice que no la escucho. Porque no quiero darle las sábanas que a ella no le costaría nada reponer, en virtud al Bucanero, y a mí sí. Supongo que necesita justificarse un poco. Hay detalles. Cuando yo estaba en el bar con Mata le envié un mensaje al móvil, le dije: �Lore, o quedamos o me voy con esta tía�. Claro, no había ninguna tía, pero ella llamó a los cinco minutos y fue cuando quedamos. Me dijo que mi mensaje parecía triste, y yo no encuentro la tristeza en esa línea en ninguna parte, pero sí otras cosas. Detalles.

Ella estaba cansada, y no tenía sentido seguir allí. Se fue a la barra a pagar, y yo me fui a casa. Llegué a cruzar dos esquinas, luego me volví. No soy fuerte en absoluto. Estaba todavía en la barra, preciosa. Salimos, le pregunté por su pelo, me dijo que estaba recuperando, y de verdad lo parecía, ahora sí, la salud siempre depende de la pasta que tengas para el tratamiento. Montamos en el coche, de nuevo la misma conversación de reproches a mi falta de comprensión. Le dije que si no tuviera corazón me costaría menos comprender esto, o al menos no dolería ser capaz de hacerlo. Mierda de ideas hippies, le dan tanta fuerza que no le duele nada. Está viviendo una película estimulante, pero de factura norteamericana. No son reales, eso es lo que pasa, no tienen en cuenta los verdaderos sentimientos, aunque sí movimientos estéticos muy bonitos. Figuras de un caleidoscopio, bobas pero hermosas.

Seguimos despistándonos mutuamente en la conversación, heridos pero bien a la defensiva, con rabia. Heridos pero con mucha fuerza, yo menos. De repente dijo algo así como que yo al final agradecería su decisión, debido a lo de la creatividad. Y entonces sí me bajé del coche, no pude más. No pude soportar el crepitar de esas palabras en mis oídos. No te puedes imaginar lo poco que me importa la creatividad, no te puedes imaginar lo poco que me importa, ahora mismo, recuperar todo esto sin ti. No tienes ni idea. Yo no tengo una justificación, no me he embarcado en una lucha. Por favor, no intentes convertir esto en una guerra santa, no me digas que me estás ofreciendo la salvación para justificarte a ti misma. No lo hagas.

(Un cacho de la novela)

día 23

Y claro, han tenido que pasar un par de días y varios cientos de pensamientos para que yo me ponga frente a mi cabeza a centrifugar todo un poco, eso y algo y a entender un poco las cosas, tal como están o han sido, tal y como se están desarrollando. Es el momento, cuidado, de abrir un litro de cerveza, de encender un cigarro. Voy a por un cenicero. Meo, tiro de la cadena. Es el momento de verlo todo con calma, de horadar los segundos, forzarlos, hilarlos con un fino cordel rojo que será la coherencia en este asunto.

El martes estaba con Dany haciendo la web de Essan, por la que espero sacar algo en concepto de mantenimiento. Él había traído algunos litros de cerveza, tres o cuatro, y mientras diseñábamos y hacíamos menús íbamos bebiendo, sin pensar mucho en nada en concreto, con conversaciones normales, destelleando Lore aquí y allá, pero nada serio. Después pidió comida china, nos la comimos. Apurando litros vimos mean machine, nos reímos un rato. Yo tenía la sensación de tener a Lore un poco fuera de mi cabeza, algo así como en la frontera, esperando a que me acercara para liarnos a tiros en tierra de nadie. Pero no estaba por la labor, y eso es ya, de por sí, una victoria en mi estado mental actual. Dany se fue y yo me fui a la estación, a ver qué se cocía por allí. No mucho, pero algo había. Me puse a hablar con unos perfectos desconocidos animadamente, el viejo Miguel aún no ha mordido el polvo del todo. Envié un mensaje a Lore, para preguntarle qué tal estaba. Me dijo que se sentía sola, que era un mal día, que no todos iban a ser buenos. Le plantee acercarme por su casa. Ella me dijo que no, que no sería más que hacernos más daño y empeorar las cosas. Me río yo de eso de empeorar más nada. Pero desde su punto de vista tenía toda la razón posible en una cabeza humana. Miré a mi alrededor, había gente bebiendo y medio divertida, sin excesos, sumida en conversaciones más o menos estúpidas sobre estupideces. Los desconocidos de mi lado también hablaban de tonterías. Apuré la cerveza y pagué.

Y me fui a coger un bus. Y luego el metro. Y después estaba en Malasaña.

La llamé, y le dije que viniera a la estación a tomar algo. Me dijo que no, que no podía mover el coche. Entonces le dije que estaba en la puerta de su casa. Pulsé en un toque diminuto al telefonillo, por si albergaba dudas. Abrió la puerta. Yo le pregunté si eso significaba que pasara, porque durante todo el viaje había tenido claro que no me iba a dejar entrar a su casa. Pero me dejó. Subí las escaleras del piso que yo mismo empecé a reformar, destrozando los muros y el suelo, hace algunos años. Yo rompí el suelo de esa casa, primero plaqueta, luego sintasol, al final, aunque parezca mentira, parquet, y después tierra. Yo arranqué el papel de la pared, que estaba incrustado formando parte de ella por el paso salvaje de los años, que tienen un arte exquisito en la doma de demostrar lo trivial. Y lo que no lo es.

Entré por la puerta y lo vi todo como entonces, cuando aquella era la casa que el Bucanero, su padre, le había prometido para que viniera a vivir a Madrid. Hicimos buenos momentos allí, con las sábanas de raso verde que su madre le había regalado. En aquel momento la casa tenía dos habitaciones, cocina y baño. Tumbados en un camastro nos daba miedo incluso tocar el suelo con los pies descalzos. Algo de martini, tabaco y sexo, al menos dos o tres veces, antes de que nos deprimiera aquél armario en el que Lore guardaba las sábanas cuando terminábamos, con posters del real madrid. Entonces, joder, era nuestra casa, y yo la reformaba con Krasi mientras le inflamaba con la fraseología del socialdemócrata y comíamos menús en sitios infectos de la zona, infectos pero llenos de buena comida, como si las cucarachas fueran tremendamente respetuosas con las cosas de comer. Krasi reventó, no sé si ayudado por mí o por el trato de semiesclavitud bien remunerada en el que le tenía el Filibustero más terrible de La Tortuga, y se fue, y dejamos de reformar la casa para preparar el montaje de recreativos franco en Ifema. La última llamada que hizo Krasi antes de irse fue a mi móvil. Roberto pagaba la factura de Krasi, como la de casi todo el mundo. La llamada a mi número quedó registrada.

Abro aquí un paréntesis, no voy a contar nada de esa noche. No hicimos el amor, por si tenéis curiosidad, pero no voy a contar nada. Tengo la sensación de que es privado, hasta para vosotros (¿me estaré volviendo reservado, o es que ya no creo en revelar lo que no me pertenece exclusivamente?).

Suena el despertador, son las ocho de la mañana. Lore duerme a mi lado, apaga el timbre de su móvil cada cinco minutos. He perdido las esperanzas de irme en transporte público, lo que no dejo de sentir como una derrota. Lore se levanta. Está extremadamente delgada, comparándola con mis recuerdos. Hace café frente a mí con parsimonia, yo sigo tumbado. Enciende la luz del extractor, abre un armario, saca café molido, no recuerdo la marca. Limpia concienzudamente la cafetera, según lo que me contó es la segunda vez que hace café en cuatro semanas. Llena de agua el fondo, pone el cacillo, echa café, despacio. Prensa, cierra, pone al fuego. Vuelve a la cama. Yo la miro, extraño, o extrañado, o sobre todo sintiéndome extraño en ella, con ella. Me levanto y me doy una ducha espacial en esa cosa de diseño que tiene en el baño. Pruebo todos los chorros a presión, uno a uno. Por fin un grifo de agua templada, el tío que inventó esto es un genio, estoy harto de helarme o abrasarme. Huelo a café, y en ese momento ella me dice que el café ya está. Yo me estoy secando.

Y en ese momento vuelvo a la cama, en el recuerdo. Ella vuelve a hacer café. Lleva unos pantalones de pintor, tiene el culo tremendamente caído. Está delgada, ya lo dije. Huesos en vez de brazos. Lleva una coleta imposible, porque sólo tiene un centímetro de diámetro. Está perdiendo mucho pelo, la cama estaba llena de pelos, el baño también, mi cabeza se ha levantado llena de pelos de Lore que se han ido con el agua en la ducha. Incluso en la perilla tenía pelos de su cabeza. Ella dice que va a mejor, y yo asiento, como si le estuviera dando la razón. Será porque no la veo muy a menudo, pero a mí me parece que va a peor.

¿Quién es esta mujer que está frente a mí? Es una pregunta muy tonta, lo sé, pero me pregunto quién es, antes de ir a la ducha. No soy capaz de precisar más. Estoy ahí, tumbado, mientras la miro y me pregunto quién es, si la he conocido alguna vez. Claro, me pregunto si la amo, examino mi reacción ante la pregunta y sólo encuentro silencio. Eso no es un no, por supuesto, pero es intrigante. Seguramente me pregunto si amo a esta Lorelay, lo que no es una pregunta nada banal. Y eso me lleva a otra parte, a otro lugar más terrible y en el que me gusta menos entrar. ¿Quién soy yo?

No es el mismo Miguel el que está aquí tumbado. Lore se fue, mi vida se vació, como si al irse hubiera quitado el tapón del desagüe y me hubiera dejado metido en la bañera, viendo como el agua cada vez cubre menos, como la vida cubre cada vez menos. Pero no me quedó otra, tuve que meter mis huevos en el agujero para frenar tanta derrota, y el agua dejó de vaciarse, abrí el grifo para verla cubrirme otra vez, sin importarme lo que me dolían las pelotas por la presión de mantener el nivel de algún modo. Y eso transforma. ¿Estoy a disgusto sólo? ¿Merezco otra cosa que no sea estar solo?

Tomé el café y nos fuimos a por la Cefe. Había atasco. Hablamos de que se iba a comprar una casa en Delicias, 100.000 pelas durante 20 años. Me dijo que no sabía cómo lo iba a pagar. Yo le dije que yo sí sabía cómo. Ella me respondió diciéndome que a Víctor se le notaba más el peso que había perdido que a mí. Cruzamos embates, pero sin fuerza, porque esas batallas ya no tienen sentido. La guerra se ha acabado. No tenía importancia lo que nos pudiéramos echar en cara el uno al otro.

Reímos un rato. Más o menos todo el tiempo reímos, aunque fuera poco. Quizá es que al cesar la guerra ya no teníamos relación de enemigos, pero aún no hemos encontrado con qué substituirla. Me dejó en una esquina cercana al curro. Llegaba más de media hora tarde, pero no importaba mucho. Casi no había dormido, pero no tenía sueño. Como la cefe no tiene cierre centralizado, he aprendido a tirar de la manija, bajar el seguro, soltar la manija, para que la puerta quede bien cerrada. José me lo enseño, el padre de Leti. Agaché la cabeza, hasta quedar por debajo del techo de la Cefe. Nos vemos. Nos vemos.

Caminé hacia el curro. Saqué el tabaco de liar, me lié un cigarro. No había mucha gente en la calle, porque es zona de oficinas, y todo el mundo entra a las nueve en punto. Un par de toses, un par de arcadas y mi máquina empieza a funcionar. Por la mañana siempre estoy de buen humor.

altrix y el café

Salí sin ningún rumbo fijo de casa. En realidad el único objetivo concreto era comprar el pan, pero el hombre propone… Al doblar la esquina me encontré con Altrix (¿cuál será su nombre en el DNI?), que me llevó a tomar la caña del aperitivo. Cuando yo le conocí era batería de un grupillo con mucha más energía que capacidad, pero que aún así produjo una buena docena de conciertos interesantes con sus consiguientes fiestas brutas. Hace un par de años que no le veía. Me comentó que se había casado, que tenía un par de críos psicópatas, como todos los críos, y que se había comprado una casa a dos calles de la mía. Hablamos un buen rato de fiestas y borracheras y de gente, para ponernos al día. La verdad es que ni él ni yo sabíamos demasiado de casi nadie, así que fue rápido. Yo le llamaba Altrix todo el tiempo, y él me llamaba Brujo, como siempre hace yo qué sé cuantos años ya. Se le notaba que le hacía ilusión que le volvieran a llamar así. Cierto que seguía pareciendo el mismo, los mismos ojillos entreverados, la misma perilla, el mismo pelo rapado, pero ingería la caña con calma, despacio, mascaba con especial dilección los aperitivos. Su conversación se había vuelto fofa, blanda, y giraba en torno a no sé qué coche que se había comprado y no sé qué consola de video juegos, a problemas en no sé qué curro insignificante del que hablaba con satisfacción. Según íbamos hablando la comunicación me iba deprimiendo, la transmisión no estaba funcionando, producía demasiadas interferencias, demasiados ruidos. Entiendo que sigue siendo un buen tipo, pero ya no un tipo genial, un buen golpe de tipo. Él hablaba y hablaba para cubrir los silencios que cada vez arremetían con más facilidad hasta que me inventé una excusa más o menos razonable, le di mi número de móvil y quedé con él en vernos pronto, ahora que éramos casi vecinos. No me dolió lo suficiente porque me voy curtiendo, porque debe ser un proceso inevitable y cada vez vamos cayendo más, o cambiando más, o quizá, no lo niego, evolucionando hacia delante. No me importa hacia dónde sea el cambio, no me gusta demasiado.

Salí con un semi-nudo en el estómago y doblé de nuevo la esquina, caminé algunos cientos de metros y topé con una pareja de ancianos que caminaban cogidos de la mano. No me gusta la parte intermedia, pero ver a esa parejita así, después de quizá treinta o cuarenta años, arrugados y encorvados y unidos por las manos… me dan ganas de llorar. Pero no con tristeza, sino con admiración y, supongo, con cierta dosis de envidia insana y perniciosa. Esa gente tiene detrás de sí toda una vida en común, quizá una semi-vida, pero ahora se conocen más que nunca, supongo que se quieren más que nunca (no me gusta pensar que estén atrapados en su propia relación), tendrán algunos nietos, algunos hijos enzarzados en la lucha y buenas reuniones familiares en las que dicen: “¿ves?, todo esto salió de ti y de mí”. Me imagino así a Víctor y a Leti y juro que me siento feliz por todo eso. Veo con mucha facilidad a Víctor en el papel de Patriarca y a Leti en el de Gran Madre Tierra. Él sorprendente siempre, ella siempre protectora y feliz de poder serlo, tan humana… Y con una vida detrás llena de mierdas y cosas buenas. Toda una vida.

Y eso me entristece más duramente. ¿Qué va a salir de mí? Lo de la vida es como dejarse el pelo largo. Cuando lo tienes es estupendo, pero mientras lo tienes a medias… no hay dios que te pueda ver, no sabes dónde meterlo para que no moleste. Al final estás orgulloso de él, pero a veces es insoportable mientras aún no es nada más que un amasijo informe de posibilidades (ejemplo, de libro de academia de escritura, de metáfora absolutamente frívola, desenfocada y estúpida).

Entro en la panadería, pido una barra. Ni siquiera me gusta ya el pan, pero uno debe someterse a sus rutinas cuando todo parece que se cae, sin hacer preguntas. Preguntarse demasiado es un suicidio profundo. ¿Por qué las cosas están como están?, si haces esa pregunta empiezan a caerte muertos encima que te oprimen los pulmones y no te dejan respirar, el nudo estomacal se convierte en parte integrante de tu vida y o te internan en un psiquiátrico o terminas levantando la cabeza, después de doscientos mil infiernos y pico. Un riesgo increíble. Mejor no hacer preguntas y dejar que el tiempo pose las respuestas en el humus germinativo del cerebro. Luego ya se verá qué hacer con ellas, siempre queda como Solución Final la papelera engañosa del olvido, que nunca termina de vaciarse del todo y nunca termina de retener exclusivamente dentro lo que no debería salir bajo ningún concepto.

Mientras vuelvo veo a Altrix comprando el periódico en el quiosco, acelero el paso y no me ve, está discutiendo con la empleada por las vueltas. Lleva unas playeras absolutamente espaciales, confección venusiana por lo menos (allí los sueldos son considerablemente más baratos, aunque claro, el transporte hasta la Tierra hace que compense por los pelos externalizar allí las factorías, sin contar lo que cuesta aislarlas de la enorme temperatura superficial), acelero, cuando llego a su altura miro fijamente al suelo. Y así me mantengo. Dos pasos. Tres. Diez. Quince. Empiezo a respirar con normalidad. Veinte pasos, me siento salvado. Doblo la esquina. Se acabó el peligro. Es una jodida pena terminar así, de este modo. Casi no puedo soportarlo. Me hubiera gustado comprar el periódico. Quizá hace tres semanas le hubiera invitado a casa, a tomar algo. Me sentía orgulloso de mi casa. O al menos muy a gusto en ella.

Subo cansado la cuesta, con la barra bajo el brazo, los pensamientos en terreno cenagoso que me ha cogido los pies y no me deja salir. Reclamo ayuda de Tarzán, que viene en una liana inviable en un sitio sin árboles, me coge del brazo y me saca en volandas de allí. Le pregunto por Jane, me dice que está bien, tejiendo la cesta de la liana-montacargas del árbol. Hablamos un rato de Chita, que se ha presentado a un programa de investigación científica donde le están enseñando el idioma de signos español. Me alegro por ella, siempre demostró ser muy inteligente. Él nota que no quiero despedirme, aún no, pero no parece que tenga mucho tiempo disponible. Supongo que esto es una metáfora, no puedes huir de tus ciénagas. Ciénagas o muertos, cualquiera de las dos me pone los pelos de punta. Empiezo a contar estupideces, con lo que consigo que se quedé aún un rato más. Pero al final se despide justo en la puerta de mi casa. Agarra una liana que aparece por generación espontánea y se va pegando un bote. Yo sigo llevando el pan debajo del brazo, como un recién nacido ideal. La primera parte supongo que la cumplo al dedillo, pero lo de ideal se me queda un poco largo.

Voy a dar una vuelta a la manzana, porque no puedo meterme otra vez ahí dentro. No porque me venga mal, sino porque últimamente he salido poco y me parece redundar. Subo, primera esquina, doblo. Veo la reja en la que descubrimos el retrovisor colocado para ver toda la calle. La gente no tiene complejos a la hora de ejecutar su carácter de portera. Una señora viene de frente, cargada de bolsas. Me la imagino en mi misma situación, y es fácil. Supongo que todos pasamos por ella alguna vez, aunque sólo fuera un día, o unas horas. Miro las bolsas del AhorraMas, productos de limpieza, paquetes de comida envasada, algunos bollos, huevos Kinder. Morrenas, rocas que arrastra el glaciar. Cosas de la vida que se le pegan inevitablemente.

(Y detrás de todo esto la doble realidad, todo lo que cuento es un telón de opacidad variable que suelo tener delante de mí. A veces se vuelve transparente hasta casi desaparecer, y al otro lado está el fantasma, el monstruo que es cien niveles más real que todo lo demás, es real hasta tal punto que todo lo demás es puro juego, un puro juego de ver cuánto tiempo puedo estar dándole importancia a todo esto hasta que el monstruo me reclama, hace el telón cristalino para que pueda verle. No hace falta que se haga publicidad, es real. Lo demás es lo que no tiene importancia alguna, es lo que yo intento que tenga importancia. De repente la angustia me posee completamente, me convierto en una angustia que se menea en el espacio-tiempo debatiéndose, ciega, sorda, pero no muda. La angustia llora y grita tristeza. Me he vuelto loco, porque la falta de sentido que tiene todo en estos momentos, excepto el fantasma, constituye por derecho propio una puta patología. Después, despacito, se llenan de color las formas, el retrovisor vuelve a estar, y también la señora de las bolsas, la acera, mis pies ahí debajo. El telón aumenta su opacidad y vuelve a ser presencia a la que aferrarse como se pueda. Y el monstruo ríe encantado al otro lado de la tela, seguro, confiado, me tiene en sus manos para cuando quiera, es sólo cuestión de cuándo).

La señora y yo nos cruzamos, nos miramos un instante, como siempre en los cruces. Sigo adelante, paso a paso, doblo la segunda esquina. Esta calle es corta. Ahí estaba el supermercado de unos abuelos (¿Maxcoop?) al que siempre quise entrar pero nunca lo hice, cuestión de hasta qué punto nos influye el marketing, porque era francamente cutre. De repente un día lo cerraron. Mala suerte. El 80% de las PYMES cierra antes del quinto año. Supongo que después este porcentaje se dispara en un factor exponencial. Lo bueno en este caso es que no puede subir mucho, sólo hasta el 100%. Veinte o treinta pasos y una nueva esquina. La doblo. El parque, el colegio. Las nuevas generaciones de lo que seamos. Sirena a las nueve de la mañana para los días que libro. Gritos, intereses, alegrías de crío. Hoy es sábado y está todo tranquilo, la idea es reposado. Queda menos, algunos pasos. No me cruzo con nadie. Acelero, todo esto tiene un aire tétrico. Busco nervioso las llaves, con el pan en el sobaco. Se me caen al suelo. Recuerda, esta tarde te vas a las fiestas de una aldea con Cisneros. No recuerdes que en otra parecida ella te regalo un anillo de hierba, allí por el principio, cuando todo era promesa y nada había aún sucedido. No recuerdes dónde guardas ese anillo, porque sabes que aún lo tienes, seguramente se desintegre si lo tocas (otra bonita metáfora). Cojo las llaves, entro a trompicones. Subo corriendo la mierda escalones que hay hasta mi puerta, justo al lado del cuarto de contadores. Giro las doscientas vueltas para abrir la cerradura, tiro el pan donde puedo. Corro a la estantería, otro libro de Bukowski justo en el momento en el que todo empieza a difuminarse de nuevo, a desaparecer, a demostrarme su estado transitorio frente a la verdadera realidad, esa que está detrás del telón, esa que ríe siempre y siempre me tiene en sus manos. Altrix, capullo, cabronazo, explícame por qué no he podido invitarte a un café.