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vivir para siempre

En las crónicas vampíricas los tipos inmortales se aburrían de vivir todo el tiempo y se metían bajo tierra para descansar un rato, acostados. Recuerdo que eso fue lo que me enganchó de las novelas cuando las empecé, en La Palma en casa de Silvia, hace el huevo enorme e inconmensurable de tiempo. No era normal que alguien viva toda la vida y no se harte de reengancharse con todo lo que empieza. Algo así como «el agotamiento físico pone fin por sí solo a la sesión mastubatoria activa» (Feyerabend, «Contra el método», nota 13, citando a W. H Masters y V. E. Johnson, “Human Sexual Response”, Little, Brown, 1966), es decir, que la vida no se cansa de reciclarse pero uno sí (aunque la cita es pedantería extrema y no tiene que ver con nada por más que venga al pelo, y me mola [la pedantería, digo, que pa algo uno lee además de para enriquecerse y pasarlo bien y ese tipo de cosas que siempre venden]).

Por aquel entonces yo era un joven viejuno (eso pensaba entonces). Con 19 años y un poco harto de todo (o eso pensaba entonces). Al ser viejuno mentalmente (o al menos, al pensarme como viejuno mentalmente), comprendía a esos vampiros (o creía comprenderles… creo que más bien notaba una cierta afinidad). Esos tipos que se metían bajo tierra. Lestat y el otro me la sudaban una barbaridad. El uno metido en el kombate y el otro en el arrepentimiento estúpido. Pero los tipos hartos de todo con la peculiaridad de poder tomarse un descanso… mmm… esos tipos eran lo que se podía pedir a la vida, si uno va a vivir para siempre. Y además, cuando finalmente aparecían, era para liarse a matar idiotas…

Al caso, al uso y al pronto, que si no voy a optar al título de rey de la perífrasis que detenta Hare, que el museo se acaba de levantar del suelo. Ha escarbado entre las flores. Se ha dado una vuelta por el mundo. Y ha decidido ponerse en marcha. Ponerse a tono, hacer unas flexiones.

O a lo mejor no. O quizá no. Eso es lo que pienso hoy, mirando con envidia el número de entradas de 2004. Ya se verá.