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en torno a la hoguera

Añadíamos canciones
como elegías
sobre los litros de calimotxo
y el verde del césped
y el negro del cielo
salpicado de amarillos pálidos
con forma de estrella.


(no sé qué tú eres ya)
me obligabas a bailar,
a juntar mis caderas con las tuyas
al ritmo de los tambores
de los improvisados músicos
de banco de parque,
para gritarle al mundo
que seguimos vivos.

Era en esos momentos cuando podíamos hacerlo.
Cuando nos sentíamos vivos.

El ritual de las bebidas fermentadas,
el fuego,
los cuentos,
el baile,
el contacto,
el descontrol,
el gritarle a todo que si no existe no me importa,
que ahora estoy bebiendo,
calentándome,
escuchando,
bailando,
tocándote,
saltando como si no hubiera nada más,
gritándole a todo que si no existo no me importa,
que, aunque no sé qué pinto en todo esto,
entiendo dónde está el puto origen
de mi cuerpo y del tuyo.

Lo entiendo ahora.

No tengo ni idea de lo demás.
No es difícil de comprender.

Tú (qué tú)
borracha,
en bragas,
cantas a Extremoduro mientras yo te espero
en la cama.

Te retuerces con un micrófono
figurado
en tu mano.

Tus saltitos
mueven tus senos
al ritmo.

Cuando la canción termina
añades un gritito y te acercas
para darme un beso.

Yo, claro, me excito.

Empieza una nueva canción.

Igual de idiotas que hace 300.000 años
te miro danzar,
festejando la vida que no se comprende.

Los saltos, tus senos,
tu cuerpo desnudo y descubierto por tus bragas,
el sudor que perla tu piel,
el olor que desprendes,
la complejidad que exhalas en cada frase
que gritas,
la fantasmagórica y real ceremonia
de celebrar la vida
en medio
de un lugar en el que tú (qué tú)
y yo
coexistimos.

Después, agotada,
vienes a la cama.

Levanto el edredón,
convencido de ti, de nosotros.

E incluso,
por qué no,
de mí mismo.

ruido

Después de tanto ruido no quedó ni la guerra.
Ni siquiera roncos gritos de tempestad.

No tuvimos que recoger ningún herido
del campo de batalla.
Tampoco ningún muerto.

Después de tanto ruido,
de tantas voces,
de tantas y tantas discusiones,
de tanta bilis acíbar en la garganta,
de tanto llanto y tanta miseria
expresada en tardes y tardes como esta,

no quedó nada.

Un atronador vacío
enmarcado en un tremendo silencio.

Nos vimos,
algún tiempo después,
en medio de cualquier parte.

No podíamos hablar,
porque no había cosa alguna que decir.

Nos miramos,
como dos extraños ya que
aún conservan el tenue pero impregnante
aroma de lo conocido
sin ningún referente cercano,
dos anónimos,
dos colores que comparten paleta,
dos glosas de un mismo verso
que no se tienen la una a la otra.

Dos personas, tú y yo,
que comparten espacio en un momento dado.

Después de tanto ruido…
no quedó ni el odio, ni la rabia, ni el desencanto.
Después de tanto ruido quedó una oquedad
en medio de ambos, un incomodo hueco,
un tipo gris neumático que nos mira con ojos reumáticos.
Estratificado, rígido, solidificado.

Yo pagué las cervezas
y te acompañé a tu coche.

Después entré al primer bar abierto que me encontré.

Necesitaba un respiro.

Oír las tragaperras. Su repique de campanas
que retrotrae a rutinas olvidadas. Badajos
de cuando todo era más sencillo.

Comer las ali-oli que pusieron sobre la barra.

Escuchar un chiste de otros
y reírme un rato.

Mirar al suelo, a la punta de mis zapatos.

Encontrar ese clavo ardiendo
al que aferrarse
cuando todo está saldado.

enfadarse porque llueve

Yo te cuidé el invierno, el verano, el otoño y la primavera. Tenía una tremenda fijación en que estuvieras bien. Bah, sabía que no podía controlarlo todo, que tus actores internos eran inexcrutables para mí. Que había lugares a los que no podía acceder ni intentándolo una y otra vez, como de hecho hacía y no dejé de hacer nunca.

Tomábamos unas cervezas enfrente de la pizzería que te hacía estornudar, y yo te miraba reír en la conversación con Lucas y Santi, reír como nunca. Reír como si acabaras de inventar la risa sin darte cuenta y no supieras que la estabas explotando. Reír como si no hubieras hecho otra cosa nunca. Reír dentro de todo como si nunca te hubieras encontrado fuera de todo. Reír como si no existiera nada más que hacer en la vida. Me gustaba verte así, integrada, dentro de, plena, en el tiempo. Rodeada conscientemente. Yo iba a por las cervezas a la barra y os miraba desde fuera.

Ellos son colegas, estaban bien. Pero tú estabas perfecta. La forma en que tu boca enseña los dientes remoloneando detrás de los labios no tuvo nunca competencia.

Hay gente que se larga. Es así. Yo empiezo cientos de novelas, pero no acabo ninguna. Me estimula iniciar la historia, me aburre desarrollarla, me enferma terminarla. Una vez, jugando al Wow, me encontré con un tipo en Mil Agujas que me dijo que jamás llevaba a un personaje más allá del nivel 30, porque le cansaba. Tenía multitud de personajes anclados en el nivel 30. Cuando llegaba se abría otro y empezaba de nuevo. No lo entendí hasta que no pensé en mis novelas.

Por eso me gustan las canciones, los poemas. No soy capaz de retener un estado mucho tiempo. Me encanta empezar y terminar en cinco, diez minutos, media hora. Guardarlo en el disco duro y tener la sensación de haber hecho algo.

Siempre tuviste esa forma curiosa de fumar. Como si el cigarro no te importara en absoluto. Caladas leves. Yo le miro, pienso en él, lo exprimo, lo destrozo. Para ti, sin embargo, era un accesorio como el reloj o el bolso. Es una cuestión de la medida del tiempo. Es una cuestión que denota dónde radica lo importante en un momento dado, creo.

Esa noche no sé si te fuiste con Santi o con Lucas, yo volví solo a casa. No me importó demasiado. Hay gente para toda la vida, que está contigo siempre. Y hay gente que se larga. Hay gente que no pasa del nivel 30, que detesta desarrollar la historia. Que vive presa de un eterno comienzo. Enfadarse por eso es como enfadarse porque llueve. Enfadarse por eso es no comprender nada en absoluto: supurar lágrimas en ojos ciegos que no ven que lo que es raramente se toma la molestia de tomarte en cuenta.