# perdiendo.org/museodemetralla

entraron en mi cabeza (201) | libros (20) | me lo llevo puesto (7) | pelis (2) | Renta básica (9) | series (6) | escasez (2) | frikeando (94) | arduino (1) | autoreferencial (11) | bici (1) | esperanto (4) | eve online (3) | git (2) | GNU/linux (4) | markdown (7) | nexus7 (2) | python (7) | raspberry pi (3) | vim (1) | wordpress (1) | zatchtronics (3) | hago (759) | canciones (157) | borradores (7) | cover (42) | el extremo inútil de la escoba (2) | elec (1) | GRACO (2) | guitarlele (11) | ruiditos (11) | Solenoide (1) | fotos (37) | nanowrimo (3) | novela (26) | criaturas del pantano (5) | el año que no follamos (12) | huim (5) | rehab (4) | poemas (356) | Anclajes (15) | andando (3) | B.A.R (7) | Canción de cuna para un borracho (38) | Cercos vacíos (37) | Cien puentes en la cabeza (7) | Conejo azul (6) | Contenido del juego (5) | De tiendas (3) | del pantano (3) | Destrozos (2) | Epilogo (4) | Fuegos de artificio (5) | Imposible rescate (15) | Jugando a rojo (7) | Libro del desencuentro (2) | Lo que sé de Marte (11) | Los cuentos (21) | Montaje del juego (5) | Orden de salida (4) | palitos (31) | Piernas abiertas (7) | Poemas medianos (12) | Privado de sueño (7) | rasguemas (5) | Tanto para nada (17) | Todo a 100 (2) | Uno (4) | relatos (96) | anatemas (9) | orbital (2) | prompts (8) | vindicaciones (103) | perdiendo (1.704) | atranques (1) |

tu cara de pez

Se aparta, y yo introduzco la llave en la cerradura. La giro. Suena como si fuera un portón de goznes herrumbrosos. Dilato el tiempo abriendo el buzón y recogiendo la mies diaria de deudas. Cierro. Subo las cuatro escaleras. Ella me sigue, complaciente y displicente a la vez. Está y no está. La máscara no permite rebosar nada que no sea ella misma autocontrolada. Giro la cerradura, nueve vueltas, barras de acero se mueven tras la madera, se repliegan en sus cuevas. Abro, entro, pasa detrás de mí. Le digo que se siente, que voy a por los vasos. Menuda semanita. Abro el grifo del fregadero, como si estuviera limpiándolos. Me apoyo en la pared, cojo agua y me la echo por la cara. Intento conciliar la tranquilidad, relajarme, centrarme. Mojo dos vasos y voy al salón. Cuando entro ella ya se ha derrumbado. Se ha derrumbado completamente. Está llorando.

Dejo los vasos en la mesa y la abrazo. Ella balbucea sin parar «no sé qué ha pasado, no sé qué ha pasado», yo sólo la abrazo. La abrazo como si me estuviera abrazando a mí mismo, porque de hecho es lo que hago. «Todo irá bien», le digo, aunque no estoy muy convencido. Sólo puedo decir «todo irá bien», y es una mierda. Es una gran mierda. No quiero ver esto, ¿alguien puede ahorrármelo? No quiero estar aquí. En la nevera hay comida, en el baño una gran bañera, seguro que en el botiquín hay algún fármaco que me lleve al sueño en 8,9 segundos. No, por Dios, no quiero esto. No puedo con esto. Estoy llorando de nuevo. Nuestras lágrimas se confunden las unas con las otras, es la democracia del llanto llano. Ella huele bien, a ducha reciente, y huele mal, a dolor reciente. Yo no sé a qué huelo, si es que huelo a algo. Apoyo mi mejilla en su cuello, intento transmitir calor. Cuando uno empieza a morirse, es muy difícil soportar la pérdida de calor. Yo ahora tengo de sobra, lo fabrico artificialmente, puedo permitirme regalarlo. Si no pudiera daría igual, lo haría de todos modos.

El reloj no para de hacer clic-clac mientras ella va muriendo en mis brazos. Piensa que se consuela, pero yo estoy muy seguro de que sólo está reviviendo. Está repitiendo el dolor, para que no cese. El dolor no es un vicio, no es que guste, precisamente. Pero se tiende a pensar que mientras quede el dolor, aún queda algo. En los próximos meses repetirá el dolor una y otra vez, de uno y otro modo. Lo repetirá sin cansarse, y en él sentirá que aún queda algo, que nada ha muerto definitivamente. Y en el dolor, y en la repetición, reitera su existencia para que no se olvide.

Hasta que se transgrede el punto de no retorno. Entonces no se olvida nunca. Cuando algo se fija en el cerebro, lo hace definitivamente.

Y yo lo sé, y soy consciente, pero no puedo hacer nada para transmitírselo. No puedo hacer absolutamente nada. No le puedo decir nada que ella no sepa ya de antemano. De otro modo será igual que no haber hablado. Ahora mismo no tiene oídos fuera de sí misma. No va a oír nada que no quiera. Y yo lo sé, y soy consciente, y le tiendo contacto para que soporte mejor la pérdida de calor.

Más tarde haremos el amor. Es un decir, porque ella hará el amor con Ton. Con un Ton imaginario que reside en su interior de forma indeleble, que es cuerpo de su cuerpo. Yo estaré allí como estoy siempre, cumpliré mi papel de reclamo, de marioneta, de títere. Me recuerda a los fondos azules en la televisión. Sobre ellos puedes poner cualquier imagen. Yo, hoy, ahora, soy un fondo azul. Lo estoy siendo mientras jadeo sobre ella y ella me ama como jamás amó a Ton.

Porque ahora sabe lo que es no poder amarle.

Y lo triste es que yo soy el mejor Ton que la vida puede darle ahora mismo, un Ton de saldo.

Yo no tuve ningún saldo. Creo que es peor.

te elipsas

Cuando nos despertamos el aire era gélido.

El suelo era una realidad de diamante bajo las patas de la cama.

Nuestra ropa conformaba una amalgama agitada pero no mezclada.

Tú (y yo sin saber qué tú eres ya) volvías de la otra parte, del tiempo del sueño.

Con la sorpresa en tu cara.

Yo sonrío, para hacer todo más ligero, y me ofrezco a hacer café. A hacer cualquier cosa, si va a servir de algo. Es duro volver. Es duro dejar de ser anoche para volver a ser hoy. Es complicado saber por qué la transformación de anoche. Es duro entender algo, la verdad.

Nadie quería esto. Al menos nadie lo quiere hoy. Anoche fue diferente. Nos sentíamos solos, desamparados, perdidos, pequeños. Venían muy bien unos brazos en los que perderse. Venía muy bien un hombro en el que llorar, un cuerpo al que abrazar. Venía bien sentirse parte de algo, por una vez. Venía bien dejar de percibir el diamante angular del suelo. Venía bien estar completo por un rato, estar borracho un par de horas, estar feliz y desacompasado algunos preciosos minutos de conexión.

Ahora me miras como si no hubieras querido mirarme nunca. Es lo normal.

Olvidemos la guitarra, la cerveza y los besos, las risas y tus manos. Vamos a doblarlo todo bien, por las señales de la plancha, vamos a meterlo todo en el fondo de un cajón. Vamos a seguir con nuestras vidas, vamos a seguir en nosotros mismos. Vamos a ver cuánto aguantamos, cuándo será necesario sacar de nuevo la guitarra, la cerveza, los besos, las risas y tus manos.

Te duchas, tomas un café, me acercas un tenue beso de despedida, abres la puerta y te elipsas.

lo raro

«Lo raro es seguir vivos…» Eso me decías mientras encendías un cigarro. Habíamos estado toda la tarde peleando, sacándonos los ojos, escarbando en nuestros ombligos, retorciéndonos dedos, brazos, piernas, torsos… y me decías que lo raro es seguir vivos. Me acerqué a la cocina a por un cenicero, en tu mano tenías un zippo de otro tiempo y un paquete inverosimil de chester.

Te pregunté por él. Tú detestas el Chesterfield.

– ¿Y eso?
– Me debo ir haciendo imbécil con el tiempo, supongo.

Y no fue una mala respuesta, al menos no inexacta del todo. Recuerdo cómo corrí a por la bodega más cercana, rezando para que estuviera abierta mientras yo atravesaba el umbral de la puerta. «Joder, si no está abierta, ahora mismo estoy atravesando los cristales». La mujer anciana tras el mostrador en una ciudad pequeña me miró como si yo fuera a anunciar fuego, o inundaciones, o algún terremoto inesperado. Su cara cambió al alivio cuando lo único que hice fue pedir cuatro litros de cerveza y unas cortezas light. Supongo que yo tenía cara de gran e inminente desastre, pero ella comprendió rápido que con su bodega no iba el tema. Respiró. Me invitó a un litro extra, incluso.

Volví jadeando a donde tu ingeniabas mi ruina y abrí un litro con alegría y un abridor.

Ajamos el tiempo, que para eso está, y nos dormimos dentro. Para cuando el amanecer decidió pasar por las sábanas revueltas tú y yo ya no éramos más que dos fotografías en un mueble castellano, en el hogar de un matrimonio con tres hijos, dos perros y años de menos.

Allí seguimos, nos veo todas las mañanas cuando salgo al trabajo, al abrirte educadamente la puerta.