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Al otro lado

Siempre estuve al otro lado.
Al otro lado de Dios, al otro lado de la botella,
al otro lado de la misma vida.

Pero casi nadie lo entendió (pobrecito yo).

Estaban todos equivocados
mientras temían por mí cuando me destrozaba
de bar en bar y de dolor en dolor.

No pretendía matarme.

Al menos no rápido. No a la velocidad
que circulaba de boca en boca.

Incluso todo esto es una simplificación,
porque nunca estuve al otro lado de nada.

Preferí mantenerme al margen.

(Entiendo lo tópico de lo que digo,
tú no entiendes lo atópico de lo que digo).

No decidí matarme, decidí vivir.
Y me di cuenta de que vivir no era estar siempre
dispuesto,
ni tener un sentido definido cuando no lo hay.

Nunca estuve al otro lado de la botella.
Siempre estuve a este. En el claro.
El gollete en la boca.

No decidí matarme, decidí vivir,
pero vivir nunca fue tan sencillo
como intentaban enseñarme.

Quizá estas piernas eran vivir.
Quizá estar en ellas. Nunca lo pensé demasiado.
No sé cuánto daño hice.
Tampoco me importaba demasiado.

No sé si comprendes que lo importante era estar allí.
No había mucho más donde elegir.
Esas piernas eran la misma vida, la oquedad
repleta entre ellas,
el agujero único capaz de silenciar el ruido.

Había más agujeros.
Había suficiente ruido para todos.
Frío azul por todas partes.

No tenía mucho sentido huir.

Porque no había sitio alguno al que ir

mas que a las piernas.

Estar entre ellas, derrumbando la gravedad,
silenciando el ruido, construyendo una salvedad,
una singularidad cuántica, un remanso-reguero
de paz en medio de ninguna parte.

Era importante que no estuviera en parte alguna.
Para poder estar en todas.

Abusé de ti, no digo que no.
Pero no sé quién salió perdiendo.

Vivir no es esto, y lo sabes,
no son los viernes de cena y peli,
los sábados de garitos pobres,
los domingos de lo que surja y/o video-club.

Soy consciente de tu inteligencia,
sabes que eso es subsistir.

Que vivir es lo otro,
lo que no se da.

Lo que sucede una sola vez es lo que está
siempre sucediendo.

Lo que sucede siempre no ha sucedido
nunca. Y nunca sucederá.

Siempre estuve al otro lado.
En el que no se da.

Vomité almizcle en cada canción porque quería conquistarte.
A ti o a todas.
A ti y a todas.

Estaba repleto de las cosas que suceden porque suceder
es inercial.

Me levanto en Praga y una mariposa
bate sus alas en Berlín.

Y de repente estoy en Roma.

Es tal el calibre de las cosas que no puedo comprender
más allá, ni mas acá,
de permanecer vivo mientras las cosas siguen sucediendo.

(Entiendo lo tópico de lo que digo,
tú no entiendes lo atópico de lo que digo).

Adoro las vidas que se entrecruzan en momento de crisis.
Esas vidas me dicen su verdad.

Porque en crisis no hay disfraces.
En crisis no hay máscaras.

Yo me despertaba acompañado mientras
tú entrabas por la puerta.

Hacía ya años de la ruptura-break
de dejar de vernos.

Y ni aún así podías comprenderlo.

Y no entendías que ella-esa tuviera la
potestad
de estar allí.

A mí me gustaba jugar a estar al otro lado de la botella.
Cuando lo único cierto es que no hay otro lado.

Estás tú, mirándome.
Estoy yo, mirándote.

Y todo lo demás circula, desaparece, se elipsa,
transita, es obliterado por apodíctico, se desliga
del sentido, repta, huye, corre, se esfuma.

Mientras tanto, ella coge las bragas y busca el resto de su ropa.

La mirada se mantiene.

No puedo decirte nada.

Porque todo lo que había que decir
esta dicho.

Nunca estuve al otro lado.

En el barro

Al final del camino encontramos
un cofre cerrado con una llave.

La llave no la teníamos, por supuesto.

El frío del suelo se retransmitía a través
de las plantas de nuestros pies
y llegaba al pecho,
donde con un pequeño retruécano
pasaba el cuello hasta la cabeza.

Estábamos allí, al final del camino,
en el barro primordial-final.

El lugar donde todo se corrompe,
se degrada,
para abrir el proceso de terminar siendo otra cosa.

Actualidad-potencia. Formas torpes de nombrar
lo que no comprendemos en absoluto,
con la idea de acercarlo un poquito,
lo justo para convencernos de que lo vemos de cerca.

Si las cosas son una sola cosa exponenciada que se cocina
en la realidad para tomar forma, actualizarse o
como se quiera,
no deberíamos pasar tantas tardes junto a la cerveza
para intentar callar el ruido.

Este ruido molesto.

No deberíamos forzar una existencia simpática
para convertirla en una preocupada. No.

Todo sencillo con no-conceptos que no-existen,
sino que suceden.

(¿No sucede que existe todo lo que sucede?)

Pero ya que estábamos echamos un vistazo.

Al ruido.

Uno de cerca, esta vez sí.

No teníamos la llave. Nos dormimos en el suelo.
Nos preguntamos dónde habíamos ido a parar.

Al barro.

No teníamos ni idea de qué hacíamos allí.

En ese momento desperté, confuso,
sobre el revoltijo de formas de mi edredón.

No tengo sueño -me dije en voz alta,
intentando acallar el ruido de nuevo allí,
intentando volver a ver lo visible desde el rango de lo
invisible,
intentando saber sin quererlo o intentando
no querer saber mientras movía unos ojos nerviosos
por un cuarto abarrotado.

Como si hubiera una respuesta cerca.

Como si, siendo todo lo mismo,
hubiera que ir a alguna parte para comprenderlo todo.

Como si no estuviera todo escrito aunque no sepamos leer.

(Lo cual equivale a decir que no hay nada escrito).

Ese barro es el cambio, lo fronterizo, en lugar al que todo regresa
porque es el lugar en el que todo comienza.

Seguramente no sea un lugar. Seguro que es más aproximado
decir que es un estado.

Me di la vuelta y miré a la pared.
En el fondo, las cosas suceden porque no pueden dejar
de hacerlo. El movimiento inercial es el culpable de todo.

Nosotros… estamos en medio.

Elipses

Nos tiramos de la lengua
mientras buscamos solos el universo entero en un plato vacío.

No siempre ha estado vacío.

Eso es otro cuento que nos contamos por las noches,
cuando hace frío ordinario.

Estamos escritos en las líneas de la mano
y en los posos del café.

Pero como no tenemos ni idea de leer
no nos sirve de nada saberlo,
excepto para terminar dando aún más tumbos,
mas diatribas sobre lo mismo,
mas vueltas y vueltas sin centro,
elipses desorientadas
que no tienen por qué volver a pasar
una y otra vez
sobre el mismo punto.

Ese mismo punto que creo que,
de algún modo, nos está llamando.
Ese es el sentido de las elipses.
Dudo que tengan alguno más.

Nos tiramos de la lengua en un océano de cañas
pretendiendo resolver algo,
o pasar el rato,
o devanarnos el esfuerzo para verle contento.

Nos enseñaron que esforzarse es suficiente.

Y ahora no tengo claro si siquiera es necesario.

Abro los ojos cuando te vas al baño
y me descubro en una esquina del bar,
una mesa con un multiverso de vasos vacíos.

Mi cara, en sombras,
se deja ver en el espejo de enfrente
sobre mi cuello, bajo mi cuero cabelludo,
tras la perilla y el cigarro.

Y me pregunto si sé dónde estoy
y qué significa estar aquí.
Me pregunto qué haría si lo supiera.
Si cambiaría algo.

Supongo que no.
Pero la pregunta merece la pena.

Ando transformado en una sonrisa
cuando vuelves, para que no te asustes,
con dos cervezas más sobre la tabla
de la mesa,
con un beso dulce que ofrecerte mientras pienso,
seguramente,
si te has lavado las manos.

Después sobre si eso es importante.

Después si es coherente andarse preguntando ciertas cosas.

Y cuando vea que todo me lleva lejos
de esta ordenación casual
probablemente te mire,

vuelva a tender un beso
tiernamente a tu lado,

acariciando tu mejilla
después de tirar el cigarro al suelo
y rematarlo espirando humo azul,

para ver mi cara reflejada en tus ojos
y asegurarme de que está tal y como debería estar

ahora mismo.