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paseo

Andaba la luna en medio del mar,
y yo quería mirarla, la quería dominar.

Andaba con mucha calma recorriendo el camino de ir a ninguna parte, de noche, en medio de ninguna parte. Parece confuso, pero la mayor parte de las veces partimos del mismo sitio a donde llegamos habiendo recorrido una enorme distancia entre tanto, pero sin habernos movido ni un milímetro. Es lo que tiene no salir nunca de uno mismo.

“Puedo escribir los versos más tristes esta noche” es una baladronada. Una especie de amenaza. El amor que es amor y no es nada tiene siempre esa especie de tintes épicos, porque en el fondo todo es lo mismo y no podemos soportarlo, y tendemos a emprender cruzadas por el mismo gusto de hacerlo. Porque joder, serán mentiras, pero cómo calientan cuando están vivas, cómo nos hacen mirar a otra parte y olvidar un segundo la oscuridad de enfrente. Esa cosa que se llama eternidad y que no existe porque, bien mirado, el tiempo tampoco lo hace. Y todo es una escala de grados, comparaciones relativas a lo comparado, y si no sirve el segundo tampoco sirve de nada lo eterno. El mundo del conocimiento humano es profunda y profusamente relacional.

Prefiero unas cuantas veces a un Dexter antes que un Frank Underwood, por una cuestión que no admite demasiadas dudas. El primero, atormentado por sus necesidades, intenta (o se miente para) encontrar una utilidad para ellas en el mundo. Ya que está sometido a ellas quiere que, al menos, reviertan en algún tipo de utilidad para los demás. Dexter es un tío, en el fondo, en el que el egoísmo y el altruísmo se mezclan a partes iguales. Asesina, pero intenta convertirlo en un bien público, fundamenta sus decisiones, se documenta. Su sistema tiene fallos, por supuesto, y es inmoral y deleznable, pero si nos vamos a las intenciones por lo menos podemos decir que tienen algo de humano.

Ya, las intenciones no son todo lo que cuenta, por mucho que nos lo repitamos una y otra vez.

Nos dicen que son todo lo que cuenta. Díselo a cualquiera, lo verás. Empieza por “yo sólo quería…” y termina con “pero al final todo salió mal”. Cuenta hasta tres y lo que escucharás será “no te preocupes, la intención es lo que cuenta”.

F U (gran momento cuando el seguridad le regala unos puños de camisa con sus iniciales, que juntas en inglés se asocian inmediatamente con «fuck you») sin embargo es un tipo en el que el egoísmo ha oído que hay chicha y se ha hecho el amo del cotarro. No hay mucho más que explicar. Hay que ver la serie con una palangana al lado. Como serie es espectacular. Como personaje… es el testigo de una sociedad, el piloto que se enciende cuando todo va mal. No sé siquiera si está caricaturizado (en el sentido de exagerado), pero tiendo más a pensar que simplemente es un reflejo de lo que realmente sucede.

No hay vuelta de hoja, exacerva el individualismo y lo que te vas a encontrar es… puro y duro individualismo. Sorpresa, sorpresa. Y cuando el tipo está de buen rollo va y tiene un buen gesto, porque ha oído por ahí que eso está bien. Pero no porque esté obligado a ello por su propia configuración moral, sino porque le viene bien o le apetece o, lo peor, se siente magnánimo.

La sociedad, y sus miembros, son egoístas porque nos han hecho vivir en permanente estado de excepción. Esa es la cosa. Imaginad una película americana al uso en la que avisan de que se acerca un huracán. Pensad en eso. Todo el mundo ramplando supermercados para procurarse supervivencia. Peleas por bienes básicos. Gente blindando su casa para evitar saqueos. Ese es el mundo en el que vivimos.

El huracán puede llamarse paro o llamarse déficit, o puede llamarse prima de riesgo o pérdida de competitividad. Puede llamarse como se requiera en un momento dado. Lo importante es el estado de excepción y el conflicto, el cuello de botella en el que no hay recursos para todos. Eso, en medio del caldo de cultivo del individualismo, sólo conduce a un resultado. Quizá después de que el huracán pase todos nos volvamos extremadamente sensibles y corramos a la calle a ayudar a todo el que podamos, pero en ese momento ya es tarde: los que han muerto seguirán muertos y ya no podremos evitarlo.

Quizá tengamos un gesto magnánimo, a destiempo.

En estado de excepción me quedo con mi curro aunque joda a mis compañeros, bajo mi salario porque en Rumanía pueden hacerlo más barato sólo para que acto seguido los rumanos bajen sus salarios porque en España pueden hacerlo más barato, y dentro del juego del embudo nos mantienen tirandonos piedras tejado contra tejado.

Y no hay ni una sola decisión racional por ninguna parte, ni racional ni humana. No la hay en el FMI ni en los sabios economistas ni en nuestros bienodiados políticos. Si somos demasiados y no hay para tantos deberíamos intentar gestionarlo de algún modo para ser menos en un futuro, o para salir fuera de este mundo a por más recursos para todos. Si realmente hay recursos pero están mal repartidos deberíamos repartirlos mejor. Es sólo eso.

Si te fijas, en el fondo, es sólo eso. Tan simple como eso. Luego se puede disfrazar de nacionalismo y de historia y de tópicos varios. Pero es sólo eso.

La división fundamental no es pobres y ricos. Sólo hay “listos” y “tontos”. Los listos son aquellos que prefieren desarrollar su egoísmo en el ámbito del enriquecimiento material personal, y entre estos hay ricos (los que lo han conseguido) y pobres (los que no). Los tontos son los que creen que está mal aprovecharse de sus congéneres de un modo injusto. Entre estos sólo hay pobres. Honestos pobres, tipos con los que siempre te gusta tomarte una cerveza y charlar de algo.

Llego al cruce que marca mi vuelta y me giro. Las estrellas aquí se pueden ver igual que en cualquier otra ninguna parte en la que la civilización aún no ha puesto sus garras. Se ven bien. Ver las estrellas es confuso, porque en el fondo eres consciente de que todo eso que son puntos de luz si te pudieras acercar se convertirían en soles, planetas y demás parafernalia cósmica. Qué pequeños en este brazo de la espiral. Qué poca cosa. Qué insignificantes. Y qué grandes podríamos hacernos.

“Puedo escribir los versos más tristes esta noche” es una baladronada. Es un ataque de distracción, un cebo. Podemos supeditar la vida a eso y decir algo tan hermoso como “pase lo que pase, una vez hube amado” y sonreír. No importa lo demás, en todo lo que nos hemos metido mientras tanto. Importa que una vez amamos y ese amor cesó y podemos escribir los versos más tristes esta noche plagada de estrellas, camino a casa desde ninguna parte a ninguna parte.

John Mayer cantaba “slow dancing in a burning room” hablando otra vez del amor de pareja que nos tiene tan ocupados y entretenidos, pero en este caso los que bailamos lento somos nosotros y nuestras justificaciones tontas, y la habitación que arde es toda la sociedad humana al completo.

tramoya

—¡La música es mentira, la música es mentira! —gritaba el tipo todo el tiempo, yendo de un lado para el otro en el frontón, rodeando las barras más o menos improvisadas con tablones en los que habían colocado un par de grifos de cerveza y cámaras en las que meter los refrescos. Refresco, qué curioso nombre para azúcar diluido en agua. Y el tipo iba de un lado al otro gritando lo suyo mientras yo intentaba mantener la lucidez suficiente como para sostener una lata de cerveza en una mano y un cigarro en la otra sin provocar una hecatombe. Para algunos tipos me gusta utilizar «hecatombre», haciendo el tonto. ¿Sabes?, «ese tipo es una hecatombre», y me río con ganas. Siempre me hace gracia. En esos días en los que me gusta vivir conmigo mismo.

Así que le dije a Raúl «ese tipo es una hecatombre» señalando al de la música y la mentira. Y me reí con ganas. Yo solo. El humor siempre es cosa de uno mismo, luego se tiene la esperanza de que se proyecte hacia fuera, pero no siempre se consigue. Hay que vivir con ello.

Habíamos ido a pasar el fin de semana en una casa rural que de rural tenía sólo el adjetivo y el hecho de que estaba situada en un pueblo, y desembarcamos con nuestras conciencias urbanitas y nuestras maletitas y una curiosa colección de instrumentos. Y nos tomamos unas cervezas como Dios manda, calientes si las prisas dictan vesania, ritmo y rigor de principios, y nos pusimos a tocar. Estábamos libres de todo mal, en vacaciones de fin de semana, sin trabajos y sin responsabilidades y sin las mierdas que nos cuentan que suelen componer una vida misérrima de adulto en los tiempos que corren. Y como no teníamos nada que perder ni miasma que nos distrajera le estábamos dando de lo lindo al tema de hacer sonar cosas con las que la gente se reconoce y disfruta. Y en ese justo momento llegó la dueña de la casa para comprobar que no éramos una secta nihilista de las del Gran Lebowski o una muestra representativa de asesinos en serie actualmente en activo y nos escuchó en plena apoteosis orgiástica de la comunión inexplicable de hacer música. Y le encantó. Ni siquiera le dio importancia al hecho de que las bolsas de viaje estuvieran tiradas por cualquier parte, de que Susana hubiera roto una maceta en un ejercicio de locura bastante cotidiana en ella y no se hubiera molestado ni en recoger el desastre, o a la cosa de que la nevera estuviera ya repleta sólo de cervezas (sí, abrió la nevera, fui testigo). Y como le encantó nos informó de que el pueblo estaba en fiestas, algo que deberíamos haber sabido antes de ir si nos importara lo más mínimo el sitio al que íbamos más que el hecho en sí de ir a algún sitio, y de que conocía al del bar y que le iba a decir que nos improvisara un escenario y, si queríamos, pues tocábamos.

Hay ciertas cosas que no se le pueden decir a tipos como nosotros. La más importante a evitar es «toca».

Es imposible que digamos que no.

Y bajamos medio borrachos pero enteros a la hora que nos habían dicho y comprobamos que el equipo podía perfectamente servir para los pregones del alcalde, pero que igual para tocar no era ni medianamente apropiado. Y, por supuesto, no nos importó. En medio de la circunstancia ligera de estar de fin de semana y de eso de habernos tomado las cervezas suficientes como para no saber desde hace tiempo si el vaso está medio lleno o medio vacío no hay mucho lugar a la crítica. Subimos, enchufamos, probamos un poco mientras un buen hombre con boina nos ecualizaba como podía, nos presenté y empezamos a tocar.

Y un tipo salió del fondo y gritó «¡la música es mentira, la música es mentira!» y no le hicimos ni caso, seguimos a lo nuestro.

No tocamos canciones conocidas, tocamos las nuestras. Al igual que el odio no es el opuesto del amor (el opuesto del amor es el olvido, el odio es una de las polaridades del amor), decir que nuestras canciones eran desconocidas era decir poco: nuestras canciones eran, como poco, ignotas, con tacto: remotas. Resumámoslo diciendo que eran nuestras canciones, que queda mucho mejor y más profesional y más bonito. Y pese a que nadie, por supuesto, las conocía, ni la letra ni la música, todo el mundo se puso a bailar y a cantar los estribillos más repetitivos. Tuvimos la sensación de ser todo un acontecimiento y, por supuesto, lo fuimos. No por ser nada del otro mundo, sino por que la música tiene siempre esas cosas.

Y el viejo, sin embargo, borracho y con larga barba blanca, gritaba «¡la música es mentira, la música es mentira!», todo el tiempo. Nadie le hacía mucho caso, así que como allí donde fueres haz lo que vieres no nos dejamos impresionar y seguimos a lo nuestro.

Después de casi dos horas de concierto y con un público entregado, después de tres canciones finales y siete bises, después de que el alcalde nos dijera que nuestro hospedaje en la casa rural (¡rural!, ¡si tenía aire acondicionado!) corría a cargo del ayuntamiento así como nuestras consumiciones en el bar, decidimos que estábamos a punto de morir de agotamiento, así que seguimos una hora más y le pusimos punto final a aquello. Alguien enchufó un mp3 al equipo y empezó con lo del tractor amarillo. Bajamos, recibimos felicitaciones, nos tomamos más cervezas de las que podíamos asumir como cuerpos humanos, tocamos algunas tetas que se pusieron a tiro (con consentimiento, por supuesto), tomamos algunas cervezas más para tensar la cuerda lo más cerca posible del punto de ruptura, quedamos para luego con quien teníamos que quedar para luego, y nos sentamos en una mesa a cumplir el ritual de los conciertos para justo después de los conciertos: comentar la jugada. Nos habíamos gustado. Nos habíamos gustado mucho.

Los conciertos nacen de los ensayos. Tú pones todo tu esfuerzo en que los ensayos salgan bien, tremendamente bien, y confías que eso te dé la sabiduría suficiente como para dar un concierto después en un estado completo de enajenación mental. No sé si los músicos profesionales se mantienen racionales y cuerdos durante un concierto, pero sí sé que nosotros no. Nosotros, en directo, involucionamos, y si no tuvieramos la repetición cansina de los ensayos no tendríamos nada a lo que agarrarnos cuando pierdes el norte completamente, ese hilo de Ariadna al que aferrarte cuando todo se desvanece. Como bestias sólo nos queda en directo el condicionamiento operante de los ensayos, esa es la luz, el destino y el camino.

Y gracias a eso nos habíamos gustado mucho. Mucho. Gracias a las cervezas también. En un concierto la gente se convierte en ti y tú en la gente que te escucha, y eso te embrutece. Te hace desaparecer en ellos y a ellos en ti. Y el viejo gritando «¡la música es mentira, la música es mentira!» una y otra vez a nuestro alrededor. Terminamos la conversación y nos dispusimos a ir cada uno a lo nuestro, a nuestros asuntos. Y cuando la cogía del brazo sonriendo como un sonreidor, como un tipo todo boca estirada en una sonrisa, el viejo se me acercó a gritarme otra vez lo mismo, una y otra vez. Y yo seguía sonriendo. Y la tipa que estaba a mi lado sonreía también. Y cada persona que nos encontrábamos nos sonreía. Y yo estaba empezando a sentirme empalagado. Y sonreíamos, todos sonreíamos. La chica, yo, la gente alrededor, y el viejo gritaba lo suyo. Y me fui acercando al camino que nos llevaba a la casa rural que no lo era, y la gente nos retenía, y la chica se repensaba las cosas y yo no podía impedirlo, y el viejo, y los círculos concéntricos abriéndose muy despacio, y la noche plagada de estrellas, y la ausencia del luz del camino, y cuando por fin podemos poner nuestros pies en la tierra, cuando por fin lo estamos consiguiendo, el viejo me coge del brazo y me dice «¡eh, eh, eh, espera, eh!», y me sigue cogiendo del brazo y no me deja avanzar, y en el otro brazo tengo bajo el cielo de estrellas a la chica que esta noche es mi único cielo, pero el viejo no me deja avanzar y tira de mí para que me dé la vuelta, y yo ya casi no puedo hacer otra cosa que hacerlo de una vez y ver a dónde me lleva esto, y entonces lo hago, resignado a mi suerte, y me giro, y le miro a los ojos, y pienso que tiene ojos de loco que se parecen mucho a los que veo en el espejo cada mañana. Y el tipo piensa un momento, decidiendo lo que va a decir, y me suelta el brazo. Y me mira. Y dice:

—Pero una mentira bonita.

Y se da media vuelta y se va con prisa.