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Piernas abiertas

Es como si.

Parece que odio el crepitar
noctámbulo de las
cosas que arraigo en mi cerebro.

Continúo la danza de
los sueños, aunque no deje
de saber que intento soñar
que sueño.

Digiero las miradas torcidas,
las miradas equivocadas
de los que dicen saber qué
hay “aquí dentro”.

En el bar los minis saludan
entre tumbos y risas forzadas
las bocas excitadas que les
piden su cuerpo.

Salgo a la calle y es inútil,
todo sigue girando.

Vuelvo dentro para ver
sin sentimiento piernas abiertas.
Bien mirado, parece que es la forma
que tiene uno de ganarse la vida,
que todo te empuja a ello.

Piernas abiertas que
te reclaman, que no te entienden.
Es el destino de uno,
puedes ver crecer tus amistades,
tu relevancia, tu corazón
y hasta tus huesos.

Nadie entiende y preguntan
por qué. Sabiendo lo calentito
que es estar allí dentro, parece
imposible que prefiera
seguir bebiendo.

Al menos bebiendo…
no sé, supongo que es
lo mismo, más de lo mismo en
uno mismo.

En la calle San Vicente
las farolas deslumbran la
noche acojonada, que se
retira por momentos allí
donde tanta máscara no llega.

Piernas abiertas a cientos
que te dicen:

“Tengo un sitio en mi
oquedad para ti,

tengo néctar de caramelo
para regalar tus labios,

tengo las más perfumadas
sudoraciones, bellos cantos,

tengo en un puño tu maldito
ego, ven conmigo,

yo te diré lo que eres,
lo que los otros ven en tu

cabeza descolorida, pecho
destartalado, gafas de capullo,

ojos cangrenados, cerebro pastoso,
lunar exótico,

piojosos dientes, anacrónicas
intenciones, sórdido semen

estancado y putrefacto,
polla dura de pensamientos

idiotas saltando el charco,
2.000 kilómetros de polla

es demasiada para un alma
tan infecta, tan odiosa”.

Necesitas unas piernas abiertas,
me dicen. Las piernas sin cabeza
despreocupadamente se pasean,
llevan en su interior su maldita
prestancia, su rotundidad compacta.
Ellas tienen en su vello público
todas las respuestas, yo sólo debo
completar el círculo, ser útil de nuevo,
asesinando mi pretensión de no ser gilipollas.

Conejo azul

Tengo un maldito conejo azul y
nadie se entera. Lo llevo todo el
día en la solapa y nadie se
da cuenta. Le tiro al suelo,
chilla el condenado y nadie le oye.
Cuando compro pan pago con el
conejo, y el panadero lo mete en
la caja registradora y nadie lo saca.
Cuando meo tengo cuidado de no
mancharlo y nadie me lo agradece.

Si lo lavo, nadie lo ve limpio. Si
lo mato, nadie lo impide. Si lo
consigo, nadie lo resucita. Si le
escondo, nadie le busca, si lo vendiese
nadie se apresuraría a comprarlo.
Si me olvido de él, nadie lo echa
en falta. Si le quiero, a nadie le
importa, nadie se pone celoso. Si
lo imprimo, nadie va a leerlo, si
lo televiso nadie pagará el abono
mensual por verlo.

Parece que nadie es el único que ama al puto conejo. Y…
que nadie me acompaña a todas partes.

Amores, perfumes y pantanos

El atardecer oteaba la tarde desde
su sillar de refulgentes ocres, la
vida rediviva se aprestaba al sueño,
cediendo el turno a la turgente noche
con sus misterios velados.

Yo, solitario, fumaba un cigarro
malísimo que a veces dulce, a veces amargo,
arrancaba mis más melódicas toses,
mis más bellos esputos.

Puedo recordar y recordando recuerdo
recuerdos recordados en esta noche de recuerdos
para recordar.

Fue ayer cuando me besabas en estos
mismos páramos, con tu carmín a granel
desbordando tus labios y tus perfumados
pies, que aún hoy despiertan todavía mis
más fuertes y sentimentales arcadas,
mis más sinceras náuseas evocando
tu nauseabundo olor humano, vivo,
revenido; sí, quizá algo exagerado,
pero embriagador como el pescado
congelado, los guantes de látex o el
más fino y sutil perfume de caballo.

¡Oh, sí, noche errabunda!
¡Oh, sí, noche explendorosa!
¡Oh, sí, noche filosófica!

Deambulo entre tu follaje oscuro
y ensortijado y me digo que
ayer mismo… en este pantano…
nos dimos la mano… me dio
asco… la solté… asustada tropezaste…

Y aquí vengo, vida mía,
a mirar cómo te pudres en las aguas
que te acogen, te mecen en tu eterno
descanso en los olores ya, por fin,
sin límite, poderosamente putrefactos.

En esta calma orilla te vi desaparecer
de mi mirada, como si de una aparición
fugaz se hubiera tratado tu presencia.
Recuerdo que me limpié tu sudor frío de mi
mano (en un desesperado gesto romántico),
encendí un cigarro con el encendedor
que te había robado (fetiche material
de nuestro breve pasado), besé las aguas y
te recé nuestro último rosario.

Desde ayer aquí yacerás, insigne
adalid de los que, como yo, desamparados,
aún evocan la sólida pestilencia
de cuando abrías los brazos para
amar. Amor mío, jamás distancia alguna
será suficiente como para permitirme
olvidarte.