Después de toda la semana perreando por un segundo de calma para mí mismo llega el domingo por la noche, en el que es bueno abrir un litro de cerveza, encender un cigarro, sentarse aquí un momento y parar. Uno no para porque tiene que hacer cosas y porque quiere hacer cosas. Después de una semana con los cuentos de canterbury y el yazz por las noches para calmar el animal que uno lleva dentro el domingo se relaja el alma. El domingo el alma se encoge de algún modo, y se expande de otro.
El curro mata porque mata el tiempo, y no por otra cosa. El fin de semana es el reino de lo que uno siempre quiere hacer y sólo puede entonces. El domingo por la noche es el momento y el lugar en el que todo cesa y uno se mira al ombligo un segundo, se relame la espuma de la cerveza con una calada y se toma un segundo de placer contemplativo. Somos animales de impulsos que se recargan como las baterías. De lunes a viernes cargo mi mente de las cosas que no hago porque la falta de tiempo no me lo permite, tengo que ir aquí, tengo que hacer esto, tengo que morir, o que llorar, o que seguir guardando la ropa. Cuando el viernes se hace tarde todas esas cosas componen el multiverso de lo que quiero hacer, condicionado porque el lunes vuelve a ser todo un no poder. Hay que correr. Hay que aprovechar el tiempo. Y mi ser en el tiempo quiere, sobre todo, estar con N.
El domingo por la noche recuerdo lo que era no tener ningún sentido en la vida, no tener nada más importante que nada. Recuerdo el tiempo, no sin cierta nostalgia, no sin cierta tristeza, no sin cierto dolor, en el que lo único importante era mantenerse vivo escribiendo, bebiendo, tocando, no necesariamente por ese orden.
Recuerdo cuando era un bichejo inmundo borracho que sólo quería tocar y estar borracho, o emborracharse y estar tocando. Eran tiempos duros, y la falta de sentido me golpeaba en la boca del estómago sin compasión alguna. Me acostaba sintiéndome vacío y me levantaba sintiéndome vacío y resacoso. Coger la guitarra, entonces, era pura necesidad empírica y metafísica de algo indeterminado que se escribía y se narraba en el tiempo que volaba llenándose de notas, de tabaco y de cerveza frente a la mesa de mezclas. Canciones y canciones que no significan nada pero que lo eran todo.
Ahora soy más feliz, eso es indudable y no lo dudo. Pero de cuando en cuando uno echa de menos el tiempo en el que nada tenía más sentido que otra cosa, en el que el trabajo era tiempo descontado de antemano y el próximo mes (el próximo alquiler) era un futuro lejano, muy lejano. Ahora es diferente, ahora tengo cosas que perder. Ese es el punto de vista negativo. Ahora tengo cosas que disfruto (y que temo perder). El relax del que pierde no es sino que se ha hecho a la idea, y nada importa más que nada. Ganar está sobrevalorado, perder es cuestión de tiempo. Cada día, cuando tú sales por la puerta, pierdo, pierdo la tarde. Ha ganado el recuerdo, pero el hecho es que esta tarde no volverá a repetirse.
El perdedor, entonces, piensa: ¿qué vale más, haber vivido o saber que no volverá a existir este momento? Y yo me quedo con haber vivido, pero con reservas. La valentía del inconsciente no tiene sentido, la bondad del que no sabe qué es el mal no tiene sentido, la victoria del que no sabe qué es la derrota no tiene sentido. Todas ellas tienen valor, pero no tienen sentido.
Todas tienen, además, algo en común, la valentía del consciente, la bondad del que sabe realmente qué es el mal y la victoria del que sabe realmente qué es la derrota siempre tienen un sabor amargo, y es la percepción de la quiddidad de que todo es un trasunto temporal, efímero y frágil.