Sibilinas, silabeantes y
sifilíticas cuando no
están pulsándote,
recorriendo tu talle
atildado con el sudor y la
impetuosidad de la siempre
inquietante carne.
Tomo un cigarro,
amotinándome, le destierro
de su castillo de papel, albal
y plástico y me lo llevo
tristemente a los labios. Le
prendo fuego, aspiro, le
alejo; apoyo la cabeza en mis
brazos, suspiro, tácito permito
caer una lágrima solitaria como
si no fuera capaz de percibirla.
Cojo la lata de lata de
cerveza y la desbordo en
mi boca, ahogo el mal aliento
de pardao descompuesto con
su blonda acuosidad indolora.
Enciendo el televisor y
pienso en romperle todos
sus malditos huesos eléctricos,
pero no merece el esfuerzo
que yo, de cualquier modo,
no podría concretar en
una acción determinada.
Resbaladizas, enfermas y
agostadas ahora que no
te encuentran; me miran
y piensan que no
radico en sitio alguno.
Que soy un muerto que huele
a muerto y que habla palabras
muertas mientras calla verdades
muertas que ya no significan
nada.
Siempre encuentro
otra lata de atún detrás
de la última, es un don
que tengo, una habilidad
especial después de años de
entrenamiento. La
abro,
le quito su concha de lata
de lata,
miro dentro y encuentro
atún sin ojos escuchando
por si cerca oteara algún
tenedor.
Pero yo soy más
listo, antes de que
se escape
meto el
morro
mientras
mastico
mucho.
El pobrecillo no llegó
a intuir nada.
Una circunvalación
de piel desgarrada y carne
abierta revolotea
sobre el centro maloliente
de mi buzón de tubo
digestivo,
allí donde las viejas marcas
?las cicatrices? se difuminan
y son autopistas de
sangre que unen nariz con
barbilla; y
los dientes observan inamovibles
aupados por las encías.