Me gustaría saber si se pueden escribir entradas cortas aquí. Parece que sí. Le voy a dar al botón.
Año: 2011
renegado del plástico
“Yo sé, y confío en el Señor Jesús, que nada es inmundo en sí mismo; más para el que piensa que algo es inmundo, para él lo es.”
Epístola del Apostol San Pablo a los romanos, XIV, I4.
Mordisqueando una brizna de hierba.
Hace un poco de viento mientras escupes hacia atrás y el viento te devuelve la mixtura de saliva gelatinosa en medio de la nariz. Te ríes. Te estás riendo. Estás levemente comprendiendo por un momento que reírse es el recurso más eficaz contra la rabia, el dolor, el orgánico olor a muerte de unos días que degluten las horas como si no fuera a haber otras jamás, para no acordarse luego de ellas en un sacrificio absurdo que convierte todo en nada.
En el centro de la nada más absoluta cierras los ojos mientras una lágrima idiota se licúa en el páramo de tu mejilla sin querer significar, sin tener nada que decir, sin dejar residuo alguno ni en la piel ni en la conciencia ni en la memoria ni en la mini historia de la vida que cuentas y te cuentas para centrar la comedia de la existencia. De la tuya. De aquello en lo que se ha convertido la tuya.
Tiras la brizna mordida y coges otra.
En el horizonte un perro corre entre la hierba y da saltitos de agujero en agujero, buscando conejos, o liebres o perdices, o cualquier cosa que se mueva.
Una vida sin residuos no es nada. Porque las cosas si no permanecen de algún modo es como si no hubieran existido nunca, carne de olvido. Y las cosas lo son un breve periodo de su tiempo: el resto son, de uno u otro modo, residuos. Restos.
Por eso detestas los guantes de plástico que te aíslan de los platos que friegas. Detestas la envoltura de plástico del sandwich que contiene el olor. Detestas los sistemas y los centros de reciclaje, la separación de basura, los plásticos al pintar que defienden al suelo de su propia historia, los guantes de látex de los médicos y todo su andamiaje de aislamiento en general, detestas ver el sol a través del cristal de la ventana y ducharte con desagüe, las velas anti-tabaco, las flores en los funerales, los ambientadores en el baño, las reglas de cortesía en las conversaciones y esas mañanas de domingo narcotizado por la Fórmula 1 y las tardes de viernes de cena y vuelta a casa. Detestas perder el olfato al fumar porque todo se vuelve de plástico. Residuo reciclado antes de tiempo, antes de llegar a ser residuo de nada.
Plástico, plástico, plástico.
Te sientes un hijo del plástico, y no hay cosa alguna que puedas llegar a odiar más.
El perro se acerca con curiosidad. No ladra. Tiene ojos acuosos que te miran con las orejas gachas. Acerca la nariz porque quiere olerte. Comprenderte. Configurar un símbolo de ti para engarzarte en su esquema mental. En un gesto mecánico le acaricias la cabeza, que es blanda y caliente y esta llena de pelos. El perro cierra los ojos y se deja llevar. Y tú también, y sigues acariciándole mientras topas con un bulto. Una garrapata. Bastante hinchada. No sabes si dejarla ahí o quitársela. No sabes qué es mejor, qué tiene más sentido. Esa especie de cangrejo pequeño y rechoncho que le está chupando la sangre. La arrancas.
Y una parte se queda en el animal, hundida en su piel.
Y tú tienes en tu mano un saco hinchado de sangre que se vacía.
Y ahora sí que no sabes qué hacer.
El perro ha dado un respingo, notando algo raro, y se aleja buscando más agujeros que rastrear.
Tú tienes ese saco molesto entre tus dedos. Lo tiras lejos.
El momento ha pasado.
Tiras la brizna, ya mordida, y coges otra.
Quizá los huevos de la garrapata estén bajando por tu esófago, camino al estomago. «Buena suerte, amigos, no es un lugar muy agradable por lo que yo sé». Te levantas y sigues el camino con la idea de ir al bar a darles una generosa ración de cerveza para el largo viaje a tus intestinos. Y lo que les sobre… pues para ti.
Es lo más que un hijo renegado del plástico puede hacer.
Quizá para San Pablo o para Jesús no había cosas inmundas, pero para sus acólitos sí que ciertamente las hay, y para casi todos los demás. Todos los sistemas morales que han existido alguna vez han programado sus concepciones binarias del mundo con ello: lo inmundo y lo que no lo es. Y es este maniqueísmo disfrazado de razón y cordura o de fé y enseñanzas el que configura el sistema de lo que es un residuo y debe ser reciclado y lo que no lo es y tiene permitida su breve existencia en calma.
Y tú estás pensando en San Pablo, nada menos, mientras bajas al bar con la garganta seca y el ánimo repentinamente despierto. Te preguntas si San Pablo se iba de putas, o si le gustaba follar, o si perdería la consciencia por una buena jarra de vino sin preguntas añadidas. Si después, borracho, se tiraría en medio de la calle a hablar del mundo y sus ficciones. Te preguntas si San Pablo se despertaría alguna vez en cama ajena con un tremendo dolor de cabeza e iría corriendo al huerto a soltar una cagada líquida de brea sobre la tierra roturada y fértil. Si después volvería y se disculparía por tener que irse tan temprano y saldría por la puerta con la cabeza doliente y el corazón lleno de vida por haberse follado a ese pedazo de tía borracho y pletórico. O si San Pablo engordó, perdió los dientes, se quedó calvo, o tuvo gota.
O si, y ahí el caso al que vas, pensaría que ese resto de mierda fluida en el huerto era un deshecho reciclable o simplemente otro modo en el que la naturaleza se expresa y sucede.
Porque el tipo dijo que no hay nada inmundo, más que aquello que alguien quiere ver como tal y sólo para él mismo.
Son cosas que te rondan la cabeza.
Porque recuerdas que tu madre te contó no hace mucho que cuando era niña sus hermanos dormían en otra casa todos juntos y se iban temprano a trabajar la tierra, y ella hacía las camas que más que seguramente apestaban a sudor y semen y mierda y orín, aunque ella te decía que entonces nada apestaba en absoluto, que era un olor como otro cualquiera el que se repartía en esas cuatro paredes, y de eso hace poco más de cuarenta años. Y te preguntas qué sentirías tú, como hijo del plástico renegado, pero hijo del plástico al fin y al cabo, si pudieras volver allí y entrar por la puerta mientras que tu madre niña hacía las camas.
Seguramente vomitarías. Un adolescente que trabaja dieciséis horas al día y después eyacula con el culo mal lavado sobre las sábanas deja un olor que en tus constructos mentales ya ha sido racionalizado como asqueroso. Reniegas de eso.
Eres un renegado.
Pero seguramente vomitarías pese a tus principios.
El camino no es corto ni largo hasta el bar, pero vas pensando en San Pablo y en eso. Y en el reciclaje, y en la separación de basuras. Y en la vida maniquea del esconder el olor como camino a una realidad sin puntos negros. Y en el perro. Y en la garrapata. Y en los huevos que van camino abajo hacia tu estómago. Y en las cervezas que te vas a tomar ahora. Y en cómo te gustaría salir de esta cristalización que te define y te ata y te subyuga al plástico. Y en la sociedad que está construyendo un mundo sin olor, sin sabor, sin tacto, sin ruidos, sin imágenes desagradables porque todos ellos son carne de reciclaje y, por ello, del olvido, cosas a manipular sólo con guantes de plástico. Una sociedad maniquea que puede decidir y decide lo que es y lo que debe ser renovado (asesinado, te dices, asesinado una y otra vez).
Y te preguntas si serás capaz de empezar este sendero que circula detrás del tapiz de la cultura, convenientemente esquinado. Te preguntas si tendrás los huevos para eso. Si podrás meter los ojos, la nariz, los oídos, las manos y la boca en eso. Si podrás sumergirte entero en la mierda, en lo que una sociedad que es la tuya tamiza de ese modo, si serás capaz de esquilmar las concepciones heredadas hasta tal punto.
No sabes si tienes tantos huevos. No sabes si estás lo suficientemente cuerdo para ello. No sabes si es un camino que merezcas recorrer. Pero el camino físico ha terminado, y estás en la puerta del bar. Y entras, y pides una cerveza, y te dejas llevar como un perro hasta la borrachera absoluta, y emprendes este camino de tu propio olvido intentando recordar el otro, el perdido, el esquinado bajo el tapiz de la cultura, el odiado, el reciclado. Y te deshaces en las tensiones entre tu concepto y el concepto esculpido en las circunvalaciones de tu cerebro.
Y entonces descubres que pese a detestar a la iglesia católica del Papa al último monaguillo, adoras a San Pablo cuando tuvo los santos cojones de decir que no hay nada inmundo excepto lo que lo es para alguien, y sólo para él.
Porque eres un hijo del plástico, renegado pero hijo del plástico al fin y al cabo, y aunque no puedas traspasar el umbral del que es tu cercado sí eres capaz, para mayor dolor y sin embargo, de ver a los que están al otro lado.
Y de pedirles que te esperen, por favor, un rato. Que lo estás intentando.
(Despiertas en medio del campo con un gran dolor de cabeza y cagas allí mismo y vas a casa, y te das una ducha con desagüe porque no las hacen de otro modo y te vas al trabajo, donde eres tan productivo como puedes, tan idiota como debes y tan sufrido como el color de las cortinas que escoges en Ikea regularmente).
pre-texto
La vida es una circunvalación sobre un centro. No tengo claro cuál es, por supuesto, pero tengo meridianamente claro que cada uno tiene el suyo. Una boca, un ano y un centro sobre el que giran ambos. Sobre el que nunca dejan de girar. Esta cuestión del centro de giro no es una estupidez, porque ayudaría bastante tener claro el de uno para no removerse en los imposibles que se constituyen con las cosas que no queremos hacer en absoluto, es decir: lo que no está dentro de las fuerzas gravitatorias de nuestro sistema solar personal.
Seguimos de mudanza, el jueves la Marysyster me volvió a demostrar que la fuerza es un asunto mental, y construyó con mis cosas un tetris en dos maleteros y un asiento trasero que yo jamás hubiera sido capaz de engarzar. Aún así se fue cabreada porque, afirmaba, aún cabían más cosas. Estoy seguro de que si se pone podría haber hecho mi mudanza, lavadora, armario y nevera incluídos, usando sólo sus propios bolsillos y un viaje. Y seguramente hubiera comprado el pan por el camino y habría salvado a un niño de ahogarse o algo así. Menuda es.
Después comimos en la terraza de mi nuevo ático (el nuevo museo es un ático) y me eché una siesta forzosa. Fue forzosa porque con todo esto de mover cosas las arañas que llevan conviviendo conmigo pacíficamente más de once años se han cabreado bastante y han montado una protesta. Y lo han hecho dedicándose a morderme por todas partes, para que quede clara constancia. En una especie de sueño onírico jodido me dormía, me despertaba con la mano hinchada, me dormía de nuevo, me despertaba con el pie hecho una bola de carne tumefacta, me dormía y me despertaba con un cuerno en la sien izquierda. Y esto en el duermevela tonto, sin saber si realmente estaba hinchado o me lo estaba imaginando.
Pero lo estaba. Fuí plenamente consciente al despertarme.
Lo que hizo que iniciara dos acciones que me repugnan: 1. aspirar debajo de la cama y 2. comprar insecticida y rociar con él a mis viejas compañeras de piso. Yo pago el alquiler y tengo acceso al chino para comprar el asqueroso aerosol, deberían haberlo sabido y haberlo considerado antes de recurrir a la fuerza. Aún así el uso de la violencia en este caso me hizo recordar lo muy inestable del tema de la tolerancia en la convivencia. Y en general. Y en todas partes. Y eso me puso triste. Bastante triste. Por unas malditas y jodidas arañas que se habían pasado la noche mordiéndome. Pero mi estado anímico depende de un gatillo que nunca sé dónde está y que se dispara sólo cuándo y cómo quiere. No puedo esbozar una teoría científica al respecto, porque no podría repetir en un laboratorio las situaciones y que dos veces dieran idéntico resultado. Sería imposible generalizar sobre esto. Simplemente.
El viernes dormí estupendamente, aunque me imaginaba a las arañas acojonadas en las lamas del somier diciéndole a las pequeñas que guardaran silencio o La Gran Lluvia Mortal caería de nuevo sobre ellas. Un asunto turbio. Un asunto sucio. Me largué de casa antes de que todo ello pudiera atenazarme la garganta y recogí a mi madre para volver al nuevo museo, limpiar, poner lavadoras y demás mundaneces soeces y estúpidas y, sin embargo, tremendamente necesarias. Dejada la madre en su descanso merecido y trocada por Merayo nos tomamos unas cervecitas y lijamos las baldas de la estantería al sol hasta que anocheció, entre el humo de los petardos del maese de la trova y los vapores oníricos del serrín mezclado con espuma de cerveza. Le dejé en casa y volví a esta guarída que no es guarída ni museo ya ni nada.
Mi casi ex-casa se está convirtiendo en un atronador silencio, y eso es raro. Es muy raro andar yendo y viniendo sin irse todavía del todo. Es muy raro no reconocer tu casa cuando estás en ella y reconocerla a trozos cuando estás en otra, la nueva. Uno se siente ligeramente retorcido, desplazado, zarandeado, en cierto modo desgajado y a tirones, marchando en primera acelerando y soltando todo el rato. No me reconozco aquí y todavía no allí, y ese lugar físico, en el que un tipo al que le gusta leer y escribir y componer se siente listo para el combate de encerrarse en uno mismo para hablar de lo de fuera, está desdibujado y maltrecho. Probablemente sea una estupidez, pero cuando me pongo a decir algo soy un tipo en una concha reconstruyendo lo que ha visto fuera. Y ahora un tipo sin concha intentando recrear la realidad conocida desde el medio de un silencio. Alguien me dijo alguna vez en alguna de las clases a las que asistí (creo que fue en Pedagogía) que un miope es como una marsopa, al no ver decentemente necesita tener ubicado todo lo circundante para que la composición de lugar suplante la vista ausente. No sé si es por eso o por otra cosa, pero yo soy así. Literalmente. Me gusta salir y estar en el centro del desconocimiento absoluto y ver cómo las cosas se van desarrollando, pero después necesito volver a mi museo para interpretarlo todo y rumiarlo como una vaca diastólica.
El sábado recogí de nuevo a la madre y nos fuimos a por barniz y una ampliación de la estantería a Ikea-Leroy. Yo estaba empecinado en llegar a las diez y la vida me dió la razón, porque cuando nos íbamos a las once aquello ya se había convertido en un partido de fútbol sin equipos y sin campo, pero con todo el público. Salir del parking me costó tres amagos de infarto y un par de puntos menos para ir al cielo debido a un vocabulario excesivamente florido cuando algún animal, por algún motivo que aún desconozco, se empeñaba tozudamente en incrustarse en mi asiento trasero, o mi maletero, pese a mis insultos y pitadas de aviso. Salí de allí quitándome un par de peatones con los limpiaparabrisas y en ese momento me llamo Nano para ver el nuevo museo, que es que él es parte del todo y como parte contratante y adyacente y constituyente quería ver dónde van a ir todos estos años desordenados en cervezas, canciones y tardes enormes. No pueden ir a cualquier parte como si fueran meros olvidos, por supuesto, como si fueran despistes intranscendentes. Quedamos en un restaurante y abrimos las puertas del garaje (sip, el nuevo museo tiene garaje para leny, que ya va camino de los 21 añitos y se merece dormir bajo techo y dejar de ser un homeless), y entramos en ese proyecto en minúsculas aún que será uno de los lugares donde nuestros caminos se escriban de ahora en adelante. Él y Vero degustaron las nuevas salas y se encandilaron con lo que puede llegar a ser.
Nano y yo terminamos de lijar la estantería y nos pusimos a montarla, Vero secó la terraza y mi madre entro en velocidad de crucero y nadie pudo seguirle la pista más que a ratos, cuando alguna bayeta o estropajo aparecía de la nada, limpiaba algo y luego volvía a desaparecer en un golpe frenético. Suponíamos que su mano estaba pegada al estropajo, aunque no creo que ninguno pudiera afirmarlo con seguridad debido a que cuando entran en el hiperespacio es complicado definir la posición de los cuerpos. Después ella y Vero charlaron un buen rato mientras Nano se desbastaba con mi cutrismo voraz y soportaba con estoicismo mis explicaciones imbéciles. «Pero… ¿no has marcado las piezas para saber dónde van?», «no… es que así cada parte adopta un nuevo papel en la estantería y vive cosas diferentes y así la estantería muta siendo la misma…» y todo eso para no decirle «tío, soy un puto desastre, he desmontado esta estantería y ahora voy a montarla como le dé la gana». No «me», sino «le». Nos fuimos a comer a medio montaje y entramos en un sitio a pedir algo de comer, y nos sorprendió que nos sirvieran una vaca a cada uno, con sus pezuñas y sus ubres, entre dos trozos de pan estándar de hamburguesa. Yo hice acopio de valor y me lo comí todo, aunque no soy de buen comer habitualmente y por eso estoy tan delgado que cuando me acuesto aumento en altura, en perpendicular al suelo (por si quedan dudas). Estuve hablando brevemente con Vero, que es argentina, sobre el tema de la opinión que les merece España después de lo educadamente que nos ensañamos de forma brutal con ellos mientras les despojábamos de todo el oro del que fuimos capaces en el menor tiempo que la ingeniería de la época permitía (todo un señor logro aún para algunos), y me sorprendió saber que al idioma lo llaman «español» y que España es «la madre patria».
En eso no puedo dejar de estar de acuerdo. A menudo las madres son bastante hijas de puta, aunque luego la vida cambie lobos por corderos en paridad uno a uno sin despeinarse demasiado.
Como Vero es un sol respondió a mis preguntas con verdad y sencillez, aunque seguramente eran bastante desatinadas y quizá maleducadas (por indiscretas), pero es que uno es curioso, y me guardé las más desafortunadas como un gesto cálido al buen gusto. Habrá más días.
Nos despedimos de los restos de las vacas saludando a los corderitos y volvimos al museo, terminamos de montar las estanterías con un colocón de barniz como Dios y La Santa Madre Iglesia Canónica manda (si para amar a Dios sobre todas las cosas necesito esnifar barniz entiendo que la Iglesia Católica aceptará con devoción que esnife barniz, porque responde a una finalidad divina, que no puede intrínsecamente ser malvada en sí misma), y en las mismísimas puertas de San Pedro decidimos volver cada mochuelo a su olivo, así que me metí en el ex y vi la guitarra y compuse una canción porque últimamente vuelve a ser natural hacerlo (ya iré colgando cosas, de ínfima calidad pero insoslayable devoción), me duché y salí porque Nano me estaba esperando fuera con el coche.
Cuando entré en casa de Vero y Nano no esperaba volver tan pronto al paraíso. Una decoración medida, precisa, intencionalmente milimétrica, velas, guitarras y cerveza, una buena conversación y dátiles con filadelfia y jamón, anchoas con caviar, olivada o escalivada… y de postre dulce de leche de allende los mares, que me hizo preguntarme por qué detesto el dulce si con ello me estoy perdiendo cosas tan exquisitas como esto. Y después esa cosa amarga como una puta ruptura inopinada y llorosa que es el licor de alcachofa. Di un sorbo sin mezclar y de repente me desapareció el paladar. Y la glotis. Y el esófago. Se largaron a otra parte a beber agua a ver si así recuperaban el tacto, mientras me llamaban hijo de puta por ponerles en contacto con ese tipo de cosas. El licor con cola, sin embargo, era mucho menos hiriente y muchísimo más que tolerable: era perfecto (para un enamorado del café solo, la guiness y el earl grey).
Los tipos de The Big Bang Theory tienen una cortina de ducha con la tabla periódica. Cuando fui a mear a las cinco de la mañana descubrí que esta gente tenía una con las posturas del kamasutra.
Cualquier lugar es bueno para buscar inspiración, pero es mejor tenerlo a mano, pensé. Mi empedernida soltería dudó un momento de sí misma, se miró en el espejo y se preguntó por el fin y el sentido de todo esto. No llegó a ninguna conclusión. Así que levanté la cerveza, brindé por ellos, por el sentido del humor y por las cosas agradables en general y me volví a enfrascar en la programación de la2 hasta que me quedé completamente dormido.
Y al despertar y después de acercarme a casa volví a lo mismo de los últimos días: la eterna mudanza. Barnicé con mi madre la mesa y las sillas, más lavadoras, más lavavajillas, cajas deshechas, armario lleno, libros en la estantería, más colocón de barniz (y de nuevo la reconciliación con Cristo), y después de todo volví a casa con unas cervezas con la intención de escribir esto y no quedar mal del todo pese a la extensión indecorosa que preveía, con un más que precioso recuerdo de todos y de cómo la vida se esfuerza por seguir poniéndote en contacto con la gente que es capaz de darlo todo y hacerte sentir querido, cálido, a gusto.
Pero mientras tanto… uno es un animal de raza. Ha faltado deambular por las calles borracho intentando no perder el gusto por la próxima cerveza, la desilusión, el desamor, el desastre, la muerte en vida de reventar en los litros que te debo, de reventar contra las comisuras de la boca el hecho imperfecto de que la vida, a veces, debe aniquilarse para resurgir de sí misma con más fuerza en la boca y en el ano que en los brazos, el hecho mismo de que una conversación inteligible no es más que un prolegómeno del grito que vendrá después, cuando nos desangremos y escupamos espumarajos sólidos mientras realmente me meto en tu cabeza y tú en la mía para unirnos en un tracto que ya no será ni mierda ni miseria ni esputo ni dolor ni concrección, sino sólo vida y más vida desplegándose ante nosotros como
lo más perfecto
que cabe
en estos días.
La vida es una circunvalación sobre un centro. Siempre y sobre todo. Y ese centro es una voz ineludible en la cabeza de cada uno. Inevitable.
Y yo no puedo ser más. Ni menos.