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Decir mentiras

Te di todas las claves, todos los prefijos, todos los sufijos.

Estuve cerca de ti cuando el dolor era uno con el cuerpo,
con tu cuerpo, vomité luz en tus sombras
rompiéndome el pensamiento
mientras masacrábamos el alma
jodiendo.

Eso ha sucedido en otro tiempo mientras
las horas se deslizaban juntando caminos
con y en los besos.

Me pregunto, después de tanto tiempo,
¿qué ha quedado?

Conocí a José Hierro en un bar, yo ponía los cafés
y él abrumaba los gintonic en un poliedro
multifuncional de palabras. “Un precio
especial para un poeta”, me dijo su colega.

“Conozco al tipo”, le dije.
“Sé de quién estamos hablando”.
Yo pensaba que ser poeta era ser grande.

Pagué las copas, y Pepe vino a la barra.
“El rescate imposible”, dije.
Él no recordaba.
Sus palabras eran más importantes para mí que para
él mismo.
Calvo, grande, inmenso.
Él supo reflejar mis soledades en palabras correctas.
Pero no se acordaba.
Entonces fue desilusionante, después no tanto.

El fin de semana siguiente jodimos en la pensión que tocaba.
Entonces fue cuando yo te di todas mis claves, mis prefijos.
Nosotros nos construíamos los domingos en pensiones porque yo estudiaba
y curraba 16 horas al día. Pensé que era importante que tuvieras
mis prefijos cerca.
Por si te hacía falta llamarme.

Teníamos prisa, horas contadas.

Fue el día que me dijiste “llámame puta” y me eché a llorar.
Yo me acordaba de un tipo que habló de mis soledades
sin salir de las suyas,
y al mismo tiempo allí estábamos, con martini blanco
y una habitación por horas.
Y llamarte puta en ese momento era como tirar
piedras a la cara de todo lo que sucede.

Tú, con el hueso de la frente,
pedías tiempo muerto.

Y yo me eche a llorar como no lo había hecho nunca.
Quizá porque el tipo murió después de todo.
Quizá porque tenerte desnuda en la boca
mientras en otra parte se lloraba a alguien
era un silogismo extraño del que no sabía salir.

Recuerdo que te di mis claves ese día,
por todo esto.

Recuerdo que, tiempo después, me arrepentí.

Cuando el tiempo jugó a ser tu ausencia no quedaban
brazos,
no quedaban ni siquiera mentiras que decir.

Me estaban contando

lo que yo tenía que
hacer para ser feliz, con la mejor de las intenciones,
la que consiste en esconder tu propia infelicidad
bajo todos los demás.

Me estaba mirando cabeza rubia
desde el olvido, desde los años completos
en los que no nos habíamos visto.

Un buen reloj en su muñeca,
cabecita rubia siempre completada en otros,
cabecita rubia de tres noches en mi casa
con el artificio de las velas y la música clásica,
cabecita rubia que pensó, en su día,
que podría salvarme de algo necesariamente.

Pero, amiga, pasaron los tres días
y lo único que se salvó es que las velas
siguieran ardiendo.

Ahora consumes tú café y me miras
con carita de pena,
sintiéndote, lo sé, a medias culpable
y a medias salvada
por haber cogido la puerta
después de decidir que me ibas
a mirar desde el otro lado,
o mejor,
después de decidir que no ibas a mirarme nunca.

Mis ojos tienen la cualidad del espejo.
Soy un experto escondiéndome.
Si miras en ellos verás tu propia cara.

Y eso era justo lo último que querías hacer.

La mañana del cuarto día,
empapada en resaca,
mientras curabas los arañazos en mi espalda,
pensaste que aquí tenías poco que hacer.

Y yo agradecí tu voz tímida
diciéndome que te ibas.

El dintel de la puerta se retorció asustado
mientras la madera volvía a su sitio.

Es complicado ser algo que no se es.
De igual modo, terminarás el café
y me darás un beso en la mejilla.