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enfadarse porque llueve

Yo te cuidé el invierno, el verano, el otoño y la primavera. Tenía una tremenda fijación en que estuvieras bien. Bah, sabía que no podía controlarlo todo, que tus actores internos eran inexcrutables para mí. Que había lugares a los que no podía acceder ni intentándolo una y otra vez, como de hecho hacía y no dejé de hacer nunca.

Tomábamos unas cervezas enfrente de la pizzería que te hacía estornudar, y yo te miraba reír en la conversación con Lucas y Santi, reír como nunca. Reír como si acabaras de inventar la risa sin darte cuenta y no supieras que la estabas explotando. Reír como si no hubieras hecho otra cosa nunca. Reír dentro de todo como si nunca te hubieras encontrado fuera de todo. Reír como si no existiera nada más que hacer en la vida. Me gustaba verte así, integrada, dentro de, plena, en el tiempo. Rodeada conscientemente. Yo iba a por las cervezas a la barra y os miraba desde fuera.

Ellos son colegas, estaban bien. Pero tú estabas perfecta. La forma en que tu boca enseña los dientes remoloneando detrás de los labios no tuvo nunca competencia.

Hay gente que se larga. Es así. Yo empiezo cientos de novelas, pero no acabo ninguna. Me estimula iniciar la historia, me aburre desarrollarla, me enferma terminarla. Una vez, jugando al Wow, me encontré con un tipo en Mil Agujas que me dijo que jamás llevaba a un personaje más allá del nivel 30, porque le cansaba. Tenía multitud de personajes anclados en el nivel 30. Cuando llegaba se abría otro y empezaba de nuevo. No lo entendí hasta que no pensé en mis novelas.

Por eso me gustan las canciones, los poemas. No soy capaz de retener un estado mucho tiempo. Me encanta empezar y terminar en cinco, diez minutos, media hora. Guardarlo en el disco duro y tener la sensación de haber hecho algo.

Siempre tuviste esa forma curiosa de fumar. Como si el cigarro no te importara en absoluto. Caladas leves. Yo le miro, pienso en él, lo exprimo, lo destrozo. Para ti, sin embargo, era un accesorio como el reloj o el bolso. Es una cuestión de la medida del tiempo. Es una cuestión que denota dónde radica lo importante en un momento dado, creo.

Esa noche no sé si te fuiste con Santi o con Lucas, yo volví solo a casa. No me importó demasiado. Hay gente para toda la vida, que está contigo siempre. Y hay gente que se larga. Hay gente que no pasa del nivel 30, que detesta desarrollar la historia. Que vive presa de un eterno comienzo. Enfadarse por eso es como enfadarse porque llueve. Enfadarse por eso es no comprender nada en absoluto: supurar lágrimas en ojos ciegos que no ven que lo que es raramente se toma la molestia de tomarte en cuenta.

raro

No sé qué escribir. Me paso el día tragando tonterías y las noches tragando cervezas. La cerveza es un líquido indoloro que cubre las yagas tumefactas y dolientes del día. Tiene sus desventajas y sus efectos secundarios, pero no merecen la pena de momento, vienen con el paquete y por algo será, no estoy por desvelar el futuro. Ayer bajé al supermercado a por cervezas. Normalmente voy al chino, pero cuando me deprimo por la poca pasta que me queda me bajo al supermercado. Cuando me puse en la cola llegó una señora por detrás y me gritó que me había colado. Como no quería líos le dije que pasara, y me miró ofendida. Le dije, pensando que estaba cabreada con la juventud en general y tentando hacerme el listo en educación: «señora, lamento haberme colado», «usted no se ha colado», «cómo?», «lo sabe bien, usted no se ha colado», «y, entonces… ¿por qué me mira mal?», «por la poca sangre que tiene».

Y debe ser verdad, porque hace un par de meses me echaron del curro y lo único que pude decir fue «ah, vale», e irme. Tenía ganas de liarme a ostias con todo el mundo y de gritar, pero lo único que hice fue decir «ah, vale», e irme. Tenía ganas de desnudarme y poner el culo encima de todas y cada una de las mesas mientras me fumaba un cigarro a gusto, pero ya sabéis qué es lo único que hice. En la calle me sentí extraño. Las once de la mañana y no tenía a dónde ir. Antes leía mucho, pero lo dejé, también veía bastante la tele, pero no duró. Solía ir a un bar de unos colegas que siempre andaban de tertulia, pero me aburrieron bastante pronto. Solía andar con tías, pero nunca encontré una con la que quisiera estar todas las mañanas. No me entendáis mal, sé que las hay, pero yo no la encontré a tiempo y ahora no tengo ganas de andar buscando. Soy demasiado viejo para esas cosas y demasiado joven para meterme en una residencia a languidecer plácidamente. Me gustaría, pero a los treinta no te aceptan.

Un par de días después fui a una agencia de trabajo temporal a ver cómo andaba el tema, y una chiquita muy amable que olía a un perfume seguramente privativo me indicó que necesitaban fotos. Fui a una tienda de fotografía a hacérmelas. El tipo me dijo que se les habían jodido las cámaras y que no podría hacérmelas hasta el día siguiente. Me pareció mucho tiempo, así que me fui sin dar pistas de lo que iba a hacer. Volví a la agencia de trabajo temporal y le dije a la chiquita lo que había sucedido. Ella, muy amable, me dio dos o tres direcciones donde hacérmelas. «Ya, pero… ¿sabes?, se me han quitado las ganas», «¿de trabajar?», «no, de hacerme las fotos», «pues sin fotos no puedo tramitarte el expediente», «¿podrías darme direcciones de otras ETT?», «no, pero en todas te va a pasar más o menos lo mismo», «ya», «claro», «bueno, pues entonces me voy», «espera, ¿quieres que te lo tramite y te deje pendiente de la foto hasta mañana?», «no… ya da igual, no te preocupes», «¿se te han pasado ahora las ganas de trabajar?», «no, de tramitar expedientes?, «vale», «vale», «lo siento», «no te preocupes, tú has sido muy amable».

Y me fui a tomar una caña. La gente siempre intenta meterte en alguna conversación quieras o no, y cuando no te conocen de nada empiezan por el tiempo. «Menuda mañana, eh», «sip». Y punto, hay que dejarlo ahí. Es conveniente no ir más lejos, porque la gente se aburre de solemnidad y darían media vida por una conversación estúpida a media mañana que les hiciera llegar hasta el mediodía sin problemas. Yo sólo quería una caña, y por eso entré en un bar. Los que quieren además hablar deberían poner un cartel en la puerta, o dar las cañas gratis. Entonces sí que rajaría por los codos. Hablaría sin parar. Tendrían que echarme por la noche para cerrar y me tendrían en la puerta a primera hora de la mañana. Pero no lo hacen, te dan la caña, la charla, y después te cobran la caña. No tiene sentido.

Ahora me he puesto a escribir porque tenía una especie de gusanillo dentro. No sé. Una especie de ganas de sacarlo todo fuera. Lo curioso es que no tengo nada. Si me pongo a pensar no escribo nada de nada. Si lo hago sin esforzarme parece que tengo cosas que contar, pero no lo sé. Relaja teclear, eso es bastante. La verdad es que me siento bastante opaco. Estoy desganado de todo y de nada. No me falta nada. No sé si me sobra algo, supongo que todo lo que he vivido que quiere irse fuera. No lo sé. Sólo sé que no tengo ni idea de a dónde ir ahora. Los curros siempre son lo mismo y nunca dicen nada. Viajes, ropa, coches, todo es lo mismo, no tengo ganas. No sé. Me emborracharé y lo dejaré para mañana.

en casa

Llevo… aproximadamente 24 horas en esta casa sin salir. Al principio pensé que quería matarme de hambre, pero no he hecho más que comer y ver la tele todo el tiempo. Estuve escuchando algo de música también, el viejo Umplugged in N.Y. de Nirvana. Estuve bailando, o más bien dando saltos como un loco. Con la respiración forzada me sentía como Dios, lo juro. Dando vueltas y vueltas, perdiendo la orientación y reventándome las espinillas contra todos los muebles disponibles, sin distingos ni selecciones. Es extraño, de verdad. No es que algo me cierre físicamente la salida, es simplemente que no puedo salir. Ya sé que parece ininteligible, pero de algún modo no lo es. No lo siento así.

Las cortezas de cerdo están muy bien, y mejor con una cervecita. Golpeo con las suelas de mis pisamierdas la alfombra y eso también me gusta. En la tele Faemino y Cansado me hacen reír como un cabrón. Luego llama Ana, me dice que si quiero quedar. Vaya, le cuento mi problema y me cuelga sin decir nada, creo que piensa que estoy jugando a algo para joderla. No tiene demasiada imaginación, la pobrecita. Desde que me dejó sólo queda conmigo para contarme las movidas con sus novios. Me toma por un maldito confesor, o algo así. ¿Qué le voy a hacer?

Enciendo un cigarro y no vuelvo a mover la mano, lo voy fumando viendo cómo cae la ceniza al suelo. Casi consigo fumármelo entero sin que se caiga -vale, hice trampa, lo puse en vertical para que aguantase más, ¿y a quién le importa ahora?- . Aunque parezca mentira, no estoy preocupado. Podría ser peor. Podría no tener comida o cerveza. Un par de horas más aún aguanto. Pero al final pasan cuatro y sigo aguantando. Creo que me he convertido en una especie de maniático, o algo así.

A lo mejor tiene que ver con algo que he vivido. A lo mejor es una reacción ante un miedo o un fracaso o el miedo a un fracaso. Pero no puedo saberlo. Mientras tanto, enciendo el ordenador y juego a los Sims un rato. No mucho, porque me aburro y abro un libro. También me aburro y me tumbo en la cama, intentando dormirme. No lo consigo y me acerco a la puerta, por tantear. Nada, según me voy acercando un nudo en el estómago se anuda concienzudamente hasta que el mismísimo instinto inopinado me aleja, me tumba en el sofá, enciende la tele y me pone un güisqui en la mano aliñado con un cigarro.

Bueno, no es como para perder la calma. Llama de nuevo Ana, la muy maldita. Quiere venir. Ha terminado por aceptar lo de mi problema. Le digo que por qué no. Cuelgo, me ducho, me lavo los dientes y me visto con tesón para parecer lo más desarreglado que puedo. Llaman a la puerta. Me acerco y el nudo me recuerda, amablemente, que no estoy del todo en mis cabales y que no piensa dejar que me acerque al picaporte. Menudo lío. Se lo explico a Ana, que se ríe y me dice que le tire las llaves por la ventana. Que no ha venido hasta aquí para irse por culpa de un tarado. Se ríe y me dice que cuando yo voy, ella ya vuelve. No sé que pretende decir con eso. Creo que, pese a todo, sigue pensando que intento tomarle el pelo. Tampoco me extraña.

Salgo a la terraza, y cuando veo salir a Ana por el portal le tiro las llaves de casa. Yo me siento en el sofá y ella sube y abre. En una bolsa trae cerveza. Eso significa charla.

– ¿Se puede saber que intentas, tío?
– Te juro que nada, coño, simplemente cuando me acerco a la puerta un nudo en el estómago me detiene.
– Venga ya. Vamos a dejarlo, no quiero cabrearme, cabrón.
– Como quieras.
– ¿Tienes unos vasos por ahí?
– ¡Que preguntas! Sabes de sobra que sí.
– Ya sabes lo que quiero decir, ¿los vas a traer o tengo que ir yo a por ellos?

Bebo una par de litros de agua, para no diezmar con celeridad la cerveza, cojo otro vaso y vuelvo al salón donde Ana, la hijadeputa, está sentada en una silla con las piernas abiertas con una minifalda que podría ser perfectamente una riñonera. Está perfectamente depilada. Sé de lo que hablo. Las bragas son rositas, con algo de encaje y una tierna hinchazón allí justo donde… y agarro el freno de mano y miro a la tele sin ver nada.

– ¡A tu salud!- brinda.
– Siempre a la tuya, Ana.

Bebemos quizá como entonces, cuando todo… era diferente. Sonríe y me mira y es casi… No, no es nada y lo sé. Fumamos unos cigarros y hablamos eludiendo ella el tema de mi problema y yo el tema de su novio de turno, y ambos eludiendo directamente el temita. Vamos a la cocina y preparamos unos huevos y unas patatas. Es curioso, las rutinas siguen impresas en nuestras vidas como una imagen muy brillante en la retina después de apartar la vista. Yo pelo las patatas y ella las trocea. Yo enciendo el fuego, pongo la sartén en él y echo aceite de oliva mientras ella sala concienzudamente. Echa las patatas al fuego y esperamos.

– ¿Qué tal tú, loco?
– Bueno, tirando. Ayer dejé el curro.
– ¿Qué dices? ¡Pero si eras fijo!
– Espera, voy a por las cervezas.

Cinco segundos, diez segundos, veinte segundos, treinta segundos y… aire de nuevo en los pulmones.

– Sí, pero estaba un poco harto de lo mismo. Llevaba allí cinco años. Cinco años levantándome de lunes a sábado a la misma hora, tomando el mismo café asqueroso de prisas en la mesa de la cocina antes de salir, cinco años de coger el coche muerto de sueño y medio ciego por las legañas, de ocho horas teóricas que siempre eran diez, de volver a casa y abrir la botella y silenciar las preguntas en el confesionario de los catódicos. Cinco años creo que se me estaban haciendo demasiados. Así es.
– Yo en tú situación…
– Tú nunca en mi situación…
– Hubiera sabido reconocer…
– Tú nunca…
– Un buen trabajo…
– Tú…
– No hubiera hecho el imbécil…
– …
– Y hubiera cambiado cualquier otra cosa.
– Tú… tú…
– De todas formas da igual. ¿Qué piensas hacer ahora?
– …En principio… intentar traspasar la puerta mañana o pasado. Me gustan los grandes desafíos. Después lo normal, buscarme otro trabajo.
– ¿De charcutero?
– No, no creo.
– ¿Y entonces?
– ¡Yo que sé!
– Calma, calma, tío. Estas un poco chinado hoy.
– Dime tú cómo estarías en mi situación.
– Es igual, ¿otra cervecita?
– ¿Acaso no es hoy viernes?

Volvemos al salón y le toco un poco el culo porque uno tiene sus debilidades, y ella se deja porque… se deja. La cosa no va a mayores, como nunca lo hace, y nos sentamos y ella habla.

– He dejado a Pablo.
– ¿Sí?
– Sí, no aguantaba más. Parece que voy recolectando idiotas.
– Gracias.
– ¡Oh, no, no me refería a ti, gilipollas!
– Vale.
– La verdad es que era un tío aburrido.
– ¡Coño, se ha puesto a llover!
– ¡Bien!
– ¡Y una mierda, tengo toda la ropa en la terraza!

Salgo pitando y ella detrás de mí, echamos toda mi ropa en un barreño y cuando volvemos dentro, estamos completamente empapados. A ella se le marcan los pezones en la camiseta. Pezones duros como piedras. Le doy un beso y se retira. La agarro por la cintura y la acerco a mí, ahora no se retira nada. Nos mordemos por todas partes y nos volvemos del revés y nos vamos a la cama donde jadeamos uno al lado del otro hasta que todo termina y nos fumamos un cigarro.

– Tío, no quiero que pienses…
– Lo sé.
– Esto no cambia…
– Lo sé.
– Te he querido mucho y…
– Calla.

Me levanto y traigo la cerveza. La tomamos juntos en un silencio sin grietas y nos miramos. No sé muy bien cómo, ni lo que nuestras miradas quieren decir, pero nos quedamos así un buen rato. Y ella es consciente de que yo soy consciente de que la amo. Y yo soy consciente de que eso no importa ahora una mierda. Me tiende su mano y yo la atrapo, en el tiempo y en el espacio y en esa habitación y en ese mismo segundo y afino el recuerdo que debe litografiar esto de forma indeleble. Y no volverá nunca o a lo mejor cada día y será lo mismo y no dejo de saberlo mientras todo me va jodiendo profundamente. Cuando ella se viste y se va enciendo un cigarro y dejo que la ceniza se consuma sobre la sábana en una suave colina, en un tranquilo marasmo, en un tímido caos que de un soplido mando al suelo con algo parecido a impotencia en los pulmones. Y me levanto y me miro en el espejo. Y me miro en el espejo y me marcho hacia la puerta en un último esfuerzo cuerdo de sobrepasar toda mi confusión y mi ruina personal y mi comedia de vida, esta comedia en la que el actor principal improvisa porque hace tiempo que su papel se perdió en un paraninfo desangelado y polimorfo, en un vacío repleto de cosas y gestos y caras y esfuerzos que se revelan sin sentido, marchitos e inmarcesibles al mismo tiempo y con el mismo ritmo.