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Nietzsche, Friedrich. Sobre el porvenir de nuestras escuelas.

Nietzsche, Friedrich.
Sobre el porvenir de nuestras escuelas.
Fábula TusQuets Editores.
Introducción de Giorgio Colli.
Traducción de Carlos Manzano.
179 páginas.

«Sin embargo, en el centro, entre los servidores de lo «evidente» y los solitarios, están los combatientes, es decir, quienes están henchidos de esperanza.» (Pag. 23)
Ya en el primer prefacio Nietzsche adelanta lo que será uno de los temas centrales de las conferencias, el proceso bipolar cristalizado como tendencia en la sociedad alemana de su tiempo que tiene como referente un único objeto: la cultura. Lo que nos dice el autor es que este proceso se configura en dos movimientos: el consistente en ampliar la cultura, extenderla, difundirla, y el consistente en restringir y debilitar esa misma cultura, dados de forma simultánea y sin ninguna percepción, por parte de los miembros activos en el proceso, de generar ningún tipo de paradoja.
En las conferencias coinciden varios personajes tipo que suponen tres momentos de la educación de una individuo, el viejo filósofo, curtido y sabio, el joven filósofo que ha terminado su formación y se instala en la encrucijada de decidir entre convertirse en solitario o en servidor de lo «evidente», y dos jóvenes estudiantes, espectadores que escuchan inapreciadamente por los otros dos la conversación que entre estos se desarrolla, y que representan a aquellos que median sus estudios y comienzan a sentirse parte de un algo cultural. El viejo es aquel que conoce muy bien el sistema educativo alemán y, por tanto, aunque le desagrada, es plenamente consciente no sólo de los fallos claros, sino también de lo que carece, de lo que se puede aditar a la educación para ensaltecerla. El joven filósofo, sin embargo, recién salido del proceso de formación, acaba de percibir el horror del monstruo de la pseudocultura y se siente inane ante ella, no se siente con fuerzas para iniciar ningún tipo de renovación en ella, de cambio, de mejora. Los jóvenes estudiantes están empapados de pseudocultura o, mejor, de proceso formativo, y consideran favorablemente el sistema que lleno sus cuencos vacíos y los transformó, en principio, en odres llenos. No ven ningún fallo, ningún error, consideran que precisamente esa formación es lo que les ha convertido en seres libres, autosuficientes, capacitados para empezar a trabajar en lo que será su propia formación.

En este momento es cuando el joven filósofo le plantea al viejo filósofo su intención de no convertirse en profesor. El maestro pregunta al que duda si no será porque se considera a sí mismo uno de los elegidos de la verdadera cultura, ajeno por completo a la formación de la masa. Este punto es especialmente relevante, porque en él Nietzsche arremete contra aquellos posibles interpretadores de su obra que se consideren elegidos sin serlo realmente, enmascarándose tras la lejanía para no dejar ver las carencias de su cultura (o de sus inteligencias). El joven indica en ese momento que lo que él percibe es el horror que le produce la situación de la cultura en el tiempo en el que le toca enfrentarla, el horror producido por el proceso de dos cabezas. Por un lado se da una pretensión de difundir la cultura extendiéndola por toda la sociedad, consistente en la profusión de las escuelas de bachillerato. Pero, se pregunta, ¿qué tipo de cultura se difunde? Un tipo de cultura que tiene como base la utilidad, es decir, la finalidad de educar a cuántos más mejor hombres medianos pero eficaces, derivado de la idea de que cuántos más de estos existan, más feliz es un pueblo. Por otro lado, la pretensión de reducir la cultura, promocionando la especialización de los conocimientos, que son lo más opuesto al concepto de la verdadera cultura de Nietzsche (aunque en ningún momento niegue su valor, únicamente dice que no es la verdadera cultura). Y como cierre, como término de la corriente cultural, el periodismo, que recoge tanto la especialización como la difusión para generar un papel impreso de duración tan efímera como su significación en las mentes de los hombres.

El viejo filósofo responde afirmativamente y le argumenta que ante este proceso se dan dos reacciones, la de los sensibles a esta realidad, que escapan horrorizados y la de los insensibles, que sin ningún atisbo de horror introducen sus torpes manos en la tarea de hacer una técnica de la cultura. El único camino posible es el de una inteligencia que aúne la auténtica genialidad con la auténtica praxis.

El cambio debe comenzar en el principio, en la actitud de los estudiantes desde que comienzan el proceso educativo, esto es, en el bachillerato. Es allí donde se realizan las modificaciones que afectan a toda institución educativa, porque en él se sientan las bases. En un tiempo en el que la lengua se aprende en el medio indisciplinado de los periódicos, una formación sólida sobre el propio lenguaje es de vital importancia.
Y así llega al problema del bachillerato tal y como se encuentra establecido en el momento. Este interés en la difusión de la cultura ha producido el fenómeno de tener que llenar plazas vacantes de profesores, sin considerar demasiado su valía real sino como comparación con los demás candidatos. Profesores medianos que se sienten más cómodos en clases de alumnos medianos y con planes de estudio medianos. Medios en los que no se les exige nada y en los que pueden satisfacer su propia vanidad sin contratiempo ni esfuerzo. Los tres grandes baluartes de la (o disfraces de la verdadera) educación son la formación clásica, la formal, y la científica. La primera no existe realmente, lo único que se da es el estudio filológico de la cultura clásica o la erudición desmesurada, pero sin atisbos de comprensión real de lo que pueda ser la cultura clásica, se disecciona, se manipula, pero no se produce un acercamiento respetuoso que pueda desvelar lo que realmente puede llegar a dar la lectura de los clásicos. La segunda tampoco existe, porque no se da algo que se pueda denominar formación material. La tercera se da y funciona, es efectiva, pero no tiene nada que ver con la verdadera cultura.

Se abandonan dos momentos que son realmente el pilar sobre el que se asienta una verdadera formación, que son para Nietzsche, en palabras del viejo filósofo, el espíritu griego de una educación para elegidos, para gente realmente dotada para ella, y el espíritu alemán mostrado en la reforma y en la música alemana, donde este espíritu demostró una fuerza hostil en contra de la apariencia. Con este abandono no es posible, según el viejo filósofo, una victoria sobre la pseudocultura actual.

El ideal griego de la cultura de los individuos se contrapone al ideal del momento de cultura de la masa. ¿Por qué, se pregunta el viejo filósofo, se da este fenómeno de la difusión de la cultura? El estado propicia la profusión de instituciones de bachillerato porque introduce en ellos un tipo de cultura que favorece la estabilidad de sí mismo mediante una cultura normalizadora, no basada en la reflexión libre sino en la adquisición de unos conocimientos útiles o bien en el momento hacer o bien en el momento de defender una precisa idea de Estado. Este se alía con Hegel precisamente en lo que su teoría le beneficia, aquella que indica que el Estado es un «organismo ético absolutamente perfecto». Este es el tipo de cultura que fomenta el estado con sumo interés, ya que le permite enfrentarse de forma más eficaz a la posibilidad de su propia caída.
La cultura se transforma con este acto en una sierva de las necesidades de la vida. Desde el principio a los estudiantes se les estimula a formar su propia opinión, a tener unas opiniones propias (y el término opiniones no es casual, distinto sería si el término fuera «un criterio propio»). Los profesores tienen independencia sobre unos alumnos también independientes, con lo que no se da una formación previa realmente sólida. Los estudiantes, cuando perciben su falta de movimiento, tientan el cambio, pero no tienen una base real de formación clásica sobre la que asentarse, hacen funcionar el motor de su inteligencia sin nada para alimentarle. La instrucción, al contrario de lo propuesto por el bachillerato, defensor de la autonomía de los estudiantes, necesita un guía, un momento previo de intensa asimilación para poder llegar a forjar, en un momento tardío, un criterio realmente propio, basado en la comprensión de los clásicos como modo real de inicio de lo que pueda ser una verdadera cultura.

«En nuestro caso, la filosofía debe partir, no ya de la maravilla, sino del horror. A quien no esté en condiciones de provocar horror hay que rogarle que deje en paz las cuestiones pedagógicas». (Pag. 61)
Es el fin utilitarista de la cultura el que precisamente niega la cultura. Justo al terminar la lectura se articulan correctamente las consideraciones que sobre el lector realiza Nietzsche. La primera de ellas, la de «leer tranquilo y sin prisa», como aquellos que «aún tienen tiempo», nos dice que no debemos buscar una utilidad inmediata a lo que leemos, que debemos hacerlo sin la presión de esta utilidad, disfrutando y comprendiendo la lectura; la segunda, la de no hacer intervenir la propia cultura en el proceso, significa no entrometer el tejido de nuestra educación desenfocada como medio distorsionante entre el lector y el libro; la tercera, relacionada con la primera, es la de no esperar proyectos, si en la primera nos recomendaba no intentar extraer utilidades inmediatas de la lectura, en la tercera nos dice que él tampoco nos las va a ofrecer como conclusión.

El horror es evidente. La cultura se ha convertido en un estandarte tras el que se refugian intereses que nada tienen que ver con ella, como la utilidad para la ciencia o la utilidad para el estado. Con ello la cultura pierde cualquier rastro de independencia para convertirse en una sierva, y ese es el problema fundamental asociado a la utilidad de la cultura. No es que no deba servir para nada, que carezca como principio de cualquier utilidad real, sino que nada debe tener el poder de manipularla hasta hacerla renegar de sí misma para someterla a un fin más o menos espúreo.
Aquel que no perciba este horror nada tiene que decir, porque lo único que puede es continuar con lo que existe como forma más perfecta. Sin embargo, aquel que se da cuenta tiene en su mano el instrumento para denunciar el estado lamentable de la educación y, como corolario, de la propia cultura.
No debemos olvidar que para Nietzsche no importa cuantas personas compongan el proceso educativo, porque la verdadera cultura está reservada a unos pocos, a aquellos que realmente tienen la capacidad para enfrentarla, para comprenderla hasta sus últimos extremos y para continuarla. La ciencia es necesaria, al igual que la filología, pero no debemos extender esta necesidad a campos en los que nada pueden, mas que confundir, que desviar.

La verdadera cultura (a estas alturas es innecesaria la cursiva) no entiende, no puede entender, de las características del mundo actual. Ella no es de utilidad inmediata, no produce resultados tangibles al estilo de la ciencia. La verdadera cultura es un proceso largo de comprensión, un proceso quizá completamente estéril de efectos materiales a lo largo de toda una vida. No importa. Lo verdaderamente importante es sentarse, abrir un libro, leer pausadamente, con detenimiento, comprender, resistirse a la idea del avance continuo, imparable e indiscriminado como única forma de vida y conocimiento. El tiempo debe medirse cualitativamente, no cuantitativamente en el engrosamiento de taxonomías variadas.

addenda a la totalidad

(ya pasó, vino bien fuerte esta vez, caló hondo, pego duro, pero uno es un fajador a estas alguras y capea el temporal con autocrítica y un increíble cinismo, ya estoy de nuevo de güen humor pa lo güeno y pa lo malo. No me preocupan los bajones porque son tortuosos y veo cosas de mí mismo que jamás sería capaz de ver en mis cabales, o en mis goznes o como se quiera, son la mierda que hace que las flores arraiguen con más fuerza en el humus de las cosas, una sonrisa si es plena siempre lleva treinta miserias inscritas detrás).

diferencia

Sentado en y de y para y por
las cosas que naufragan a ritmo lento,
en la suave cadencia del que pierde y
tiene costumbre,

del que pierde y no se extraña en absoluto.

Abrir un litro de cerveza es una liturgia
miserable, privada, restringida coto de caza
silla telúrica y atrapada en la ruina
de verse devenir sin devenir alguno y

pierdo
las
ganas
de huir

que es lo que habitualmente hago

y
me
concentro

en lo que estoy, en donde estoy,
en de y para y por
seguir sentado en el miserable
ritual de abrir un litro de cerveza solo,
con los ojos y los pies y la lengua y el sexo
en otra parte, con las manos acariciando
un absoluto inalcanzable que
no-tiene-nombre
porque le obligué a dejar de tenerlo.

Lejos quedaron las risas de
hace (una hora) un tiempo, las risas
que satisfacen el alma hambrienta de voces,
el cuerpo transido de deseos
inconfesables en este punto del puto cuento
y me miro,
en el espejo,
y me veo al otro lado, sentado en la silla telúrica,
mascando una disculpa innecesaria,
una razón insuficiente,
no hay pies que caminen lo bastante
ni que alejen lo relevante
como para que pueda dejar de mirarme,

en la liturgia
miserable, privada, restringida coto de caza
de saber que conozco matices
como para coordinar el brazo con la boca,
los labios con el gollete,
el llanto con los cleenex y todas las
horas y benditas las horas con el sueño

y adormecerme en el tiempo no-tiempo
del estar sin absolutos, relativizando los
desastres falsos desastres
los nombres privilegio de los sabios,
los escudos privilegio de aquellos buenos herméticos

que nunca entienden nada
porque jamás estuvieron donde me encuentro yo

ahora.

Sentado frente al espejo. Un litro-libro
de cerveza. Algo de llanto y terribles recuerdos.
Una realidad inexpugnable que no desiste.

Partido por la mitad. Derrotado. Metido en
rabias. Exclamado por la imagen. De noche en
deshoras en fotografías desligadas y nadas
obligatorias que
acompañan sin prisa a mis ojos,
al otro lado de la imagen que calla.