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derecho al trabajo

El síndrome de Estocolmo es una reacción psicológica en la cual la víctima de un secuestro, o una persona retenida contra su voluntad, desarrolla una relación de complicidad, y de un fuerte vínculo afectivo, con quien la ha secuestrado.

Sufrimos de síndrome de Estocolmo con el trabajo. La necesidad de comer, vestirnos y tener un sitio donde dormir se disfraza de un supuesto derecho, el derecho al trabajo, hasta tal punto que terminamos idolatrándolo como si fuera la meta superior a la que debe optar un ser humano. Como si el trabajo fuera lo más importante que cada uno de nosotros puede y debe hacer.

Es un derecho raro. Comparémoslo, por ejemplo, con el derecho al voto: yo tengo derecho a ejercer mi voto, pero no la obligación. Si no voto no sucede absolutamente nada, excepto que no ejerzo mi derecho. Sin embargo, si no trabajo no como. ¿Es un derecho o una obligación? ¿Y a quién le interesa que yo esté obligado a trabajar? ¿Quién consigue salarios reducidos a costa de que yo esté obligado a trabajar en lo que sea bajo pena de morirme de hambre en la calle? ¿No están los representantes de los empresarios diciendo siempre que tenemos que acostumbrarnos a la idea de trabajar en lo que sea y, sobre todo, en las condiciones que sea? ¿No os suena parecido a cuando Visa hizo un informe en el que concluía que los pagos en negro eran una lacra que se podía vencer incentivando, precisamente, los pagos electrónicos?

¿No os parece que aquí ya nadie se molesta ni en disimular? Más y más.

El discurso moralista de las bondades del trabajo ha hecho que lo terminemos idolatrando, como si fuera el lugar en el que todos nos realizamos. Sin embargo nuestra experiencia cotidiana es muy diferente, excepto en contadas ocasiones en las que alguien disfruta realmente su trabajo vemos que la mayoría de nuestro círculo hace algo que detesta sólo para poder conseguir alimento y techo.

La única propuesta para romper las cadenas de esta esclavitud, que lo es, es la de la renta básica. El ser humano se embrutece trabajando, porque dedica la mayoría de sus energías y sus horas más productivas del día a una tarea que no le importa en absoluto, y que sólo es un medio para conseguir cubrir sus necesidades básicas. Y eso nos cuesta, en el mejor de los casos, 160 horas cada mes. 160 horas perdidas para escribir, aprender, vivir, para realizarnos acercándonos a lo que queremos ser desde lo que ahora somos. 160 horas centrales.

Ahora mismo, con un 27% de paro y una balanza de exportaciones positiva (es decir, exportamos más que importamos, así que no estamos supliendo la falta de producción derivada de la cantidad de gente que no está trabajando comprando fuera), no sufrimos ningún tipo de desabastecimiento en ninguna parte. ¿Dónde va toda esa producción de más cuando no hay paro? ¿Es realmente necesaria? ¿Realmente es necesario trabajar cada uno 40 horas a la semana para cubrir las necesidades de todos?

No lo idolatremos. No lo merece. El trabajo son las cadenas que nos atrapan, manteniéndonos en un estado de semipobreza que nos esclaviza y nos ata a los intereses de los grandes capitales.

Miedo al infierno, miedo a que mi ordenador estalle, miedo a la prisión, miedo a las empresas que me sensibilizan con la cultura del miedo. La clase media, que es esa a la que un golpe en su coche que su seguro no quiera pagar le puede significar estar al borde de la bancarrota, tiene continuamente la sensación de estar caminando en la cuerda floja. Mientras tanto, los empresarios muchimillonarios te soplan para que pierdas el equilibrio y cuando estás a punto de caer te ofrecen la mano si les das la camisa, los calzoncillos y el reloj. Sin embargo, esto no está considerado robo ni por las leyes divinas ni por las humanas.

David Bravo. Copia este libro.

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