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territorio fungible, o no

Lo contrario de una verdad trivial es un error estúpido, pero lo contrario de una verdad profunda es siempre otra verdad profunda.
Niels Bohr

Como las cosas que siempre te dije y nunca quise decirte,
o las cosas que no te dije nunca aunque siempre desee hacerlo,

es más intensa la tristeza de cuando todo se rompe
que la felicidad de cuando nunca lo hace.

Le dimos un nombre, para darle cuerpo.
Para intentar simular que lo teníamos controlado,
que era algo nuestro, conocido.

Lo llamamos rutina.

El amor, que es una verdad profunda y una profunda mentira,
es de algún modo frágil.

Uno sistemáticamente piensa que el otro no podrá
vivir sin lo que fue nosotros.

Demuestra lo contrario y el amor está muerto.

El amor no es menos grande por ello.

El amor siempre sigue existiendo de algún
persistente modo.

Independientemente de lo que digamos.

en torno a la hoguera

Añadíamos canciones
como elegías
sobre los litros de calimotxo
y el verde del césped
y el negro del cielo
salpicado de amarillos pálidos
con forma de estrella.


(no sé qué tú eres ya)
me obligabas a bailar,
a juntar mis caderas con las tuyas
al ritmo de los tambores
de los improvisados músicos
de banco de parque,
para gritarle al mundo
que seguimos vivos.

Era en esos momentos cuando podíamos hacerlo.
Cuando nos sentíamos vivos.

El ritual de las bebidas fermentadas,
el fuego,
los cuentos,
el baile,
el contacto,
el descontrol,
el gritarle a todo que si no existe no me importa,
que ahora estoy bebiendo,
calentándome,
escuchando,
bailando,
tocándote,
saltando como si no hubiera nada más,
gritándole a todo que si no existo no me importa,
que, aunque no sé qué pinto en todo esto,
entiendo dónde está el puto origen
de mi cuerpo y del tuyo.

Lo entiendo ahora.

No tengo ni idea de lo demás.
No es difícil de comprender.

Tú (qué tú)
borracha,
en bragas,
cantas a Extremoduro mientras yo te espero
en la cama.

Te retuerces con un micrófono
figurado
en tu mano.

Tus saltitos
mueven tus senos
al ritmo.

Cuando la canción termina
añades un gritito y te acercas
para darme un beso.

Yo, claro, me excito.

Empieza una nueva canción.

Igual de idiotas que hace 300.000 años
te miro danzar,
festejando la vida que no se comprende.

Los saltos, tus senos,
tu cuerpo desnudo y descubierto por tus bragas,
el sudor que perla tu piel,
el olor que desprendes,
la complejidad que exhalas en cada frase
que gritas,
la fantasmagórica y real ceremonia
de celebrar la vida
en medio
de un lugar en el que tú (qué tú)
y yo
coexistimos.

Después, agotada,
vienes a la cama.

Levanto el edredón,
convencido de ti, de nosotros.

E incluso,
por qué no,
de mí mismo.

ruido

Después de tanto ruido no quedó ni la guerra.
Ni siquiera roncos gritos de tempestad.

No tuvimos que recoger ningún herido
del campo de batalla.
Tampoco ningún muerto.

Después de tanto ruido,
de tantas voces,
de tantas y tantas discusiones,
de tanta bilis acíbar en la garganta,
de tanto llanto y tanta miseria
expresada en tardes y tardes como esta,

no quedó nada.

Un atronador vacío
enmarcado en un tremendo silencio.

Nos vimos,
algún tiempo después,
en medio de cualquier parte.

No podíamos hablar,
porque no había cosa alguna que decir.

Nos miramos,
como dos extraños ya que
aún conservan el tenue pero impregnante
aroma de lo conocido
sin ningún referente cercano,
dos anónimos,
dos colores que comparten paleta,
dos glosas de un mismo verso
que no se tienen la una a la otra.

Dos personas, tú y yo,
que comparten espacio en un momento dado.

Después de tanto ruido…
no quedó ni el odio, ni la rabia, ni el desencanto.
Después de tanto ruido quedó una oquedad
en medio de ambos, un incomodo hueco,
un tipo gris neumático que nos mira con ojos reumáticos.
Estratificado, rígido, solidificado.

Yo pagué las cervezas
y te acompañé a tu coche.

Después entré al primer bar abierto que me encontré.

Necesitaba un respiro.

Oír las tragaperras. Su repique de campanas
que retrotrae a rutinas olvidadas. Badajos
de cuando todo era más sencillo.

Comer las ali-oli que pusieron sobre la barra.

Escuchar un chiste de otros
y reírme un rato.

Mirar al suelo, a la punta de mis zapatos.

Encontrar ese clavo ardiendo
al que aferrarse
cuando todo está saldado.