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ande andará

Sobre los comentarios… no voy a opinar, supongo que tienen sus
razones para hacerlo así. Quizá yo lo esté entendiendo mal, o algo se
me escapa, pero de momento lo único que puedo hacer es lo que hago (y
mirar el móvil como un desesperado 24 horas al día, nunca he mirado
el móvil tanto).

En cuanto a este fin de semana en un pueblo de Salamanca, ya contaré,
ya. Muchos bajones y algunos ratos buenos. La gente se lo curró para
que yo me lo pasará bien (y excepto Cisneros y una prima suya, nadie
sabía nada), pero en ese caso, como en todos, sólo pude hacer lo que
hice, a veces estaba bien, a veces se volvía transparente el telón
y… bueno, ya está dicho.

Y sí, Goyo bebió, en contra de cualquier ley lógica, con su
enfermedad. Como ya dije en otra parte si hubiera estado más entero
le hubiera echado de casa, pero no tenía fuerzas y me hacía mucha
falta su compañía. Koldo es Koldo y Hare estaba inmenso.

No voy a llorar más en esta lista de correo, o lo voy a intentar.
Estoy hundido y hecho polvo y medio muerto, pero cogeré la mitad
medio viva y haré algo con ella. No me podéis ayudar más que con
vuestra compañía, no hay palabras de ánimo en esto, porque no hay
nada que me anime. Sólo quiero una cosa, y eso…
nadie me lo puede dar, ya ni siquiera Lore.

Ande andará.

Bueno. Eso. Qué mierda, qué puta mierda, qué ostias, joder. Sé que me
lo han dicho muchas veces, pero a ver si hay alguien que me haga esto
verdaderamente comprensible. No el problema, que ese está claro como
agua de manantial, sino la solución. Que alguien me cuente que es lo
mejor.

Claro, que eso no tiene sentido. Sea la mejor o la peor
para «nosotros» en tanto que «nosotros», y no como Lorelay y Miguel
por separado, es lo que hay. Así que no se puede hacer nada.

Puta mierda. Juro que nada tiene sentido.

Ala, que me pierdo y vuelvo a llorar en esta lista de correo.

comienzos de un tarado

No siempre he sido tan capullo, supongo que me vi metido en una espiral de falta de autoestima que me hizo aparentar tener más autoestima de la cuenta, meterme con todo el mundo para simular estar por encima, utilizar palabras duras y muchos tacos como táctica para dar la sensación de que todo me resbala en la piel. En el fondo siempre he tenido la sensación de estar engañando a todo el mundo. Desde el colegio, en el que sacaba unas notas que nunca bajaban de sobresaliente y me hicieron un test de inteligencia que superó con creces las líneas de la estadística de mis pobres compañeros. Una línea solitaria por encima de todas las demás, ese era yo. También eso destacaron en el estudio, no sé por qué, una sobresaliente (como no) tendencia a la soledad, a estar solo conmigo mismo.

Pero lo curioso es que yo no me sentía tan listo. Manuel, Javi, esos sí que eran listos. Quizá suspendían las reveladoras pruebas de quince líneas que separaban la aptitud del fracaso, pero llevaban una vida llena de peligros que seguro que era más interesante en mi imaginación que en la vida real. Escuchaban música terrible de la que yo conseguía, tras alguna proeza de pardillo, alguna copia. Ahí los primeros contactos con AC/DC y todos los demás, Manowar, Distorsión, Obús, Scorpions (joder). Llevaban unas playeras de la ostia y Javi, además, un pendiente en la oreja. Terrible, les sentía terribles. Yo quería ser como ellos, pero me gustaban demasiado las cosas como para no centrarme un poquito en ellas. Quería sentirme como sentía que se sentían ellos: los amos del puto mundo.

Recuerdo aquellas tardes en parques con las tías, cuando eso empezaba a moverse. No sé por qué me invitaban, recuerdo algo de Fernando Hermoso, que aunque pardillo vestía un poco al estilo… de los tíos independientes de todo de las películas americanas, lo que le daba cierto brillo con las niñas (éramos niños). Él era amigo mío y yo siempre iba con él. Con él y con Roberto, el trío de las pajas. Heroísmos de polla recién estrenada. Ellas estaban allí, en cualquier caso, y yo me sentaba lejos, porque me daba vergüenza hablarlas. Estaba deseando que me hablaran, no tenía miedo a responder, porque no podía empeorarlo más, sólo necesitaba un empujón. Sacaba conversaciones sobre mis cintas que no iban a ninguna parte, porque no servíamos ni como malotes de segunda. Ellas estaban ahí por Fernando, y el tema era muy distinto. Hablábamos sobre todo de subnormalidades, de cotilleos de la escuela y tal. Nos metíamos con los profesores, aunque en voz baja, por si pasaba alguien y al final el mensaje llegaba a su destinatario. Siempre teníamos la sensación, al menos yo, de que Manuel y Javi tenían un plan mejor y por eso ellas estaban allí. Siempre eran planes mejores. Después, andando el tiempo, me di cuenta de que no era así ni la mitad de las veces, que eran malotes por algo, y que no llevaban la misma vida en casa que yo.

Ahí sí que me sentía tonto. Ahí me preguntaba de qué me servían mis conocimientos sobre matemáticas o sobre ciencias naturales. Y la verdad es que no servían de nada. Patricia me dijo que le empujara en el columpio, y en esa acción sólo conseguiría calcular la trayectoria más adecuada si tuviera alguna idea de la altura del armatoste, de la longitud de la cuerda, del peso de Patricia y de mi fuerza. Sin eso no me servía de nada ninguna fórmula, así que tampoco me hacía ilusiones. Yo me devanaba los sesos pensando qué quería ella, y no me daba cuenta de que lo único que quería es que algún pardillo le empujara, para no tener que moverse por ella misma. Yo pensaba que después de empujarla una buena media hora me llevaría a su casa, donde sus padres se habrían ido a la parcela, nos sentaríamos en el sofa… y así pasaba la tarde y disimulaba el fracaso cuando nos separábamos, a las ocho como muy tarde para volver a casa sin enfado paterno.

Ahí era formalmente muy listo. Todos alababan mi inteligencia cuando mis padres decían en todas partes que no estudiaba nada, lo que era parcialmente cierto. No estudiaba, leía. Leí desde preescolar, donde me tuve que llevar libros de casa porque acabé todas las cartillas (eso es literalmente cierto). Leía, leía, algunas cosas las entendía, otras no, pero me daba igual. Lo único importante era leer y releer todos los libros de mi padre. En todos ellos hablaban de algo que luego me venía muy bien a la hora de hacer algún examen. Y eso desde los cinco años. Robinson Crusoe, Un Capitán de Quince Años, Los Asesinos, Odessa, Los Médicos Malditos, El Conde de Montecristo, un refrito resumen de la teoría de la evolución de Darwin, El Ojo del Tigre, La Biblia (lo juro), La Tercera Oportunidad, Un Mundo Feliz, 1984, El Guardián entre el Centeno, Todo Asimov, Mein Kampf, Enid Blyton, El simposio de ciencia ficción de 1962, Machado, Lorca, El Señor de los Anillos, todo Julio Verne (repito), oh… Salgari, ese Corsario Negro… venganza de sus hermanos de colores más tontos (sólo por eso creo que merecían morir)… no sé, cada vez que voy a casa de mis padres y miro las estanterías tiemblo de emoción. Una y otra vez, una y otra vez en mi cuarto.

Pero no era listo, únicamente estaba obsesionado con leer, con salir de esa vida tonta y estúpida en la que mi supuesta inteligencia era freno para mis intereses. Nunca fui bueno en deportes, excepto un breve periodo en baloncesto y otro en frontón. Nunca fui guapo en ningún sentido, lo cual hacía que se resintiera mi vida social enormemente. Nunca me obsesionó nada el tiempo suficiente como para ser un profesional de ello.

El eterno diletante, sabe de todo algo pero nada de nada en concreto. Me ostié un par de veces, reventé un par de narices gracias al tae-kwon-do y a la rabia del que no tiene nada que perder, pero no me gustó el espectáculo.

Una noche, en las fiestas de Castilblanco, la rubia (Carlos, greñas rubias) me trajo un botellín. Yo debía tener catorce años o algo así. Con el botellín en la mano me sentí Manolo y Javi. Lo juro, los dos al mismo tiempo. Me lo tomé de un par de sorbos y la rubia me alabó. Justo. Había encontrado el camino. Trajo más, y estos me los tomé de un sorbo. La primera noche diez, quince botellines. Se corrió el rumor. Empecé a pedir que me compraran litros de cerveza, a tomármelos de dos en dos. Mi popularidad subió. Aguantaba como un cabrón, aunque siempre me emborrachaba al final, y entonces me convertía en un tipo divertido, porque meaba haciendo el aspersor o le tocaba las tetas a alguna (y ella también se reía, para mi sorpresa). Fue un buen verano.

Al volver hice acopio de conocimientos y probé. Entre lo malote que yo me vivía y la reacción de la gente me sentí, por primera vez, el puto amo. Bebía y bebía en los botellones de los parques, gritaba y me cagaba en dios e iba sumando puntos, no sólo con los demás, sino por primera vez también de autoestima. Era divertido, contaba chistes, la gente me llamaba (conversaciones en el salón con mi madre con la oreja puesta).

A los dieciséis entré en el paraíso. No tenía muchas pelas, pero siempre había alguien dispuesto a invitar. Más cerveza, más. Poemas, mucha poesía que por primera vez fluía, nacía de dentro a un ritmo trepidante porque yo conocía gente, caía bien, me enteraba de muchas historias antes inaccesibles. Me henchí de rabia, de rabia por todo, rabia que aún es el combustible que me mueve, rabia bendita , rabia, rabia en todas las cosas. A los dieciséis conocí a Dolores, mi primera piba en condiciones. La primera de la clase, rubia, ojos azules, con el brillo de la desesperación en los ojos. El tipo de piba (y hay muchas en esta clase) que necesitan desesperadamente a un malote, porque intuyen que su vida es vacía y la de los malos no (y eso está en sus cabezas, no digo que sea efectivamente así). Sus padres se iban mucho fuera. y ella se quedaba. Burradas, verdaderas burradas en todas las veces, siempre con mucho alcohol y muchos juguetes, muchas invenciones, muchos juegos. Yo, de repente, me sentaba y escribía un par de poemas. No por hacer la pantomima, sino porque venían (yo entonces no entendía que buscaba ella en mí, eso ha venido con el tiempo). Escribía poemas por todas partes. En casa, en el rollo de papel del váter, mientras cagaba. Los guardaba y luego los escribía en folios. Tenía mis camisetas heavy, mis botas de militar, mi zippo, mis vaqueros ajustados. Tenía un montón de cosas que eran importantes. No había perdido la obsesión por la lectura, así que tampoco me fue mal en el instituto (al menos hasta COU, cuando me venció el mus y el anís, y a veces el poker).

Sólo entonces empecé a sentirme listo. Sólo entonces. No sé quién nos vió una vez en un parque, pero se corrió el rumor de que nos habían visto follando (y era más que posible). Dieciséis años, malote, con sexo, con cerveza, lleno de gente y de bares. Me había transformado en lo que siempre había querido. Era mucho mejor que todos mis colegas, que todavía se limitaban a soñar con un polvo. Tardaron un par de años en realizarlo. Era un grande. Mis decisiones tenían peso. Sólo tenía que señalar: allí. Y ya estaba.

Entonces sí que me sentía inteligente y listo, ambas cosas. ¿Qué ha pasado después, mucho después? Eso es otra historia. Será otro relatillo. Aún no lo tengo claro. Del camino del exceso constante al camino del declive, supongo. Pero no conozco todos los cómo. Seguí buscando buenos compañeros de viaje. Algunos, como Lorelay, simplemente se presentaron de repente. Otros, como Kike, fueron causa de un largo acercamiento. Pero seguí viviendo igual. Los fines de semana, la poesía, la vida que se gasta y se desgasta a fuerza de reventarla a dosis iguales de ilusión y ansiedad.

No puedo entrar a discutir si ese era el camino correcto, porque fue el que fue. No sé si lo será a partir de ahora, pero juro que ese brillo en la mirada, en la vida, es una de las cosas que más me han hecho vivir intensamente. Kike lo definió, mucho después, con su teoría de vivir de Kombate. Vivir de Kombate era el equilibrio entre la razón y la locura. Y lo sigue siendo. Alegría, ilusión a muerte. Que los actos no se conviertan en rutinas.

¿Por qué llegué a permitir que así fuera al final, que la rutina llenara todos los momentos? ¿Y yo qué sé?

altrix y el café

Salí sin ningún rumbo fijo de casa. En realidad el único objetivo concreto era comprar el pan, pero el hombre propone… Al doblar la esquina me encontré con Altrix (¿cuál será su nombre en el DNI?), que me llevó a tomar la caña del aperitivo. Cuando yo le conocí era batería de un grupillo con mucha más energía que capacidad, pero que aún así produjo una buena docena de conciertos interesantes con sus consiguientes fiestas brutas. Hace un par de años que no le veía. Me comentó que se había casado, que tenía un par de críos psicópatas, como todos los críos, y que se había comprado una casa a dos calles de la mía. Hablamos un buen rato de fiestas y borracheras y de gente, para ponernos al día. La verdad es que ni él ni yo sabíamos demasiado de casi nadie, así que fue rápido. Yo le llamaba Altrix todo el tiempo, y él me llamaba Brujo, como siempre hace yo qué sé cuantos años ya. Se le notaba que le hacía ilusión que le volvieran a llamar así. Cierto que seguía pareciendo el mismo, los mismos ojillos entreverados, la misma perilla, el mismo pelo rapado, pero ingería la caña con calma, despacio, mascaba con especial dilección los aperitivos. Su conversación se había vuelto fofa, blanda, y giraba en torno a no sé qué coche que se había comprado y no sé qué consola de video juegos, a problemas en no sé qué curro insignificante del que hablaba con satisfacción. Según íbamos hablando la comunicación me iba deprimiendo, la transmisión no estaba funcionando, producía demasiadas interferencias, demasiados ruidos. Entiendo que sigue siendo un buen tipo, pero ya no un tipo genial, un buen golpe de tipo. Él hablaba y hablaba para cubrir los silencios que cada vez arremetían con más facilidad hasta que me inventé una excusa más o menos razonable, le di mi número de móvil y quedé con él en vernos pronto, ahora que éramos casi vecinos. No me dolió lo suficiente porque me voy curtiendo, porque debe ser un proceso inevitable y cada vez vamos cayendo más, o cambiando más, o quizá, no lo niego, evolucionando hacia delante. No me importa hacia dónde sea el cambio, no me gusta demasiado.

Salí con un semi-nudo en el estómago y doblé de nuevo la esquina, caminé algunos cientos de metros y topé con una pareja de ancianos que caminaban cogidos de la mano. No me gusta la parte intermedia, pero ver a esa parejita así, después de quizá treinta o cuarenta años, arrugados y encorvados y unidos por las manos… me dan ganas de llorar. Pero no con tristeza, sino con admiración y, supongo, con cierta dosis de envidia insana y perniciosa. Esa gente tiene detrás de sí toda una vida en común, quizá una semi-vida, pero ahora se conocen más que nunca, supongo que se quieren más que nunca (no me gusta pensar que estén atrapados en su propia relación), tendrán algunos nietos, algunos hijos enzarzados en la lucha y buenas reuniones familiares en las que dicen: “¿ves?, todo esto salió de ti y de mí”. Me imagino así a Víctor y a Leti y juro que me siento feliz por todo eso. Veo con mucha facilidad a Víctor en el papel de Patriarca y a Leti en el de Gran Madre Tierra. Él sorprendente siempre, ella siempre protectora y feliz de poder serlo, tan humana… Y con una vida detrás llena de mierdas y cosas buenas. Toda una vida.

Y eso me entristece más duramente. ¿Qué va a salir de mí? Lo de la vida es como dejarse el pelo largo. Cuando lo tienes es estupendo, pero mientras lo tienes a medias… no hay dios que te pueda ver, no sabes dónde meterlo para que no moleste. Al final estás orgulloso de él, pero a veces es insoportable mientras aún no es nada más que un amasijo informe de posibilidades (ejemplo, de libro de academia de escritura, de metáfora absolutamente frívola, desenfocada y estúpida).

Entro en la panadería, pido una barra. Ni siquiera me gusta ya el pan, pero uno debe someterse a sus rutinas cuando todo parece que se cae, sin hacer preguntas. Preguntarse demasiado es un suicidio profundo. ¿Por qué las cosas están como están?, si haces esa pregunta empiezan a caerte muertos encima que te oprimen los pulmones y no te dejan respirar, el nudo estomacal se convierte en parte integrante de tu vida y o te internan en un psiquiátrico o terminas levantando la cabeza, después de doscientos mil infiernos y pico. Un riesgo increíble. Mejor no hacer preguntas y dejar que el tiempo pose las respuestas en el humus germinativo del cerebro. Luego ya se verá qué hacer con ellas, siempre queda como Solución Final la papelera engañosa del olvido, que nunca termina de vaciarse del todo y nunca termina de retener exclusivamente dentro lo que no debería salir bajo ningún concepto.

Mientras vuelvo veo a Altrix comprando el periódico en el quiosco, acelero el paso y no me ve, está discutiendo con la empleada por las vueltas. Lleva unas playeras absolutamente espaciales, confección venusiana por lo menos (allí los sueldos son considerablemente más baratos, aunque claro, el transporte hasta la Tierra hace que compense por los pelos externalizar allí las factorías, sin contar lo que cuesta aislarlas de la enorme temperatura superficial), acelero, cuando llego a su altura miro fijamente al suelo. Y así me mantengo. Dos pasos. Tres. Diez. Quince. Empiezo a respirar con normalidad. Veinte pasos, me siento salvado. Doblo la esquina. Se acabó el peligro. Es una jodida pena terminar así, de este modo. Casi no puedo soportarlo. Me hubiera gustado comprar el periódico. Quizá hace tres semanas le hubiera invitado a casa, a tomar algo. Me sentía orgulloso de mi casa. O al menos muy a gusto en ella.

Subo cansado la cuesta, con la barra bajo el brazo, los pensamientos en terreno cenagoso que me ha cogido los pies y no me deja salir. Reclamo ayuda de Tarzán, que viene en una liana inviable en un sitio sin árboles, me coge del brazo y me saca en volandas de allí. Le pregunto por Jane, me dice que está bien, tejiendo la cesta de la liana-montacargas del árbol. Hablamos un rato de Chita, que se ha presentado a un programa de investigación científica donde le están enseñando el idioma de signos español. Me alegro por ella, siempre demostró ser muy inteligente. Él nota que no quiero despedirme, aún no, pero no parece que tenga mucho tiempo disponible. Supongo que esto es una metáfora, no puedes huir de tus ciénagas. Ciénagas o muertos, cualquiera de las dos me pone los pelos de punta. Empiezo a contar estupideces, con lo que consigo que se quedé aún un rato más. Pero al final se despide justo en la puerta de mi casa. Agarra una liana que aparece por generación espontánea y se va pegando un bote. Yo sigo llevando el pan debajo del brazo, como un recién nacido ideal. La primera parte supongo que la cumplo al dedillo, pero lo de ideal se me queda un poco largo.

Voy a dar una vuelta a la manzana, porque no puedo meterme otra vez ahí dentro. No porque me venga mal, sino porque últimamente he salido poco y me parece redundar. Subo, primera esquina, doblo. Veo la reja en la que descubrimos el retrovisor colocado para ver toda la calle. La gente no tiene complejos a la hora de ejecutar su carácter de portera. Una señora viene de frente, cargada de bolsas. Me la imagino en mi misma situación, y es fácil. Supongo que todos pasamos por ella alguna vez, aunque sólo fuera un día, o unas horas. Miro las bolsas del AhorraMas, productos de limpieza, paquetes de comida envasada, algunos bollos, huevos Kinder. Morrenas, rocas que arrastra el glaciar. Cosas de la vida que se le pegan inevitablemente.

(Y detrás de todo esto la doble realidad, todo lo que cuento es un telón de opacidad variable que suelo tener delante de mí. A veces se vuelve transparente hasta casi desaparecer, y al otro lado está el fantasma, el monstruo que es cien niveles más real que todo lo demás, es real hasta tal punto que todo lo demás es puro juego, un puro juego de ver cuánto tiempo puedo estar dándole importancia a todo esto hasta que el monstruo me reclama, hace el telón cristalino para que pueda verle. No hace falta que se haga publicidad, es real. Lo demás es lo que no tiene importancia alguna, es lo que yo intento que tenga importancia. De repente la angustia me posee completamente, me convierto en una angustia que se menea en el espacio-tiempo debatiéndose, ciega, sorda, pero no muda. La angustia llora y grita tristeza. Me he vuelto loco, porque la falta de sentido que tiene todo en estos momentos, excepto el fantasma, constituye por derecho propio una puta patología. Después, despacito, se llenan de color las formas, el retrovisor vuelve a estar, y también la señora de las bolsas, la acera, mis pies ahí debajo. El telón aumenta su opacidad y vuelve a ser presencia a la que aferrarse como se pueda. Y el monstruo ríe encantado al otro lado de la tela, seguro, confiado, me tiene en sus manos para cuando quiera, es sólo cuestión de cuándo).

La señora y yo nos cruzamos, nos miramos un instante, como siempre en los cruces. Sigo adelante, paso a paso, doblo la segunda esquina. Esta calle es corta. Ahí estaba el supermercado de unos abuelos (¿Maxcoop?) al que siempre quise entrar pero nunca lo hice, cuestión de hasta qué punto nos influye el marketing, porque era francamente cutre. De repente un día lo cerraron. Mala suerte. El 80% de las PYMES cierra antes del quinto año. Supongo que después este porcentaje se dispara en un factor exponencial. Lo bueno en este caso es que no puede subir mucho, sólo hasta el 100%. Veinte o treinta pasos y una nueva esquina. La doblo. El parque, el colegio. Las nuevas generaciones de lo que seamos. Sirena a las nueve de la mañana para los días que libro. Gritos, intereses, alegrías de crío. Hoy es sábado y está todo tranquilo, la idea es reposado. Queda menos, algunos pasos. No me cruzo con nadie. Acelero, todo esto tiene un aire tétrico. Busco nervioso las llaves, con el pan en el sobaco. Se me caen al suelo. Recuerda, esta tarde te vas a las fiestas de una aldea con Cisneros. No recuerdes que en otra parecida ella te regalo un anillo de hierba, allí por el principio, cuando todo era promesa y nada había aún sucedido. No recuerdes dónde guardas ese anillo, porque sabes que aún lo tienes, seguramente se desintegre si lo tocas (otra bonita metáfora). Cojo las llaves, entro a trompicones. Subo corriendo la mierda escalones que hay hasta mi puerta, justo al lado del cuarto de contadores. Giro las doscientas vueltas para abrir la cerradura, tiro el pan donde puedo. Corro a la estantería, otro libro de Bukowski justo en el momento en el que todo empieza a difuminarse de nuevo, a desaparecer, a demostrarme su estado transitorio frente a la verdadera realidad, esa que está detrás del telón, esa que ríe siempre y siempre me tiene en sus manos. Altrix, capullo, cabronazo, explícame por qué no he podido invitarte a un café.