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la pregunta

«Ni siquiera sabes si existes», me dijo acercando sus comatosos labios a mi oído. «Ni siquiera sabes si existes». Menuda frase para esta noche de miércoles, hora en la que discutir se convierte en la mejor forma de matar el tiempo en el garito justo hasta que algún tipo responsable eche el cierre y nos condene sin importarle a la asquerosa soledad de nuestra habitación, dentro de una casa hueca. Sólo cabe la vida en lo hueco por una particular manía: la vida ocupa. Necesita espacio. Un lugar en el que estar. La vida no existe más que en el vacío. En la plenitud desaparece, se esfuma, se evapora. Huye acobardada.

Si ni siquiera sé si existo es porque no me lo han puesto fácil, la verdad. No sé si debo alegrarme o romper con todo de una patada, pero no me lo han puesto fácil. Ronroneo a tu lado al volver del baño y me pido otra cerveza mientras me comentas qué tal el día en el trabajo. Gesto que reconozco en seguida. Ahí es fácil hacerse un lugar en tus pensamientos, sólo tengo que estar quieto, callado, y poner ojos de comprensión. De estarte comprendiendo, de intentarlo al menos.

No es fácil. Eso es lo que pienso mientras te llevas tu culo al baño, ligeramente atontada por el calimocho que te empeñas en beber. Eso no es sano. La coca-cola es veneno. No es fácil saber si existes. Sólo es fácil aceptarlo. Mientras me duela el brazo estaré vivo, o mientras pueda fumarme un cigarro, o rechazarlo. No quiero ir más allá, porque no hay un más allá al que ir después de esto.

Este es el límite, amigo. Este es el lugar en el que paras a descansar y contemplas el abismo, la nada absoluta. El final de todo. Desde aquí se puede empezar a vivir, pero sin dar un solo paso. Si lo das estás condenado. Como yo, más o menos, porque cada cual se condena a su modo.

Cuando vuelves del baño te pregunto si quieres ir a mi casa. Respondes «claro». Te miro y sonrío. Por una vez me adelantaré a los cierres metálicos y estaré en mi lugar no tan temprano.

exceso de información

Ella siempre me estaba preguntando lo mismo, obsesionada en sus rarezas. Siempre dispuesta a darle una luz al mundo para encender otro cabo y volverlo del revés, de un modo para ella más estético, más ordenado, o más loquesea de turno que tocase.

Me preguntaba cada día por qué al volver del curro me siento en el sofá y miro la pared, apurando una cerveza y fumando lentamente mientras me rasco la perilla. Sin hablar. Sin hacer nada. «Saludas, te sientas y empiezas tu fiesta, ¡y ya no me hablas más hasta la hora de cenar!»

Y es demasiado, según el día.

Han pasado muchas cosas y yo he estado en todas, precisamente porque era mi vida la que estaban proyectando en la lona de lo que sucede, de lo que me sucede. En mi vida no tengo jodido el sitio donde esconderme para perderla de vista. Tengo muchos cabos que atar o muchos puzzles que resolver, y no he empezado más que a buscar las fichas que sólo tienen tres lados encajables y otro liso, de frente, de frontera, de linde, de final de algo. Nada más, por ahí sigo. Por eso me siento. Cuando estuve en Canarias y conocí una tarde a un mendigo que me contó su vida… ¿qué significó? Es más, ¿qué significa ahora, qué razón tuvo?, ¿por qué recuerdo la vida del tipo, su barba, el hillillo blanco de baba que se asomaba por la comisura de su boca como si estuviera contemplando un paisaje sublime…?

¿Qué significa que yo recuerde eso, todo eso? ¿Qué importancia tiene? ¿Estoy permitiendo que se escape algo? ¿Era importante ese tipo en mi vida y yo no supe ubicarle? ¿Por qué recuerdo tanto?

Otra vez, está escrito en algún post de este blog, crucé un paso de peatones y una mujer en un coche se me quedó mirando como si yo fuera una aparición, quizá le recordaba a algo o a alguien. Me prometí recordarlo, y lo recuerdo. Pero no sé si importa. Yo decidí recordar. Pero al mendigo le recuerdo con la fuerza de lo evidente. Sin esfuerzo alguno. Me habló de la vida, por supuesto. De la suya. De lo que debía evitar y lo que no si fuera él. De la imposibilidad de que sus consejos me pudieran servir a mí para algo.

Y está ahí, de cuando en cuando, diciéndome algo que soy incapaz de escuchar.

¿Qué?

Pero claro, cuando te cuento todo esto me vuelves a decir que estoy loco y que como siga así voy a terminar encerrado.

Sería un alivio, más tiempo para ir trenzando los hilos, para ir percibiendo la forma del regalo que un orfebre me ha puesto delante sin contar con que soy tan bruto que no puedo entender su significado.

No lo sé. Recuerdo tardes de cervezas, mañanas de curro, días de regalos, de vacaciones, de baloncesto, de lectura, de estudio, con unos, con otros, con todos… y todo está ahí… ¿está para algo?, ¿qué significa todo eso?

¿Qué me está diciendo, que canción entona? Como esa tipa que no quiere dormir sola y abandona el garito sin que tú te enteres y tú te quedas sin ella sin que ella se entere de que se ha quedado sin ti, la realidad me elude, me esponja y me entumece, juega al despiste y gana. Me ha dado millones de puntos de información que deben conectar de algún modo porque todos ellos están sacados de la realidad en última instancia, pero no veo el hilo, no veo el algoritmo, no comprendo el diagrama…

Y salgo del curro, abro una cerveza, enciendo un cigarro, y contemplo el panorama, intentando que en algún momento todo encaje y pueda saber, de una vez por todas, por qué y para qué recuerdo lo que recuerdo, olvido lo que olvido y siento lo que estoy sintiendo.

Y ella, que siempre quiere dar una luz para encender otro cabo y hacer del mundo un lugar más digestivo, se tropieza conque no me entiende, no comprende qué quiero decir con tanto lugar común y situación atípica memorable, y es incapaz de darle el barniz suficiente al asunto como para que brille ante sus ojos con una apariencia nueva, más cercana, más ella, más de ella, más por ella. Por eso se cabrea. Estoy en un lugar en el que no puede cambiar las cortinas ni darle un aire nuevo ni volver suyo un asunto polimorfo.

No… aquí estoy solo, ella no tiene llave ni puerta por donde entrar.

Y eso es lo que no puede soportar, ese tipo de opacidad.

gotas resbalando

Si un hombre comienza por permitirse un asesinato, muy pronto quita importancia al robo, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del señor, y acaba por faltar a la buena educación.

Thomas de Quincey.

Las mujeres que he conocido siempre han significado muchas cosas. El cuidado, el olor, el tiempo debido a cada cosa, el orden, el detalle. El levantarte por la mañana y que la casa huela bien aunque nadie haya limpiado nada. El que los vasos brillen y el sol entre más cariñoso por la ventana mientras desayunas. Que el coche arranque con el maullido de un gatito. Que el mundo, en general, merezca más la pena para ser vivido.

Y eso no es algo que hagan, es algo que explenden. Al menos, las que yo he conocido. Es una propiedad que desprenden de sí y que impregna todo lo que las circunda. Incluso a mí mismo, cuando estoy en el círculo. Huelo mejor, soy mejor persona. Me siento más optimista, dejo de escribir y de componer porque no tengo nada que decir, excepto que estoy tranquilo y feliz. Si yo ya apenas existo, si casi no lo hago, si soy apenas una manchita de tinta en una insignificante esquina de los días, cuando una mujer anda cerca suelo desaparecer, fundirme con el entorno, camuflarme con el color, la textura y probablemente el sabor de los muebles. Estar tan en paz con el mundo que el mundo se olvida de mí.

El olor, el detalle, el orden, el cuidado, el mimo, la sensación de que todo pequeño esfuerzo tiene su pequeña recompensa. Unas flores sobre la mesa. Gotas de agua en la bañera que me recuerdan que nada y todo y yo y ellas siempre hemos formado una sucesión de ciclos que me han dejado sin respuestas. Gotas de agua en la bañera, la toalla perfectamente doblada y colocada en su soporte, los botes de gel y champú cerrados y ordenados. Gotas de agua resbalando por las laderas de porcelana y yo mirando la ausencia de pelos en el desagüe. El leve olor a ella que se impone a los frutales de la ducha. Pequeñas pistas, migajas de ella como un hilito de pan, para que no la pierda.

Un hilo que seguir. O no. Ese es el tema. Fundirse con el mundo o seguir viviendo entre ruinas que hablan.

Hacer un modo de vida de todo esto o no. Tener fé en lo escribo, compongo, fotografío, toco o tener fé en la disolución con el mundo, la felicidad tranquila de tener un lugar almohadillado en los días. O la crisis constante de retratar las fracturas.

Es un problema de enfoque clásico. No puedes ver el primer plano y el fondo con la misma nitidez al mismo tiempo. Tienes que decidirte por alguno.

Gotas de agua resbalando en la bañera. Toco una con el índice, me la llevo a la boca. Sabe un poco a glicerina y a frutitas del gel. Y a ella.

La realidad me está mirando con todos sus ojos puestos en mí. Y no son pocos. Me pregunta de qué lado estoy.

Y yo no tengo ni idea. La gota se funde con mi cuerpo y pasa a formar parte de lo que interiorizo de ella. Con facilidad, con normalidad, con sencillez.

La realidad quiere que decida.

Pero yo sólo puedo esperar a ver dónde va todo esto.