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enfocar la fotografía

Me gustan las frases grandes y grandilocuentes, pero las pequeñitas tienen un algo especial. Me gustan las fotografías al escribir. Retorcer un segundo para sacar de él todo lo que tiene ya que él, el muy cabrón, no lo entrega de otro modo.

En una foto alguien está mirando a alguien con odio. Eso es todo lo que puedes saber. Pero si retuerces puedes buscar el momento y la situación en la que el odio nació. Si retuerces más puedes saber por qué motivos alguien termino haciéndose odiar. Si se dió cuenta. O si no. Si retuerces más puedes saber por qué hizo lo que hizo, y qué hizo el que odió para vengarse.

Es como entrar a una cueva. Cuanto más andas más profundo llegas (anda la genialidad).

Alguien me dijo una vez que la información no es nada si no tienes cajones donde ordenarla. O lo leí del tipo este de la crisis ninja.

Y es verdad, es una tremenda verdad. Quiero decir que la información te rodea constantemente, en cantidades ingentes, pero si no puedes ponerle un nombre y decir:

«árbol»,

si no puedes nombrar, no puedes comprender nada. Y como los extremos se confunden en el infinito, que es el lugar donde se encuentran las paralelas, tener un exceso de información es exactamente lo mismo que no tener ninguna. Es el mismo tipo de silencio.

Así que suelo escribir comentando fotografías, entrando cada vez un poquito más dentro, retorciendo un poco más, abriendo y cerrando cajones y metiendo en ellos trocitos de realidad y esbozos de vidas paralelas que nunca fueron, pero en las que me gusta detenerme a jugar. Estar por allí un rato. Pedir unos bocadillos y sentarme en alguna parte a almorzar.

Por eso siempre hablo desde mi vida, claro, pero raramente de ella. Se entremezclan cosas. Imaginaciones. Aparatejos. Cosas que me llaman la atención. Y ahí sí que no puedo evitarlo: me gustan las situaciones grandilocuentes. Me gusta el concepto extraño del pasado, lo inevitable de lo perdido, el dolor de la pérdida del amor. Lo que tiene de existencial, lo vacío que te deja si se va. El sentido tonto de la vida cotidiana frente a la enormidad que nos pensamos. Lo frío de una realidad plagada de aristas y espinas.

Este mundo bastardo y cabrón que nos acoge para que nos hagamos bastardos y nos contagiemos cabronadas. Y a veces dulces regalos, lo sé, los valoro, sería complicado no hacerlo. A lo largo y ancho de las civilizaciones ha sido el único resguardo. Esos pequeños respiros. Un abrazo, un domingo después de comer conversando y tomando café, un pequeño préstamo para llegar a fin de mes, un polvo inesperado, el desayuno casi siempre (y más tras el polvo, claro), leer un rato con un vino y un cigarro…

Para entender a un tipo, para hacerle ese tipo de fotografía sobre la que luego puedes entender por dónde respira, necesitas saber el porqué de dos cosas: qué es lo que le hace levantarse cuando suena el despertador y dónde le gusta pararse a coger fuerzas. Entonces tira la foto y llévatela a casa.

Es ya tuyo.

no puedo dibujar tu boca

“No es que pueda vivir, es que quiero. Es que yo quiero. La vieja carne al fin, por vieja que sea. Porque si la memoria existiera fuera de la carne no sería memoria porque no sabría de qué se acuerda. Y así cuando ella dejó de ser la mitad de la memoria dejó de ser y si yo dejara de ser todo el recuerdo dejaría de ser. Sí, pensó. Entre la pena y la nada elijo la pena.”

Fragmento de “Las Palmeras Salvajes” de William Faulkner.

Quién sabe dónde estabas entonces, cuando las tardes jodidamente largas, cuando aquella noche mecido por Malasaña y Ruben dibujaba tu cara con un palo en una montaña de serrín llena de grumos de ríos de meados y semen y sudor y mierda, y te dibujaba sólo porque Ruben me dijo que de algún modo dibujarte podía ser algo así como exorcizarte, arrancarte de dentro, y él lo decía convencido de que una mutilación de este calibre era posible sin afectar a algún órgano vital, sin romper la arteria subclavia, o la carótida, la pulmonar o vete a saber si la aorta. Algo con ese cristal, quiero decir, algo tan condicionante de la misma vida como cualquiera de ellas. Como si un clavo hubiera alguna vez quitado otro sin partir el cuerpo en pedazos irreconocibles e inutilizar el martillo, como si poner un rey donde estuvo el otro fuera la solución para salvar la vida al rey que ya está muerto. Como si a ese le fuera a importar algo ahora que está tan lejos.

Tenías un par de minis en las manos mientras yo dibujaba y te iba comentando: «¿Ves?, así eran sus ojos. Si los mirabas fijamente no podías evitar meterte dentro, asomar la cabecita en ese rico mundo de verdades propias, y justo al lado sus orejas eran más o menos así, nacían de aquí… y después de esta curvita… remataban aquí y volvían a la cara en una tierna arruga que me encantaba besar por las mañanas. Nunca hasta entonces una arruga me había parecido tierna, ni nada, sólo arruga. Pero esta era diferente, en ella estaba concentrado todo su olor y anudar los labios en ella te chutaba siempre un golpe de su realidad abrumador, de su realidad digo, o un resumen potenciado de todo lo que era ella, y no estaba en sus tetas o en su coño, ni siquiera en su nuca, sino en este pliegue gracioso de cuando la oreja le quería volver a la cara. Y vaya si lo hacía, volvía y era ella y todo lo que ella era estaba condensado en este dulce pedazo de piel replegado sobre sí mismo.»

A Ruben le parecía una exageración, y decía que la terapia estaba funcionando. Qué la exageración es la antesala de la caricatura en sentido estricto y que sólo el ridiculizar, el quitar importancia, conduce al olvido. Ruben es ciertamente un hombre que no creía entonces en aortas y carótidas, y podía pensar en ello sin ver las contradicciones ni los daños ni los males mayores, que son los que se adunan en los sentimientos construyendo rieles en el cerebro que, como bien me dijo Hare años más tarde y no he conseguido hilar con esto hasta hace un momento, aran las circunvalaciones del cerebro de forma indeleble. No es una buena metáfora lo de arar, porque al fin y al cabo se ara cada año y la tierra no guarda memoria del surco pasado, y sin embargo el cerebro sí. Digamos, resumiendo, que el cerebro se construye así. Una remarcable diferencia.

Donde tenía que seguir dibujando un condón rebosante de grumo sonreía a la vida desde su falla entreabierta y gelatinosa, y lo aparté con el palo para afrontar la tarea más difícil a la hora de representarte fielmente. Tu boca, o la que fue tu boca que yo conocí, o lo que fui capaz de ver en tu boca, sobre el serrín blanquecino a ratos, sobre una ruína de fluidos donde Ruben intentaba exorcizar no sé qué cosa, porque según iba dibujando cada vez iba pensando más y más en ti y no comprendía qué mierda de ayuda estaba suponiendo esto, qué mierda si sólo conseguía estar cada vez más y más triste, más y más solo y más y más y sobre todo más vacío, con más sitio dentro si se entiende mejor así, o con menos contenido dentro, si la imagen ayuda más a la comprensión del texto. Y me puse con la titánica tarea de tu boca e intenté un par de bocetos, di un par de sorbos al mini, intenté otro par más, le di duro a la cerveza para ver si es que me había desconcentrado, intenté de nuevo dibujar tus labios con todas sus comisuras, materializarlos desde el recuerdo para otorgarles un lugar físico desde donde mirarlos, una atalaya, un mirador, un lugar resguardado desde donde observarlos desde fuera como mero paseante casual que dice «coño, unos labios cualquiera», como petulante del pedo y recalcitrante en el recuerdo, o como dijo Ruben después susurrando: «tío, meterlos en el serrín es sacarlos de tu puta cabeza de una vez y para siempre».

Le agradecí el esfuerzo, pero es que realmente nada estaba funcionando.

Su boca es una cosa viva. No tengo ni idea, tendría que mirarlo, de cómo los pintores y escultores de toda la historia y los fotografos y cineastas de la humanidad han intentado apresar algo vivo en una especie de placa de petri que permita revisitarlo siempre. Yo no soy ellos. No soy buen taxidermista. Nada estaba funcionando, por un lado cada vez más y más me sentía de nuevo dentro de ella, y por otro no era capaz de apresar en trazos horadados en serrín su boca. Su boca o esa boca. O la boca. O la única boca que, valga la subnormalidad, realmente existe.

Me quedé mirando a Ruben con un gesto confuso, y un par de lágrimas sin sollozo se me escaparon de la cara y volaron a la atmósfera libres y aún así anudadas a mí.

Él me quitó el palo, me pegó un tremendo abrazo que me cortó la respiración. Me dijo: «bueno, tío, lo hemos intentado, está bien, todo está bien», y me llevó a comer un bocadillo de carne picada en tortilla en el sitio que estaba abierto siempre por aquel entonces. Después fuímos al Hotel California y de algún modo consiguió que un par de almas benefactoras nos llevaran a un piso y nos enseñaran otras tetas, otros culos y otras arrugas que no eran la arruga, pero que me juego el culo a que eran la arruga de alguien que en ese momento no se las estaba follando. Así de injusta es esta mierda de vida, esta genial y a veces puta y asquerosa vida.

Recuerdo que me desperté temprano, cuando todavía era de noche, me levanté de la cama intentando no mirar a ninguna parte y me asomé al balcón. Daba a la calle de La Palma, que tan buenos o malos recuerdos me traía de otros tiempos. Otros putos borrachos con menos suerte aún andaban buscando a sus musas, es complicado concretar por qué éramos borrachos con suerte, pero lo éramos, al menos éramos de los que ya no estaban buscando, de los que ya están en caliente, en sábanas, de los que ya habían recibido su ración de abrazos y podían volver una vez más a sus vidas de mierda con las pilas cargadas sin haber pasado otro sábado solos hasta que se agotó el fin de semana. Me estaba meando, así que busqué el baño. Limpié con un papel las gotas que se me escaparon. Las lágrimas vuelan a la atmósfera, las gotas de pis se quedan en la taza, molestando. Las tías compartían piso y tenían las paredes de los pasillos llenas de fotos de gente, pero yo no podía distinguirlas a ellas de los absurdos y absolutos desconocidos. Eso me puso tan triste que tuve que volver al baño a taparme la puta boca con una toalla, porque es muy triste es no recordar años más tarde a alguien con el que compartiste vida, pero no recordarla un par de horas después es poco menos que enfermizo, y más aún cuando todavía está respirando en la casa en la que aún estás. De nuevo en la habitación, tras la crisis estúpida e inevitable, abrí todos mis bolsillos buscando el tabaco hasta que lo encontré. Una ella perfectamente desconocida respiraba en el lado de la cama que yo no recordaba haber calentado, con un ritmo regular.

Yo me asomé de nuevo a la ventana.

Para ver a los tipos que eran yo cualquier otro fin de semana.

Estaba más con esos tipos que aquí.

La boca, su boca, se me seguía escapando. Alejándose en una distancia que yo jamás hubiera escogido.

No sé cómo decirlo, pero eso fue creciendo en mi interior, obsesionándome. Esa boca viva que no conseguía traer de vuelta. Que no conseguía traerme de vuelta. Que había desaparecido para siempre. Que no podía limpiar secando el borde con papel higiénico.

Ni de ningún otro modo.

Yo seguía mirando por la ventana, destrozando el cigarro con caladas compulsivas y nerviosas.

Y no tenía fin.

No podía tenerlo.

Esa cara, el dibujo completo, me sonreía en mi memoria. Pero en la realidad había decidido irse lejos, desaparecer. Ese pliegue de piel no quería volverme a ver.

El dolor traspasó todos los umbrales en un solo segundo, y me desmembró, me partió por la mitad.

Acabé el cigarro y volví a la cama. Acaricié sus labios sintiendo el calor tibio de sus piernas.

Cuando despertó le prometí amor eterno mientras terminabamos lo que yo había empezado. No sé cómo se obró el prodigio, pero después de terminar no dormí ni un solo segundo. Estuve besándole la espalda durante toda la noche por puro agradecimiento. Por puro ciego, ignoto y real agradecimiento.

Y el agradecimiento eclipsó el dolor, y el dolor condujo al olvido, y aunque sólo duró una noche fue suficiente.

Casi demasiado.

Casi siempre.

Quién sabe dónde estabas entonces, mientras a mí me pasaban estas cosas.